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Un amor prohibido: Penélope (III)

¿Qué hay más excitante que el amor prohibido? ¿Qué más estimulante que ocultar la felicidad que trepa por mis entrañas para encaramarse en mis mejillas y encenderlas como teas cuando nos cruzamos en el ágora, en el templo o cuando viene con el resto de pretendientes a Palacio? ¿Qué más desafiante que esperar a que la luna se suba a espaldas de la noche y que Morfeo atrape a los habitantes de esta casa para sentir su piel clandestina? ¿Qué más desesperante que morir de deseo durante el día al tenerlo tan cerca? No, no hay nada y ahora después de tantos años puedo decir que me siento viva. ¿Queréis saber quién es él? ¿Cómo comenzó nuestra historia? Pues bien, os lo contaré.

Hace doce años mi marido, Ulises, se marchó de estas costas en contra de mi voluntad, cuando solo llevaba viviendo en esta maldita isla un año y estaba embarazada de su hijo. Di a luz a las pocas semanas de que él partiera a una guerra que no era la suya. Me enfrenté sola a los dolores de un parto complicado y a los problemas de un posparto aún más difícil. Crie sola a nuestro hijo. La soledad de una extranjera en una tierra inhóspita dio paso al tedio. El tedio que hacía que acudiera a la playa a esperar que las velas de su barco despuntaran en el horizonte. Así pasaron los años, doce para ser exactos, en los que mi vida consistió en el telar, en el gobierno, en la crianza de mi hijo y en la espera.

"La isla comenzó a recibir pretendientes. Hombres rudos, cobardes y sin modales que se agolpaban en las inmediaciones de Palacio"

Hasta que llegaron ellos. Se corrió la voz por las islas vecinas y por las ciudades lejanas. Ulises se encontraba fuera de su patria e Ítaca estaba gobernado por una mujer. Esa mujer era yo. Y es cierto, me dedicaba a la política, a mejorar la ciudad y la isla tomando como modelo lo que conocí en el continente, en la casa de mi padre. Mis suegros me dieron el beneplácito. Laertes era un hombre fuerte, pero los años y la ausencia de su hijo le habían pasado factura y le costaba tomar decisiones y pensar con claridad. Mi suegra jamás tuvo iniciativa, ella había sido educada como mi madre, una mujer sin metas ni expectativas. Pero yo, yo siempre he sido diferente. Desde mi infancia habían intentado apagar esa llama que latía en mi interior, esa voz que me impelía a actuar, a tomar las riendas de las cosas, a dar mi opinión libremente, a luchar. Se había consumido asfixiada con las continuas reprimendas de mi madre y con las decepciones de un marido ausente. Me refugiaba en el telar y mis pensamientos circulares y recurrentes, hasta que me di cuenta de que íbamos a la deriva, de que la población nadaba arrastrada por la corriente de la sequía y la enfermedad y de que no había nadie para salvarla de la destrucción. Y esa llama de rebeldía creció aventada por la necesidad de una mente clara que tomara las riendas. Allí estaba yo. Convoqué al Consejo de la ciudad y comencé una campaña para hacer mejoras en sistema de siembra y recogida de los campos, arreglar la flota, aumentar las exportaciones de productos, mejorar las canalizaciones de riego, encontrar nuevas vías de negocio que nos salvaran a todos. La ciudad comenzó a prosperar, pero las envidias son muchas y se convierten en odios cuando recaen sobre una mujer. El Consejo, compuesto por hombres, comenzó a conspirar a mis espaldas. No se resistían a que fuera una mujer la que llevara las riendas de la política y menos una extranjera. Fueron ellos los que tramaron el plan—ahora lo sé— fueron ellos los que extendieron el rumor de que mi marido estaba muerto y de que Ítaca necesitaba un nuevo rey hasta la mayoría de edad de mi hijo, Telémaco.

La isla comenzó a recibir pretendientes. Hombres rudos, cobardes y sin modales que se agolpaban en las inmediaciones de Palacio. Pedían mi mano exigiendo atenciones que diezmaban nuestras arcas y ellos tejían artimañas y traiciones con mis esclavas. El Consejo, ante tal inesperada afluencia, me puso entre la espada y la pared, y como verdugo para ejecutar las órdenes eligió a mi suegro.

—Debes decidirte por uno de ellos para casarte. Con todo el dolor de mi corazón, pero mi hijo está muerto e Ítaca necesita un nuevo rey —me dijo Laertes con la mirada perdida.

—¿Por qué? Si hasta ahora yo he gobernado con sabiduría. ¿Por qué he de elegir a uno de esos patanes que nos llevará a la ruina? Mi instinto me dice que no, que Ulises vive.

—Porque si se desesperaran y, si el equilibrio se rompiera, se desencadenaría una guerra entre ellos y con nosotros. Debes ser cauta, mujer. El futuro de nuestra tierra está en tus manos.

—Está bien, elegiré —decidí—, pero antes he de terminar un tapiz en mi telar.

"Antes de partir le prometí a Ulises cuidar de su reino como si fuera el mío y yo jamás dejaría las riendas de mi reino a un extraño"

Y así es. Creo que Ulises vive, que está en algún lugar, que intenta volver a su patria y a su hogar y a mí. Y yo he urdido un ardid, un ardid que me de tregua, no solo para que Ulises vuelva, sino también para dilatar la decisión, para mantenerlo junto a mí. Para que perdure este amor furtivo e imposible, un amor que si se supiera arrasaría con todo y nos abocaría a la muerte, la guerra y la destrucción y yo no puedo permitirlo, porque sería la causante.

¿Quién es él?

"Sé cuál es mi condición y soy consciente de la suya. Esto terminará como termina todo, pero ahora es mi presente y quiero vivirlo, quiero sentir su piel sobre la mía, su olor"

Un esclavo. El esclavo de uno de los pretendientes que asola mi Palacio. ¿Os preguntaréis porque no elijo a su dueño para poder vivir para siempre junto a él? Pues por una promesa. Antes de partir le prometí a Ulises cuidar de su reino como si fuera el mío y yo jamás dejaría las riendas de mi reino a un extraño. Prefiero seguir llevándolas yo, manejando los hilos bajo mano, usando a Laertes como mi voz en las asambleas. Esperaré todo lo que tenga que esperar, pero no pienso permitir que se seque mi corazón, que perezca antes de tiempo, soy joven y necesito sentir el gozo entre mis piernas, vivir la experiencia de dos cuerpos acompasados y dos almas entrelazadas. Si los hados me arrebataron al hombre al que creí amar, el destino me ha proporcionado esta segunda oportunidad.

Fue su mirada negra como un abismo la que conquistó mi ser dormido. Y fui yo la que me acerqué a él, la que lo buscó, la que lo consiguió y la que ahora no quiere dejarlo marchar. Sé cuál es mi condición y soy consciente de la suya. Esto terminará como termina todo, pero ahora es mi presente y quiero vivirlo, quiero sentir su piel sobre la mía, su olor. Es un oasis en medio de mi soledad y es a él al que me aferro para soportar esta situación. Ya llevamos un año escondiéndonos, un año de caricias furtivas y besos nocturnos, un año que me ha enseñado a amar, un año en el que por fin he sentido más que abandono. Un año en el que el telar ha vuelto a ser mi excusa y mi confidente. Un año en el que no he vuelto a la costa para mirar el horizonte pidiendo a los dioses una señal.

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