El libro que Steve Bergsman ha montado sobre la obra y vida de Jalacy Hawkins (Cleveland, Ohio, 1929 – Neuilly-sur-Seine, Francia, 2000) es, precisamente, el recuento de que a veces una obra justifica una vida; dicho de otro modo, que una vida puede encontrar sentido en el legado que deja. Si el bizarro Hawkins no hubiera dado con la piedra de Rosetta para ilustrar su historia, el mundo sería diferente, y la historia del rock and roll decisivamente otra, desde luego. De ahí el orden sintáctico que inicia esta reseña: obra y vida, que se corresponde exactamente con el título del libro; primero, la canción, luego el autor. En medio de todo ello, lo fortuito, el azar, la fortuna, o como quiera referirse uno a lo inaprensible del destino, que todo lo impregna con sus leyes ordenadamente imprevisibles.
El libro, publicado por Liburuak, editorial que se está haciendo un hueco importante en el ya normalizado mercado de la edición musical en español, con cuidados diseños y apreciables títulos, sigue los pasos del volumen que Greil Marcus dedicara a Like a Rolling Stone: Bob Dylan en la encrucijada: Biografía de una canción, donde se enlaza de forma ejemplar la gestación de una de las composiciones de Dylan con los tiempos en los que aquélla se fraguó. Y es que “I Put a Spell on You” es algo más, de ahí su carácter clásico, y su pervivencia en infinidad de versiones, desde la de Creedence Clearwater Revival a The Animals, desde Buddy Guy a Van Morrison, desde Nick Cave a Marilyn Manson, sin olvidar a Howlin’ Wolf, Jeff Beck o los raperos Notorious B.I.G. o LL Cool J, por destacar sólo unos pocos. Se entiende entonces que la pieza, nacida en una sesión de grabación que aspiraba a balada refinada, se convirtió, gracias al pollo picante y al moscatel italiano proporcionado por el productor, en un imponderable en la historia de la música. El asunto pasó de aspirar a un tiempo lento cantando el corazón roto de Jay debido al ninguneo de un amor que lo abandonaba a la sazón (en la biografía la chica le tira las llaves de la casa compartida al escenario y lo deja allí plantado) a una suerte de “tema crudo y gutural” que se convirtió en su mayor éxito comercial y que, según se dice, superó el millón de copias vendidas. La culpa, la intoxicación etílica de la banda. Screamin’ recuerda haber cantado tirado en el suelo, desde donde gritó, gruñó y gorgoteó la melodía con total abandono de borracho. Con la cara B de aquel single, “Little Demon”, la chica hechizada regresó durante unos meses, lo suficiente para que fuera Jay quien se permitiera el lujo de abandonarla. Pero con “I Put a Spell on You”, Screamin’ Jay Hawkins pasó a la posteridad. El hechizo cambió de destinatario, pasó de una cuestión local a algo universal. Visto lo visto, no hay quien se resista a su melodía, o a eso mágico en lo que acabó convertida.
Por el libro de Bersgman (falto de un apéndice discográfico) sabemos que Screamin’ se distinguió en el boxeo, llegando a ganar el Campeonato de Pesos Medios de Alaska en 1949. También que en 1951 se unió al guitarrista Lloyd Tiny Grimes, con quien grabó algunos temas (el mismo Tiny Grimes de “Tiny’s Boogie”, de 1946, tal vez la primera canción r‘n’r de la historia, antecedente de los tuttifruttis posteriores, para ser honestos y fieles con la cronología). Descubrimos asimismo que Hawkins, engendrado por un sudanés, fue abandonado en un orfanato (a pesar de tener varios hermanos) y dado en acogida. Que se casó seis veces y tuvo entre cincuenta y siete y setenta y cinco hijos, aunque sólo pudieron contabilizarse oficialmente treinta y tres. Más. The Fuzztones, The Clash y Nick Cave se lo llevaron de gira, apareció en películas de Álex de la Iglesia, protagonizó documentales (Nicholas Triandafyllidis, 2001) y fue el epítome de todo lo extravagante y monstruosamente espectacular que pudiera darse sobre el escenario (y si no, que se lo pregunten a Black Sabbath, Ted Nugent, Alice Cooper o Marilyn Manson). Su hueso en la nariz y su báculo parlante con cabeza de calavera llamada Henry siguen siendo tan excéntricos como necesarios, en un mundo cada vez menos dado a la estridencia.
Después del ejemplo de Screamin’ Jay Hawkins sabemos que todavía queda un lugar para expresar el lado salvaje del mundo. Aquel alocado cantante marginal de actuaciones circenses, estética macabra, libidinosa fogosidad, que aparecía en escenario atuendado con estampados de leopardo y toda suerte de animal print, trajes de piel de tiburón con accesorios vudús, los ojos saliéndose de las órbitas y una niebla en la mirada, llegó a clamar que “ojalá pudiera ser quien era antes de ser yo”. Por suerte, aquel artista que hacía su aparición en los conciertos abriendo la tapa de un ataúd, pese a advertir al embaucador disc jockey radiofónico Alan Freed de que no lo haría (300 dólares le hicieron cambiar de opinión), sigue siendo quien acabó siendo. Alguien que cambió las reglas del juego y mostró nuevos caminos musicales y personales para conducirse por el mundo. Su legado es buena prueba de lo que decimos.
Temido por la América blanca de los cincuenta, con Eisenhower a la cabeza de los temblorosos ante el incipiente empoderamiento negro, la biografía que ha perpetrado Steve Bergsman “nos lleva de la mano por los excesos, encantos y oscuridades del primer gran showman del rock y símbolo de la performatividad afroamericana a través del brutal, honesto y fascinante retrato del hombre que encendió la mecha del shock & rock”, como reza la contraportada de este libro necesario. Hubo algunos otros temas conocidos, como “Constipation Blues”, “Orange Colored Sky” o “Feast of the Mau Mau”, pero nunca lograron alcanzar la popularidad del hechizo primigenio del que todavía seguimos prendidos. Porque somos suyos.
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Autor: Steve Bergsman. Título: I Put a Spell on You: La extraña vida de Screamin’ Jay Hawkins. Traducción: Carmen Espina Flórez. Editorial: Liburuak. Venta: Todos tus libros


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