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Un país sin descanso

Un país sin descanso

Por qué la dictadura otra vez, me suelen preguntar. También me lo pregunto. La dictadura argentina de los generales 1976-1983 tiene una presencia enorme en el arte de mi país, especialmente en la literatura, y aunque disminuyó por lógica entre las generaciones más jóvenes, insiste en reaparecer, o mejor dicho, nunca se va. Algunos de los motivos son obvios, como la vigencia de la discusión sobre la lucha armada y el terrorismo de Estado en la política actual, los juicios de lesa humanidad que continúan, y la recuperación de la identidad de personas secuestradas por los militares cuando eran niños, los nietos recuperados. Pero también hay un motivo menos tangible y siniestro: cuando la dictadura decidió hacer desaparecer los cuerpos de quienes asesinó —y al no romper jamás el pacto de silencio sobre qué hizo con ellos—, creó fantasmas: los desaparecidos. Muertos sin cuerpo, por siempre jóvenes, por siempre prestos a retornar. Este 2025 la antropóloga Mariana Tello Weiss publicó el libro Fantasmas de la dictadura: Una etnografía sobre apariciones, espectros y almas en pena (Penguin-Sudamericana) que demuestra todo lo que aún queda por nombrar y narrar. “El exterminio del enemigo pero ante todo su desaparición”, escribe Tello Weiss, “instaura un resto. Un resto que es no-siendo, que no vive, pero ha muerto. Un resto que está en el corazón de una política de Estado que produce espectros… Este es un libro sobre una biopolítica o, si se quiere, una necropolítica que engendra seres liminares: muertos que no terminan de morir y vivos que no terminan de morir. Es un libro sobre un movimiento constante y perpetuo: sobre la imposibilidad de descanso a la que se ha condenado a unos, y también a los otros. Porque en un país donde los muertos no pueden descansar, los vivos tampoco”.

"Hace años, el cruce entre lo paranormal y la dictadura era inconcebible. Imposible de relatar. Un secreto sucio"

Hace años, el cruce entre lo paranormal y la dictadura era inconcebible. Imposible de relatar. Un secreto sucio. La resistencia a admitir experiencias extraordinarias se comprende por la vergüenza y censura de recurrir a videntes —y dejarse engañar por ellos, lo que sucedió mucho en aquellos años—, y la posibilidad de que la mención de lo racional e incoherente empañase el estatus de testigos lúcidos de quienes exigen justicia, sean militantes, familiares o ciudadanos firmes en su postura frente al terrorismo de Estado. Los años pasan, sin embargo, y las narrativas fluyen. Tello Weiss, en la introducción, narra el método de su etnografía cazafantasmas. En 2001, cuando empezó a investigar sobre las memorias de la represión, y durante su trabajo cotidiano en el ex centro clandestino de detención La Perla, documentó cientos de historias de aparecidos. Algunas sobre presencias en lugares donde se ejerció la represión o cementerios o fosas comunes, otras experiencias vividas por familiares de las víctimas. Con la lectura de la socióloga Avery Gordon y su libro Ghostly Matters decidió analizar la faceta espectral del terror de Estado en Argentina y también hacer etnografía consigo misma, como hija de una familia que sufrió la represión.

El libro es extraordinario, terrorífico y liberador. Nos da el permiso de hablar por fin de lo siniestro e insepulto a todos quienes vivimos en esa sociedad atravesada por la mala muerte. El libro está dividido en dos partes: la primera son las apariciones a los familiares, la segunda en los lugares. Así se cuenta sobre Daniel Tarnopolsky, que perdió a toda su familia en julio de 1976, cuando fueron secuestrados, y que narra cómo, mediante una médium, se comunicó con Betina, su hermana menor, que tenía quince cuando fue apresada y desapareció. O la historia del hombre que fue a grabar cantos de pajaritos en los alrededores del centro clandestino conocido como la Mansión Seré y en la cinta aparecieron gritos y gemidos. O una familia que recupera una casa donde ocurrió una masacre y convive con las manifestaciones de fantasmas. Familiares que reciben visitas en sueños. Hijos de desaparecidos que juegan a la ouija e invocan a sus padres. En el centro clandestino ESMA, hoy un centro cultural y predio recuperado, hay una zona que los cuidadores detestan y que pocos frecuentan: “sienten manos que los tocan o toses detrás de la oreja. Se oyen llantos de bebés. Pero lo más aterrador es la visión de un niño cuyo cuerpo no tiene extremidades”. Más allá de un marco teórico contundente y un trabajo de campo exhaustivo, el libro tiene un aire de conversaciones en la madrugada, de aliento contenido, de historias susurradas y leyendas urbanas. Al fin se habla de esa sensación de vivir con espectros en Argentina, esa violencia vieja que sigue en el presente, y que apareció en ficción en muchos de mis relatos y en los de escritores como Luciano Lamberti, Flor Canosa o Juan Mattio, por mencionar solo la literatura.

"Ella y su hijo terminan exiliados en Brasil, y ella pasa su vida disociando lo que ocurrió y soportando el juicio de sus excompañeros y de la ciudadanía"

Estuve en Buenos Aires el pasado octubre, y además de llevarme el libro de Tello Weiss, vi una obra de teatro llamada Mi vida anterior, con protagónico de Dennis Smith y dramaturgia de Teresa Donato y Smith. Mi vida anterior está basada en una historia real: la de una joven, integrante de la organización armada Montoneros, que en un centro clandestino de detención salva su vida y la de su hijo porque uno de sus torturadores entabla con ella una relación íntima. Ella y su hijo terminan exiliados en Brasil, y ella pasa su vida disociando lo que ocurrió y soportando el juicio de sus excompañeros y de la ciudadanía en general, que en muchos casos considera a los sobrevivientes cómplices. La historia es muy distinta y al mismo tiempo similar a la de La llamada, el notable y complejo perfil que escribió Leila Guerriero después de años de entrevistas a la sobreviviente de la ESMA Silvia Labayru. El libro provocó un impacto político en Argentina no sólo por el sacudón de sentido de pensar en estas supervivencias insoportables, sino porque ponía en palabras una dimensión del horror estrafalaria. A las mujeres, consideradas botín de guerra, se las sacaba en compañía de militares para denunciar gente por la calle o en reuniones —la práctica se denominaba “marcar”—, o se las llevaba a hoteles para ser violadas, o a las propias casas de sus secuestradores —en La llamada, Silvia Labayru habla sobre ser violada por su captor y la esposa de su captor, en un trío de crueldad inusitada—, o a bailar a discotecas, en especial a la ya extinta Mau Mau, donde las prisioneras torturadas, shockeadas y con frecuencia usando la ropa de otras secuestradas ya muertas eran obligadas a fingir divertirse, beber, alternar.

"¿Quién sabe lo que el encierro y el terror provocan en una psique? ¿Con qué vara se decide qué es correcto hacer y qué no para sobrevivir?"

Mi vida anterior, la obra de teatro, está basada en las entrevistas que durante tres años hizo la escritora Teresa Donato con Ana María Massochi, hoy dueña de un restaurante en San Pablo. En la puesta, el actor Dennis Smith toma su voz y la de su hijo, y los textos se intercalan con canciones, números musicales pop breves y perfectos. La obra se podrá ver en marzo en Valladolid y Madrid, después de un año de enorme éxito en Buenos Aires, y mientras tanto Teresa Donato acaba de publicar en Seix Barral Desaparecida dos veces, novela de no ficción y reconstrucción coral de la vida de Ana María, con entrevistas y conversaciones, no sólo con ella, sino con su hijo, quien de alguna manera la alentó a contar una historia que pocos conocían. “Tengo cincuenta años de silencio encapsulado”, dice Ana María en el libro. “Cada vez que abro la memoria, quedo devastada”. Durante una cena en un restorán del centro de Buenos Aires comenté la obra y una comensal, a quien no conocía más que por trabajos en común, contó que ella fue a la secundaria con una mujer sobreviviente que estuvo detenida y que, como Ana María y Silvia, era “sacada” por uno de sus secuestradores. “Teníamos que ignorarla si la veíamos. Hacer como que no existía. Porque estaba desaparecida y porque, si la reconocíamos, podíamos caer. Yo en ese momento creía que colaboraba. Ahora entiendo mejor que no tenía opción”. El discurso sobre el cuerpo de las mujeres ha cambiado. ¿Quién puede juzgar a una joven torturada, que parió en cautiverio o cuyo hijo está en libertad, pero bajo amenaza de ser entregado a otra familia? ¿Quién sabe lo que el encierro y el terror provocan en una psique? ¿Con qué vara se decide qué es correcto hacer y qué no para sobrevivir? ¿Se puede siquiera pensar en esos términos? Habría que agregar otro libro pionero que ha vuelto al primer plano: Putas y guerrilleras: Crímenes sexuales en los centros clandestinos de detención (2020, Planeta), de Miriam Lewin y Olga Wornat. Es un texto fundamental para entender por qué a tantas mujeres les llevó muchos años poder denunciar: sobre ellas cayó una doble estigmatización y una doble sospecha: la del consentimiento en las relaciones sexuales (que no era tal) y la de la posible delación y traición. Por supuesto, muchas historias se conocían en Argentina, fueron material de investigaciones, libros, incluso cine, pero lo que ha cambiado es la mirada.

Los espectros y los fantasmas marcan lo incesante (y lacerante) del trauma, y hoy se permite pensar de una manera menos radical, con benevolencia ante los grises. Los testimonios de las mujeres calladas resuenan ahora que se los escucha con una capacidad distinta. Los hechos, incluso los conocidos, se resignifican, y también cambia el diálogo con los vivos y los muertos. La dictadura no se acaba nunca porque toda herida tarda mucho en hacerse cicatriz, y una cicatriz siempre es una marca, una presencia de la memoria en el cuerpo.

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