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Un plan para tu vida, un cuento de Sierri Hinojosa Ruz

Un plan para tu vida, un cuento de Sierri Hinojosa Ruz

Sin esperanza, cuadro de Frida Kahlo

Nadie debería dejar de leer la nueva entrega de nuestra sección de relato, porque se trata de una voz personalísima, y en la Escuela de Imaginadores estamos seguros de que llegará muy lejos.

Nuestra autora del mes es la brillante y siempre inesperada Sierri Hinojosa Ruz, licenciada en Filología Hispánica por la Universidad de Barcelona y profesora de español para extranjeros en la Universidad Complutense de Madrid. Sus relatos han sido publicados en diversas antologías y quedó finalista en el Premio Medardo Fraile con su cuento «Tanta noche en los ojos».

Desde hoy podemos disfrutar en Zenda de uno de sus relatos más propios e íntimos, «Un plan para tu vida». Propio e íntimo en el sentido de que conocemos la relación que la escritora ha mantenido con el texto, que desborda intensidad de principio a fin.

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Un plan para tu vida

Felipe Lara, Obrador, está haciéndose puntos de sangre con una aguja de coser en el brazo. Primero hace un punto y, a menos de un centímetro, otro. Luego se rasga la piel cuando los une con la punta ardiente.

—Es solo una práctica —dice—. Cuando haya hecho esto tantas veces que apenas sienta dolor, empezaré con la grapadora.

Claro que lo hará, sé perfectamente que sí. Por eso, yo que soy su camarada, me veo en la obligación de probar al menos. Cojo una aguja del costurero de mi tía, le quemo la punta con el mechero y la dirijo hacia lo que alguna vez fue mi codo izquierdo.

—¿Puedo hacer los puntos pero sin unirlos? —le pregunto antes de hacerme el primero.

—No seas niña chica, ahí no te va a doler.

—¿Y tú qué sabes? ¿Acaso tienes tú uno de estos? —le digo mientras le muestro el muñón de mi brazo como si fuera un trofeo.

—No, pero seguro que sé más sobre él que tú —dice—. Por ti, lo he leído todo sobre miembros mutilados.

No solo sobre muñones, Felipe ha consumido toneladas de papel sobre sufrimientos autoinfligidos también. Lo que estamos haciendo ahora son solo unas prácticas de iniciación, aunque dudo mucho de que su miedo al dolor le permita llegar a procedimientos de nivel avanzado como el cilicio o los clavos. Cuando le pregunto por esto, me dice que no me precipite, que esos suplicios serán materia de su DDT (Doctorado en Dolores y Tormentos). De momento, me pide que le deje hacer sus ejercicios de novato en paz.

Este es uno de los aspectos de su nueva personalidad. El Felipe que había sido hasta ahora, en la única habilidad que descansaba era en la de rascarse en sitios donde ni siquiera un gato llegaría. Y en vez de crucifijos e imágenes lastimeras de Jesús con el corazón en la mano, tenía hojas de A2 cubriendo toda la pared de su cuarto en las que hacía cálculos sobre cantidad de vitamina E por hora de estudio, garabateaba frases sobre micropartículas de poder y escribía listas sobre la gradación del color rojo o del verde. Era el mismo chico que recibía las vacaciones de verano en bañador y ese era su único atuendo hasta que la vuelta al cole le obligaba a cubrirse.

Pero ese era el Felipe de antes de lo de su hermana menor. Hace un año y medio a ella le diagnosticaron una enfermedad degenerativa —de esas que te van destrozando el cuerpo de manera lenta e implacable— y, desde entonces, a mi amigo le ha dado un ataque de hipercristianitis tal, que no come carne los viernes y para a la gente por la calle para decirles que Jesús tiene un plan para sus vidas y que, si le conceden unos segundos, les entregará una carta de amor donde el Propio Redentor se lo detalla. Sin embargo, la auténtica novedad, la que nos tiene a todos fuera de órbita, es que ahora quiera hacer un cómic con un héroe llamado Obrador. ¿Tengo que deciros cómo será? Tendrá barba, una larga cabellera enmarcando unos rasgos muy parecidos a los de Felipe y un trapo blanco envolviéndole las vergüenzas. Sus superpoderes se activarán siempre que esté en disposición de iluminar su corazón y ofrecérselo a los necesitados. Y el corazón obrará lo que tenga que obrar. El gran jefe del cotarro será una niebla reventada de poder que se llamará G.O.D (lo hace en inglés para despistar el muy tonto). Tendrá doce compinches con habilidades magníficas y un único enemigo que se llamará —y ahora no lo esconde— Satán.

—¿No crees en Satán? —me preguntó el día en el que me contó su proyecto.

—¿Cómo voy a creer en él si no creo en su enemigo?

Este pueblo tiene mar, es uno de esos lugares de vacaciones. He venido aquí casi cada verano de mi vida: antes, cuando mis padres todavía estaban juntos; luego, solo con mi padre. Esta es la primera vez que vengo sola. Mi madre y su crujiente nuevo marido fueron a llevarme a la estación de autobuses y me despidieron con la misma alegría con la que lo harían si me fuera de vacaciones. Pero no he venido para tirarme en la playa y comer helados de pistacho y chocolate por el Paseo Marítimo, lo he hecho para asistir a la misa por el primer aniversario de la muerte de mi padre y para decidir qué vamos a hacer con sus cenizas. Están en casa de su hermana, que vive aquí con su marido y con su hija. Cuando mi padre murió en el mismo accidente de tráfico en el que se llevó consigo al otro barrio la mitad de mi brazo, ya hacía algunos años que estaba divorciado de mi madre, así que mi tía fue a recoger las cenizas y las guardó en su casa a la espera de tomar una decisión en familia.

Felipe vive aquí y es de la pandilla de mi prima. Ha sido siempre mi amigo, mi persona de máxima confianza en los veranos. Sin embargo, si me preguntas quién es para mí ahora mismo, creo que no podría darte una respuesta que me dejara satisfecha. Lo único que lo hace reconocible es que sigue teniendo esos andares que hacen que las gotas salten de los vasos. También la sigue liando casi a diario y después viene a buscarme para que le ayude y siempre va delante de mí, apresurado, girando la cara cada cinco pasos para ir contándome lo que ha hecho. Y eso es algo que me saca de mis casillas, pero él no soporta verme enfadada y, cada vez que lo estoy, me pide por favor que no me mosquee. Yo le contesto que eso no va a poder ser, porque parece que últimamente todo el mundo es capaz de hacer exactamente el tipo de cosas que me enfadan. Me pregunta si él está incluido en ese todo el mundo. Qué cachondo.

—El hombre abrió el pecho, respiró hondo y el lugar donde estaba su corazón se iluminó. La costumbre de humanos, animales y plantas se rompió en mil pedazos. Obrador acababa de llegar.

Felipe acaba de poner en palabras la creación de un héroe que a su vez es creador. Se besa la punta de los dedos y se toca la mejilla derecha; se la vuelve a besar y se toca la izquierda.

—Pero déjame que te cuente cuáles son mis planes para las cenizas de tu padre, para tu muñón y para tu vida —me dice mientras se cura con alcohol las heridas que acaba de hacerse con la aguja—. A cambio, tú puedes ayudarme a saldar mis deudas con Dios.

—No te rías, Tina, esto es muy serio —dice Felipe—. Si tú no me entiendes, estoy perdido.

—A ver, dime cuáles son esas deudas.

—No puedo perder a mi hermana —dice, y empapa un nuevo algodón con alcohol.

—Nadie ha dicho que vayas a perderla.

—Los médicos lo han dicho.

—No son infalibles, pero olvídate de eso de momento y cuéntame tu plan.

—Tengo que ser perfecto para mi hermana y para Dios.

—¿Y cómo piensas conseguirlo?

—A través de ti mientras no pueda hacerlo por mí mismo —dice muy serio.

Me tiende la mano para que le entregue mi muñón y pueda curarme los micropuntos que me he hecho.

—Necesito las cenizas de tu padre.

—Muy bien.

—Las cenizas y tu muñón.

—Claro, muchísimo mejor.

Solemos hacernos confidencias, pero desde que Desgracias Unidas nos ha elegido como miembros honorarios, la vida se nos va en el «tengo que decirte una cosa». Hoy me cuenta que está triste porque no puede entender el motivo de que sus dones nunca aparezcan en sus fantasías. Y se lamenta porque esto significa que él es incapaz de aceptar lo bueno que tiene dentro. Es bondadoso con los niños, sabe cuidar de ellos, los entretiene y los hace reír. También se le da bien el bricolaje. Sin embargo, sus fantasías son de otro tipo: nunca se imagina colgando un cuadro rectísimo en la pared en un tiempo récord. Al contrario, se pinta como implicado en un tiroteo y es siempre él quien mata al malo. Pero matar es pecado. Y también lo es tener una novia en las fantasías y verse en la obligación de abrazarla, besarla y dar vueltas con ella en brazos cada vez que triunfa sobre el mal. Todo este panorama lo tortura porque ni en sueños puede permitirse en este momento que su carne sea tan débil.

—Pero tus fantasías no son tú, no forman parte de tu vida real —le digo—. No deberías preocuparte, Dios está hasta arriba de marrones, no se va a tomar la molestia de mirar dentro de tu cabeza.

—Eso es muy fácil de decir para ti porque eres una atea inmoral.

Sé por cómo resuella mi amigo, que la respiración se le va a quebrar cada tres palabras, pero eso no le va a impedir seguir pasando revista a su rolodex de bobadas.

—Y ese no es el único secreto que tengo —dice—. He hecho cosas terribles en mi mente.

No sé qué me preocupa más, si los pequeños escozores que noto en el muñón o lo que pueda contarme Felipe a partir de ahora.

—¿Has leído la Biblia?

Me quedo callada. En alguna revista he leído que, para conseguir que otros hablen, lo que tienes que hacer es mantener el silencio. Niego con la cabeza.

—Pero sabes algo de ella, ¿no?

Hago el gesto de más o menos con la única mano que tengo.

—Pues he tenido que renunciar a leerla.

Como no le preguntó por qué, sigue.

—Me imaginaba lo que estaba leyendo con toda clase de detalles eróticos.

—¿De verdad? —le pregunto para romper el silencio porque no quiero escuchar esos detalles.

—Sí, es así de terrible —dice—. Incluso las revistas de mi madre. Se las cojo y las leo porque mi carne tiene antojo de los posados playeros de las famosas.

No sé qué podría decir.

—Necesito desesperadamente tu muñón.

—¿Para incluirlo en tus fantasías? —le pregunto, y me da por reír—. Eso ya me lo has dicho antes, y lo de las cenizas, pero no me has explicado qué piensas hacer con todo el pack.

—Un milagro. Necesito hacer un milagro con tu muñón.

Me afano en recoger todo nuestro material de primero de Martirios para que Felipe no vea la risa que está a punto de explotarme en la boca.

­—¿Qué tipo de milagro exactamente? Porque yo necesitaría uno para poder recoger estas agujas de la mesa. Qué difícil es agarrarlas cuando tienes las uñas cortas… aunque en la otra mano sí que las tengo cortas de verdad.

Felipe no se ríe. Vuelve a su milagro.

—Tengo que hacer que el tejido muerto de tu brazo vuelva a reproducirse y que te vuelva a crecer el medio brazo que perdiste.

—Tú estás chalado, tío.

—¿No has oído hablar de las plantas de la resurrección? —me pregunta.

—¿Las que se fumó Jesús en la cueva antes de? —le digo para hacerle rabiar, pero creo que ni siquiera me ha escuchado.

Entonces me cuenta que hay unas bolas de ramas secas que corren por el desierto y que, cuando el viento sopla fuerte, pueden viajar kilómetros y kilómetros. Esta planta puede llevar muerta más de un siglo y, en esos parajes, puede que solo llueva una o dos veces al año, pero eso es suficiente para que el milagro suceda: las extremidades muertas se abren y absorben el agua en cuestión de minutos. Al cabo de las horas, gracias a que la fuerza del agua ha desgajado las semillas y las ha hecho caer al suelo, nacen brotes de la tierra. Antes de que crezcan mucho, el sol vuelve a matar estas plantas. Sin embargo, ahí dentro perduran las semillas, listas para cuando vuelva la lluvia.

—Tu muñón es como esas plantas secas dispuestas a absorber cualquier gota de milagro que caiga en ellas. En tu caso, no sería agua, sino las cenizas de tu padre.

—En serio, no puedes estar peor de lo tuyo.

—Adelante, si es eso lo único que quieres pensar de mí.

—Muy bien, ¿y se puede saber que sacas tú de ese miércoles de ceniza en mi brazo?

—Más de lo que imaginas.

—No me hagas imaginar y empieza a largar.

Y Felipe larga lo siguiente: desde que a su hermana le comunicaron el diagnóstico hasta mi accidente, mi amigo estuvo considerando varias formas de compensar a Dios si no se llevaba a su hermana. Esas formas incluían diferentes grados de dolor y de pérdida de miembros hasta la completa aniquilación si el Creador así lo quería. Pero luego vino lo que nos pasó a mi padre y a mí y él lo interpretó como una señal e ideó un plan de salvación. Este era: mediante el accidente, una vida y un brazo izquierdo le habían sido devueltos a Dios y, ante Obrador, se dibujaban dos caminos. En el primero, él me hacía crecer el brazo y así, cuando yo muriera, un cuerpo entero retornaría al cielo. El segundo era matarme y que allá arriba hicieran rompecabezas con mi cuerpo.

—Mucho mejor la opción uno, ¿no te parece?

—¿Pero tú de verdad crees que algo de lo que estás diciendo es razonable? —le digo puesta hasta arriba de mi propia e invencible lógica.

—Claro que para ti no lo es, pero deja que mientras tanto las cosas luzcan bajo el sol de una primavera que todavía no ha llegado.

Esta es una de las frases que tiene garabateadas en su pared. Es también la primera frase de su cómic y está encantado de soltarla siempre que tiene (o no, no le importa) ocasión.

 

Hace unos segundos que mi abuelo por fin se ha decidido y dice que va a tomar un café solo y una copa de Magno como quien anuncia que va a pedir una botella de Veuve Clicquot y caviar de beluga. Mi abuelo sigue pensando que el Magno es un coñac de categoría, reservado para la gente con clase. Después le ha aclarado a la camarera que no quiere un carajillo, ¿eh?, que quiere un café solo (corto de agua, largo de café) y una copa de Magno, por separado. Había olvidado lo insufrible que puede llegar a ser este hombre. Y lo peor del caso es que me he quedado sin mi cómplice, porque solo con mi padre podía burlarme sobre las cosas de mi abuelo. Y no solo en eso era mi socio, también lo era en la fe en los sorteos, en las meriendas guarras y en hacer escalada de tonterías en los momentos que, para nosotros, más lo requerían. Además, nos enfadaban y nos alegraban las mismas cosas. Eso era genial. A Felipe también le gustaba mi padre, más específicamente, era un gran admirador de su habilidad para componer palíndromos y del volumen que adquiría su pelo apenas pisaba la arena de la playa. Decía que se le ponía una melena propia de un defensor de la libertad. Ahora mi abuelo está poniendo de nuevo a prueba el deseo de propina de la camarera y mi abuela, con ese aire de deberle disculpas hasta al polvo que limpia, ha cogido la carta, ha interrumpido el parlamento de la censora que vive dentro de mí, y le ha leído a mi abuelo todo lo que ella cree que podría apetecerle comer. Pero, después de acribillar a la camarera con preguntas sobre composición de bocadillos e ingredientes de raciones, él ha dicho que nada, que solo quería el café. Para sobrellevar la situación y no ponerme a gritar de vergüenza, respiro y cuento hasta veinte, y me escapo a ese lugar de levitación para emergencias que acabo de fabricarme. Nos veo a los cuatro en la cafetería de la plaza como si fuéramos una familia que, más que reencontrarse, va a despedirse después de haber pasado dos años encerrados en un búnker. Pero no es nada de eso, en realidad mis abuelos acaban de llegar en autobús para asistir a la misa por mi padre, su hijo, y Felipe me ha acompañado a merendar con ellos.

Antes de que mi abuela coja una servilleta y chafe el sándwich que acaban de servirme —como si mi boca fuera a romperse si la abriera a la medida de algo del grosor de dos centímetros— mi abuelo, al ver el tamaño de la taza que le han puesto delante, le dice a la camarera que le había pedido un café solo, no un balde para lavarse los pies. La chica le ríe la gracia y dice que, si quiere, se lo cambia.

—Qué chica más maja —ha dicho mi abuelo cuando esta ya se ha ido—, se ha ganado una buena propina.

Sí, del tipo que hará que me ponga roja.

—Mientras tanto, en el mundo las cosas refulgían… —empieza a decir Felipe y coge su vaso de cocacola.

Le envío una potente descarga de severidad recién salida de mis ojos. Se lo he advertido antes de venir, que dejara sus pamplinas de Obrador para otro momento, que mis abuelos no iban a entender, que ellos eran católicos de los de corazón y que en mi familia no estábamos para sus tonterías. El problema es que hasta ahora Felipe siempre ha recibido toda mi atención, tanto, que ya no es capaz de reconocer cuándo tiene que renunciar a ella.

—Bajo el sol de una primavera que todavía no había llegado —termina de decir mi amigo.

Le da un trago a su refresco y los demás aprovechamos para callarnos. Estoy segura de que si le hubiéramos encargado al Dios de Felipe el silencio perfecto, no habría igualado este que hay ahora mismo en la mesa.

—¿Sabes, nena? A Francisco le ha dado un ataque de ansiedad fortísimo —dice mi abuela—. Me llamó el otro día Lola para contármelo.

Francisco —¿era?, ¿es?, ¿qué tiempo hay que usar cuando un miembro de la relación vive y el otro no?— el primo de mi padre y su mejor amigo. Mi abuela siente predilección por él desde que su hijo murió, pero a mí no me gusta él ni su familia perfecta. Además, no sé por qué narices tiene que contarme esto ahora. Me fastidia que siempre me hable de Francisco, es como si por el hecho de ser la persona más cercana a mi padre, se hubiera convertido en su encarnación en la tierra. Bueno, pues si es así, no me extraña que le haya dado un chungo. Imagínate lo que es morir, dejar a tu hija sola, tullida, y que este par de ancianos te sobreviva.

—Me pidió que los disculpáramos, que no creía que los nervios de Francisco fueran a resistir la misa y que no van a poder venir. Me dijo que te diéramos un beso.

Como si yo lo necesitara.

—¡Anda que las cosas que le dices a la chiquilla! Encima del disgusto que tiene… —dice mi abuelo como si hubiera inventado un aparato para medir la tristeza de los demás y supiera con seis decimales el grado de la mía.

Mientras la discusión sobre el debiste-no debiste decir continúa, yo me dedico a hacer un catálogo mental de todas las quejas sobre mis abuelos que voy a hacerle a Felipe en cuanto nos quedemos a solas. Pero lo dejo a medias porque sé que él no me va a dar la oportunidad de que lo termine. Claro, su familia es mucho peor que la mía. Todos, hasta su hermana —puesto que el proceso degenerativo todavía no le ha afectado a la cabeza—, se burlan de su nueva fe y de su mojigatería y lo mortifican con sus burlas. Y pienso responderle que no se queje, que está de suerte porque esos martirios seguro que le convalidan algún crédito en su Doctorado en Dolores y Tormentos.

—Hija, ¿y te duele mucho el brazo? —dice mi abuela.

Todavía no ha entendido que las partes del cuerpo que ya no existen, no duelen, aunque a ella le duela cada parte del cuerpo del hijo que ya no tiene.

—De muñón para abajo, nada —le contesto.

—Qué bien, cariño —dice.

No entiendo por qué, pese a todo, la quiero tanto.

—Tina, tu abuela y yo estamos pensando en llevarnos las cenizas de tu padre a nuestra casa —dice mi abuelo, que acaba de despachar su café con un sorbo demasiado sonoro.

Felipe me da una patada por debajo de la mesa.

—¿Qué hacen aquí tan lejos? —sigue—. Por más que estén con tu tía y su familia, no tiene sentido.

Como si nada de lo que hace él lo tuviera.

—Perdón si me meto donde no me llaman —dice Felipe, que sigue obsesionado con su plan—, pero yo creo que las cenizas pertenecen al lugar donde se produjo el fallecimiento. Como cualquiera de nosotros, su hijo no era propietario de su vida y Dios le pidió que se la devolviera. Si se lo pidió aquí, por algo sería.

Nadie entiende la teoría de mi amigo.

—Y su hijo murió en esta carretera por la que han llegado ustedes. Aquí fue donde le devolvió su vida a Dios.

Mi abuela se echa a llorar. Su tristeza siempre consigue pelar los cabos de mis nervios.

—Eso hace que las cenizas deban quedarse aquí. No pueden llevárselas.

Mi abuelo crucifica con la mirada a Obrador. Ya buscará luego un motivo para descargar su indignación sobre alguno de nosotros. Ahora solo hace un gesto en el aire y da un silbido. No hay propina.

 

El mismo día en el que Felipe piensa ejecutar su plan muñón, hay una fiesta en la parroquia. Durante mucho tiempo, nadie baila, solo estamos sentados en círculo bebiendo refrescos y comiendo ganchitos. Pero eso es solo hasta que mi prima echa mano de un licor de manzana que tiene escondido y que, mezclado en una proporción adecuada con nuestra bebida, no solo la hace más dulce sino que te lleva directo al territorio de la magia.

—Cuando era pequeña —dice—, yo pensaba que la luna nos seguía cuando íbamos en coche por la carretera.

¿Si la luna nos hubiera seguido mi padre habría visto la curva y no se la hubiera comido a 120 km/h?

Algunos de los chicos también habían pensado lo de la luna de pequeños, otros eran de los que espiaban a sus muñecos para ver si se movían cuando ellos no estaban o de los que se habían tirado desde algún murete con una bolsa del súper como paracaídas.

—¡Yo tengo una muy graciosa! —digo—. Cuando era niña, pensaba que mantener relaciones sexuales era sentarse frente a frente y fumar cigarrillos largos y finos con boquillas de marfil.

Felipe se ríe. Me doy cuenta de que su risa es demasiado franca y generosa para lo tímida que es su sonrisa. Luego mira la mano que tengo apoyada en el regazo. La que se fue era mi favorita, era más fina y las uñas me crecían en la dirección correcta. Además, tenía una muñeca encantadora para llevar relojes y brazaletes de purpurina, aunque en realidad nunca he tenido ninguna de las dos cosas.

Mi amigo se acerca a mí y me toma de la mano para sacarme a bailar. Yo me encajo en el espacio que encuentro entre sus brazos. Uno se apoya en mi hombro izquierdo y el otro se agarra a mi mano derecha. Al lado de sus costillas, cuelga la nada que sale de la manga de mi vestido de verano y, desde algún bote de formol lejano, mi mano izquierda añora el calor de su cintura. No lo he dicho todavía, pero Felipe es alto y un poco guapo y fuerte y, por primera vez desde que he llegado, percibo un calorcito agradable en mi torso porque lo noto muy cerca. Lo miro a los ojos y no me importa acercar mi cara a la de él y dejar descansar mi mejilla en la suya. Nos movemos bien, somos capaces de ir a la par y tengo ensoñaciones que no reconocería ni bajo tortura. Siento su aliento en la oreja, me dice algo que no entiendo y el corazón me da un vuelco. Le pido que me repita lo que ha dicho y él me susurra si he traído las cenizas. ¿Le respondo? No. Mi cabeza se desploma sobre su hombro. Sin embargo, Felipe sabe que sí las he traído y me lleva bailando hacia la sacristía, donde he dejado la urna. Y por primera vez en mucho tiempo, consigo dibujar de manera definida la cara de mi padre. Entre la mesa sacramental y la cruz de madera, sus rasgos encajan en lo que fueron un día y yo trato de grabarlos en mi cabeza porque sé que puede llegar el momento en el que no los recuerde más. Seguimos bailando al ritmo de una canción antigua que yo canto para mí, moviendo solo la boca sin que salga nada más que mi propio aliento agotado.

Cuando la canción termina, me siento en el pequeño sillón que hay al lado de la puerta. Felipe la empuja con un pie y nos quedamos casi a oscuras. La música no se oye bien, y tampoco es que me interese mucho la siguiente canción, pero finjo que pongo todos mis sentidos en ella porque no quiero prestar atención a lo que está haciendo mi amigo. Pese a todo, soy incapaz de apartar mi vista de él: está rodeando la urna de los restos de mi padre con las manos.

—Es curioso —me dice sin volver la cabeza hacia donde yo estoy.

—¿El qué?

—Es curioso que el mundo no esté dentro de nada —dice—. Tu padre está dentro de este cacharro, nosotros estamos dentro de esta parroquia, los bebés dentro del vientre de las madres, los gusanos en sus capullos, los pájaros dentro de sus huevos… Pero el mundo, el mundo no está dentro de nada.

Esto que acabo de oír hace que el corazón que está dentro de mi pecho golpee algo más rápido, aunque también me consuela saber que mi padre está en algún sitio diferente de la profunda y siniestra oscuridad de lo que no existe. Felipe abre la vasija y mi pulso se acelera todavía más.

Por la ventana abierta entran algunas moscas. Le pido que cierre la urna, le digo que no quiero que esos bichos rocen con sus patas asquerosas lo que fue mi padre. Él las espanta a manotazos, pero dan una vuelta al aire de la sacristía y vuelven al lugar del que fueron expulsadas. Me levanto asustada y voy a interponerme entre las cenizas y las moscas. Doy puñados frenéticos al aire, salto para alcanzar a esas enanas hijas de puta, bato mi brazo de izquierda a derecha, jadeo… Caigo en la cuenta de que necesito otra mano para aplastarlas. Y solo encuentro a Felipe al otro lado de todo esto. Le pido que salte conmigo, que me choque los cinco fuerte y repetidamente y le grito que cuanta más cantidad de moscas medie entre mi mano y la suya, mejor. Los dos empezamos a saltar fervorosamente y a cada salto mis ojos entregan varias lágrimas. Para cuando la falta de resuello nos hace derrumbarnos en el suelo, ya lloro como una niña. De manera borrosa, veo como Felipe se levanta. Por la expresión que adivino en su cara, imagino lo que está pasando por su cabeza: que las greñas le tapan los ojos, que la luz que sale de su corazón irradia a través de su camisa vaquera, que podría quitarse la ropa para que yo viera cómo sus heridas sangran de amor y de compasión por mí. Se dirige a la urna con ceremoniosidad y, antes de meter los dedos en ella, suelta las palabras que seguro que ya tenía pensadas:

—No hay milagro que no haría por ti, Tina.

Busco en mi cabeza algo que responder, pero Felipe acaba de pasar a la acción y se ha puesto un montoncito de cenizas en la mano. Viene hacia mí, pero no puedo verlo con claridad porque estoy llorando desconsoladamente y en lo único que puedo pensar es en encontrar una manera elegante e invisible de limpiarme los mocos. Pero no hay nada que Obrador no pueda hacer: se saca un pañuelo del bolsillo con la mano libre y me limpia la cara. Después, hunde dos dedos en las cenizas y empieza a hacer la señal de la cruz en mi muñón con mucha cautela, como si ese pellejo replegado sobre sí mismo estuviera hecho del tejido de un ala de mariposa. Cuando termina, lo observa con devoción. Luego mira mis ojos irritados y acerca la cara. Creo que va a besarme y todo mi cuerpo lo nota, pero lo que hace Obrador es coger mi medio brazo izquierdo, llevárselo a la boca y besar la cruz de ceniza piadosamente. En este momento, me convierto en un hormiguero en el que acaba de producirse una sacudida: el epicentro está en mi estómago, se trata de una violenta comezón a la que acabo de encontrarle un nombre. Se llama miedo. Y hay algunas cosas que estoy averiguando sobre él: no es un miedo a los coches ni a las carreteras, a que mi cuerpo quede más incompleto de lo que ya está o a que nadie vaya a quererme porque tengo taras; no es miedo a que desaparezca también mi madre o mis abuelos o Felipe, o a que mi tía ya no quiera acogerme ningún verano más. Ni siquiera es miedo a mi propia muerte. Este miedo es más simple, pero también mucho más aterrador: es el miedo a que, ahora que por fin he empezado, no sea capaz de dejar de llorar.

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