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Un territorio demasiado humano

Un territorio demasiado humano

Manuel Calderón rinde un hermosísimo homenaje a uno de los no-lugares más importante en la infancia de tantos y tantos niños: el descampado. Por este relato no sólo transitan sus propios recuerdos de niñez, sino los de quienes vivieron en esos eriales momentos fundamentales en su vida, como Camus, que jugó al fútbol a las afueras de Argel, o Pasolini, que apareció muerto en uno de esos descampados.

En este making of, Manuel Calderón narra la gestación de Descampados (Tusquets).

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“Esta es una tierra sin memoria”. Así empieza Descampados. Líneas después, me doy cuenta de que pese a recordar —del latín recordis, volver a pasar por el corazón—, nunca fui tan feliz —o inconsciente, o libre, o salvaje— como en aquellos eriales de mi niñez. La memoria no sólo es selectiva, sino que prefiere elegir las desgracias porque sólo el dolor nos parece verdadero. Como si ir tirando con alegría y agradecimiento fuese poco sofisticado. El descampado, esa ruina que no acaba de destruirse y que nunca deja de ser una tierra devastada, acabó siendo nuestro jardín comunitario, límite y frontera, y ahí, en ese solar de luz blanca y pura, construir unas vidas más dignas de lo que presumían aquellos que nos miraban con compasión desde la lejanía.

Sigamos, pues, sin drama.

"Al fondo estaba la construcción de una identidad, que es un tema que durante el tiempo de escritura del libro lo invadió todo. Tanto en las identidades nacionales como en las personales"

Fui escribiendo este libro como si él mismo fuese un descampado, sin principio ni fin, un lugar en el que arrojar palabras que no encuentran una historia donde existir. Es una manera cómoda de escribir, libre, sin ataduras argumentales, sin necesidad de imaginar, de convertir lo imposible en verosímil, sin elegir un género o, en todo caso, haciéndolo desde esa frontera distante en la que las emociones deben ser depuradas hasta convertirse en una idea fría, como piedras calladas. Huir, sobre todo, de un estilo que podría llamarse  “patetismo de suburbio”.

Pero también es una forma arriesgada de escribir —por supuesto, inconsciente del peligro—, porque puede acabar formando un conjunto de pequeñas piezas que nunca encajan del todo —un “trencadís”—, y en ese mosaico de desechos, construir un mundo soportable, incluso bello. O no. Porque el otro riesgo es el de alicatar la memoria, con sus juntas perfectamente encajadas y ordenadas, y así sucumbir al peor de los narcóticos, tal y como lo vio Benjamin: “Pretender mostrar las cosas como realmente han sido”.

Al fondo estaba la construcción de una identidad, que es un tema que durante el tiempo de escritura del libro lo invadió todo. Tanto en las identidades nacionales como en las personales. Tener o no identidad —colectiva o individual— suponía a la vez tener razón e historia  y  una vida con sentido. No bastaba con ser, sino que había, además, que pertenecer a un lugar, a una tierra prometida o a un colectivo de humillados. Ser diferentes. Pero, ¿y los otros? ¿Dónde están los que nunca están? Lo que sobra, nunca cuenta. Es una suerte no tener identidad precisa —ni desearla—, si es que es posible, o que no merezca ser redimida.

"He querido seguir esas voces que todavía perduraban en la memoria familiar y en aquella ciudad que fue la mía antes de que se conviertan en un grandioso museo de cosas muertas"

Desde ese vacío, desde ese no lugar que es el descampado, fui escribiendo con desorden, pero con constancia, hasta que acabaron formando este libro como un lugar —eso espero— habitable. Los hechos que narro forman una educación sentimental, discreta y un punto soberbia: sucesos familiares de unos recién llegados a Barcelona en 1970, la soledad, el descubrimiento de una ciudad, la luz oscura de la modernidad —aunque esa palabra no existía entonces—, algún debate filosófico en mi facultad, la extrañeza ante las monstruosas formas amébicas, acéfalas, del nacionalismo; la amistad y, al final, la muerte. El único límite. Y, sobre todo, un ejercicio literario por retener el paraíso de la infancia como mayor conquista creativa. El único privilegio al que puede aspirarse.

El ladrón de bicicletas, su luz limpia y esperanzadora, anticipó ese territorio moral demasiado humano. Incluso de luz franciscana. Italo Calvino escribió que entonces se produjo el momento “menos contaminado y más prometedor del cine”. Así empezaba de nuevo la creación del mundo: “Aquí tenemos un árbol, aquí un anciano, una casa, un hombre comiendo, un hombre durmiendo, un hombre llorando”.

He querido seguir esas voces que todavía perduraban en la memoria familiar y en aquella ciudad que fue la mía antes de que se conviertan en un grandioso museo de cosas muertas.

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Autor: Manuel Calderón. Título: Descampados. Editorial: Tusquets. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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