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Una novela que levantará ampollas

Jorge Fernández Díaz. Crédito de la foto: Vera Rosemberg / La Nación

Cocina de la novela La traición (Planeta), que acaba de ser publicada en la Argentina, que marca el regreso de Remil y que aparecerá en abril en España 

En el aeropuerto de Orly, a punto de tomar un avión a Sevilla, imaginé la escena completa. Un sacerdote salesiano, amigo y antiguo colaborador del papa Francisco, contacta a dos agentes de Inteligencia y les cuenta su gran angustia y desvelo. En la Argentina reciente todos juegan irresponsablemente a la glorificación de los 70, a la nueva “resistencia peronista” y a la revolución contra una dictadura imaginaria, y parece que alguien se tomó la ficción demasiado en serio y está a punto de desatar una tragedia de proporciones. Ese personaje, un exguerrillero devenido “referente social”, ha sido varias veces recibido por el Santo Padre en Roma, y el intrigante amigo de Bergoglio teme que termine manchándole la sotana. “A veces los grandes hombres deben ser protegidos de sí mismos”, afirma refiriéndose al Santo Padre, que es proclive a tener compañías peligrosas, confraternizar con sospechosos y bendecirles rosarios a sujetos de dudosa moral. Financiados por un sindicalista millonario y muy pío, los espías actuarán entonces “al servicio secreto de Su Santidad”, aunque nunca sabrán si quien ocupa el trono de Pedro está o no al tanto de la movida. Y esta enigmática misión servirá como punto de partida para una nueva aventura de Remil, el protagonista de El puñal y La herida.

"Pérez-Reverte había leído en Buenos Aires el original de El puñal, y para que no cayera en manos enemigas ni fuera plagiado, un día antes de partir a Madrid lo mojó en la bañera de su cuarto del hotel Alvear"

Parecía una idea límpida y estimulante, y se la conté a Arturo Pérez-Reverte en la terraza de Las Teresas, el non plus ultra de las tabernas sevillanas. Yo provenía de Francia, donde viví dos meses becado por el Mozarteum Argentino con el objeto de buscar locaciones y tomar notas para una novela y un ensayo. Mi mujer y yo nos hospedábamos en un atelier de la Cité des Arts, frente al Sena; desayunaba cada día con ella en la Île Saint-Louis y llevaba un minucioso diario titulado París nunca se acaba, frase que por supuesto pertenece a Ernest Hemingway. Mientras esa provechosa experiencia transcurría, la Argentina acusaba su enésimo accidente macroeconómico, todo parecía estallar, kirchneristas destituyentes echaban leña al fuego y apostaban al helicóptero y, a la distancia, el gobierno de coalición parecía correr el riesgo de repetir la tragedia de siempre: no acabar su mandato institucional y consagrar así para toda la eternidad el lugar común de que “solo el peronismo puede gobernar”, la perversa y anhelada condena a vivir bajo el régimen de partido único.

Arturo, con quien mantengo una entrañable hermandad desde hace más de 25 años, me había pedido que disertara —como escritor e hijo de inmigrantes— en el coloquio “España”, que él mismo organizaba en Sevilla, y al que asistirían intelectuales y políticos de gran valía. Así que volamos unos días a ese paraíso de callejuelas y edificios históricos, pasamos tres jornadas tomando apuntes en un patio andaluz y todas las noches cenamos con el padre del capitán Alatriste. Le expliqué entonces dos cosas que me llamaban mucho la atención: la poca influencia que ejercía en Europa la figura de Bergoglio, y la profunda ignorancia que la opinión pública y los medios de comunicación del Viejo Continente tenían acerca de la intensa actividad política que desarrollaba en su patria. “Puerta de Hierro queda en Santa Marta”, dice Cálgaris, el jefe de Remil, aludiendo a las venenosas maniobras que también perpetraba el general Perón desde lejos. Pérez-Reverte había leído en Buenos Aires el original de El puñal, y para que no cayera en manos enemigas ni fuera plagiado, un día antes de partir a Madrid lo mojó en la bañera de su cuarto del hotel Alvear, destrozó las páginas hasta dejarlas irreconocibles y las hizo desaparecer, siguiendo los procedimientos de los agentes secretos de la Guerra Fría. Falcó, su espía franquista, es primo hermano de Remil, y acabará sus días en ese mismo hotel porteño, y desayunará cada mañana —como Arturo ha hecho durante casi tres décadas— en una mesa soleada de La Biela. Sin embargo, a diferencia del irresistible mercenario creado por Pérez-Revete, el ex combatiente de Malvinas y brazo armado de la Casita (una agencia paralela de la ex SIDE y de la AFI) se mueve en la trastienda de la política actual y su autor asume conscientemente que sus particulares andanzas se sirven de su propio oficio de articulista en tiempos de batalla cultural: las novelas de Remil son el reverso de mi tarea como columnista. Al igual que otras veces, cuento con ficción lo que no puedo narrar con los instrumentos del periodismo, y aunque todos los personajes y todas las situaciones son inventados, también es cierto que están hechos del material de la realidad pura e indecible. Se verá que, en La traición, ese procedimiento es llevado hasta sus últimas consecuencias: esta vez Remil hace equilibrio directamente sobre el filo peligrosísimo de la actualidad.

Jorge Fernández Díaz. Crédito de la foto: Vera Rosemberg / La Nación

"Los críticos franceses suelen considerar la novela negra, de larga tradición en su país, un género mayor"

Regresamos a Europa al año siguiente para presentar La herida en España, con Pérez-Reverte como lujoso maestro de ceremonias y la agradable sorpresa de que había en la comunidad periodística española muchos fans de Remil: “Un espía tan infame como adorado”, tituló El País de Madrid. También cruzamos a París a presentar Le gardien de la Joconde (El puñal), que resultó finalista del Gran Premio de Literatura Policial de Francia y del Festival Violeta Negra de Toulouse. Los críticos franceses suelen considerar la novela negra, de larga tradición en su país, un género mayor. Ellos entendieron profundamente, quizá mejor que otros, lo que significaba crear una saga policial con un criminal de Estado, en un país donde el propio Borges sugería que los detectives quijotescos, los comisarios abnegados, lamentablemente carecían de verosimilitud. El gran desafío al desplegar las andanzas de Remil siempre consistió en que el lector abominara de sus acciones y aun así se pusiera de su parte. “Remil es un héroe endiabladamente seductor”, sintetizó Karen Lajon, en Le Journal du Dimanche. A diferencia de las peripecias de otros espías de ficción, estas se inscriben en el rubro “espionaje político”, y en un país profundamente endogámico y corrompido, donde las batallas no suelen darse entre buenos y malos, sino entre malos y peores.

"La tercera novela debía ser un friso trepidante donde hubiera conjuras, crímenes, persecuciones, traiciones e hipocresía, con sotanas y libros rojos"

Mientras pasaba el tiempo algo, sin embargo, no terminaba de cuajar en aquella ocurrencia que le había sintetizado a Pérez-Reverte en Las Teresas. Es que la historia sobre la que yo quería imprimir aquella misión vaticana se movía al compás de las terroríficas novedades de la coyuntura, y el Papa actuaba decididamente como el jefe e ideólogo de la oposición en sombras, a favor de unir al peronismo para que éste extirpara por fin el “mal” de la Argentina. Esa nueva santa alianza, que resultó triunfante y gobierna hoy nuestro país, no solo incluía a rancios peronistas que se odiaban entre sí, sino también a gremialistas corruptos, marginales de diverso pelaje, obispos con camiseta partidaria, y sobre todo a progresistas de doble moral y a setentistas que no se habían arrepentido de nada. Tardé, porque soy un poco lerdo, en comprender que La traición debía ampliar entonces la mira y mostrar dramáticamente esa galería de fenómenos y enajenaciones. Que la tercera novela debía ser un friso trepidante donde hubiera conjuras, crímenes, persecuciones, traiciones e hipocresía, con sotanas y libros rojos, y con dirigentes de centroizquierda que se han pasado años siendo adalides de la democracia y la transparencia, hasta que de pronto se pliegan a un proyecto conducido por corruptos y autoritarios. Y, por supuesto, con ex revolucionarios, que en su momento practicaron la metodología del crimen político y hoy obtienen tratamiento de “héroes”, celebran el Día del Montonero, se niegan a recordar en la Legislatura bonaerense a José Ignacio Rucci (a quien asesinaron), son reivindicados por los organismos de derechos humanos y jamás les han pedido perdón a sus víctimas inocentes. El “coronel” Cálgaris lo dirá a su modo: “Los discursos públicos no son inocuos, calan en la gente: hace quince años que les hacen homenajes y documentales laudatorios, y que se les enseña a los pibes en las escuelas que la «juventud maravillosa» luchaba por la democracia—. La risa le arranca flema y tose en un pañuelo—. La democracia, qué gracioso. Imaginate que los colegios españoles e italianos glorificaran la lucha de ETA o de las Brigadas Rojas, y batieran el parche y los blanquearan, y les dieran la razón. La razón histórica”.

La novela sale a la venta ahora en Argentina y en abril en España.

"La literatura siempre fue un refugio ante las inclemencias de la vida, y yo necesitaba refugiarme"

Confieso que mientras avanzaba con la trama pesaban sobre ella mis frías relecturas de los llamados “pensadores nacionales” y también las apasionantes crónicas revisionistas de los 70, que jóvenes y valientes historiadores vienen realizando a contracorriente: aquella trágica generación ha pretendido transformarse en nuestra gendarmería moral e ideológica, y ha logrado colonizar buena parte del llamado “progresismo” vernáculo, que sin rescatar la lucha armada (bueno sería) defiende no obstante sus “ideales”, aun cuando ellos consistían en crear una “dictadura popular” y un consecuente baño de sangre en la Argentina. También releí extensamente los libros más políticos de Stefan Zweig, porque necesitaba recordar que la estupidez, el malentendido, la codicia y la maldad forman una amalgama imbatible en las bambalinas del poder. Tuve que dejar, sin embargo, esas lecturas cuando llegó el Covid-19 y una tarde llamó a mi casa mi editor, Nacho Iraola. Su intención era clara: incentivarme para que escribiera durante la cuarentena este controversial periplo de Remil. No pude rechazar la propuesta. La literatura siempre fue un refugio ante las inclemencias de la vida, y yo necesitaba refugiarme. Así que puse manos a la obra. Convertí mi casa en un estudio de radio, en una redacción, en un gimnasio y también en un escritorio donde intentaría darle una vuelta de tuerca a la serie: pretendía una novela más concentrada y compacta, y que a la vez corriera por el mismísimo andarivel de las noticias candentes. Remil, en anteriores novelas, había estado involucrado en guetos de narcotráfico y luego en un cerrado feudo patagónico, pero ahora debía emerger a la luz del día y moverse en el terreno minado del presente periodístico, y casi en tiempo real. Lo primero me llevó a las novelas de George Simenon: leí ocho de ellas para estudiar el misterio de su brevedad y densidad dramática. Recordamos las historias de Maigret como novelas medianas, y sin embargo se trata de historias relativamente cortas. ¿Cómo consigue eso? Yo quería una novela mediana que tuviera la intensidad de una novela extensa. ¿Lo conseguiría? Paralelamente, debía mantener la tensión, la acción violenta, las conspiraciones, las pesquisas y una serie de sorpresivas vueltas de tuerca que suelen funcionar cuando se las ubica en lugares lejanos o recónditos, pero que esta vez debían aplicarse a un terreno abierto, casi público, con lo que se hacía muy difícil congeniar espectacularidad y emoción con realismo seco. Esa tensión me quitó el sueño muchas veces. A las dos de la mañana me tiraba de la cama y modificaba el guion original para hacerlo más creíble, reescribía febrilmente algunas partes, y no menos de cuatro veces salí de mi cuarto y, completamente derrotado, le dije a mi mujer, Verónica Chiaravalli, que el argumento fallaba y que la novela entera era un naufragio. Ella, lectora erudita y voraz, y alguna vez cultora entusiasta de los astutos argumentos de Poirot y Marple, se las ingenió para calmarme y para discutir conmigo los puntos irresolubles, y para ofrecerme salidas al laberinto policial en el que yo mismo me había metido. El doctor Daniel López Rosetti me sacó de otros apuros: recogió con simpatía mis insólitos pedidos, los estudió y me dio ideas médicas sobre balazos y venenos. El historiador Diego Arguindegui corrigió errores técnicos y buscó contradicciones como si se tratara directamente de un libro de historia. Un especialista en Seguridad y Defensa discutió conmigo algunos puntos esenciales y sobre todo su hipótesis de conflicto, y un profesor de Inteligencia se leyó el original en una noche, y me dijo que hasta para un experto en la materia todo lo que sucedía en La traición era plausible.

Esta novela, llena de mujeres brillantes e inasibles, aspira al suspenso electrizante, pero no elude la polémica política. Se mete con algunas “vacas sagradas” y yo mismo no me hubiera atrevido a escribirla hace quince o veinte años, cuando todavía no era un escritor político y pesaba sobre mí una serie de supersticiones ideológicas, que tienen colonizada todavía la mente de muchos mis colegas. Mi representante literaria, María Lynch, que vive en Barcelona, la devoró también en dos noches, y me dijo: “Levantará ampollas”. Tal vez sea inevitable y necesario que así ocurra.

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*Artículo publicado en el diario La Nación de Buenos Aires

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