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Ese odio visceral en tus ojos

Cada día cada cual se lleva a casa su propia cruz. De las vicisitudes del ruidoso desalojo de Guernica, uno de los fiscales se llevó a su hogar y a su insomnio el odio visceral de aquellos ojos. No se trataba de un rencor violento nacido de los mafiosos de la toma que se quedaban sin el yeite, ni de los inocentes menesterosos que en su desesperación les creyeron, ni siquiera de los militantes embozados que en la calle periférica los esperaban más tarde con una granizada de balines de metal, facas y fierros. Los ojos del odio visceral pertenecían a estudiantes de universidades y colegios de elite que se encontraban en la mismísima toma, acompañando a los usurpadores. El fiscal no milita en ningún partido ni profesa admiración por la doctrina abolicionista de Zaffaroni; es un demócrata y un legalista absoluto de mediana edad. Y admite incluso que el levantamiento de la toma (no la posterior refriega) fue realizado de manera impecable. La orden del juez consistía en usar la fuerza, pero en forma racional: hubo negociaciones previas para que no sufrieran las familias con niños ni las personas enfermas, y el pelotón de policías fue obligado a dejar sus pistolas reglamentarias en la Escuela Vucetich, y a usar escopetas sólo con munición de estruendo y humo atóxico que simulaba gas lacrimógeno. Todo era de mentira, salvo los escudos. Jamás se debió llegar a esto; un gobierno serio planifica una entrega de tierras, la convalida con una ley y no cae en todas estas chapucerías: alentar la ilegalidad, acompañar a los punteros, permitir que se perpetre el delito y que sirva para su imitación, indemnizar a los ocupantes ilegales, y finalmente, enviarles a las fuerzas de seguridad para sacarlos carpiendo. Así y todo, nobleza obliga: el procedimiento fue cuidadoso y correcto, y la mayoría de los ocupas se retiró del predio sin incidentes ni violencias. El fiscal, sin embargo, quedó impresionado por esos estudiantes de clase media acomodada que miraban con ira sin límites y resentimiento profundo a jóvenes policías que no los agredían, pero que parecían encarnar para ellos directamente a Camps o a Videla. “Me hizo acordar a otras épocas, donde jóvenes civiles odiaban a otros jóvenes de uniforme —les confesó el fiscal a sus amigos, aludiendo a los infaustos ‘70—. Me fui con un dejo de tristeza enorme”. Todos se preguntaron entonces lo mismo: ¿qué aprenden en los colegios y en las facultades? ¿Qué les están enseñando en las aulas y en algunos hogares a los chicos? Pero se trata en verdad de una pregunta retórica. Sabemos muy bien que existe desde hace quince años una glorificación de aquella “juventud maravillosa” que practicó el crimen político y que jamás le pidió perdón a sus víctimas: no concordamos con la armas pero sí con los ideales, y somos herederos de ellos, transmite esta nueva pedagogía que institucionalizó el Estado kirchnerista, consolidaron los medios públicos (donde los exguerrilleros son tratados como héroes), y adoptó el mundo de la enseñanza, donde se los presenta como luchadores por la democracia, cuando en realidad querían instalar a sangre y fuego una “dictadura popular”. Son precisamente los ideales los que requieren las armas, y no al revés. Puesto que los ideales eran y siguen siendo totalitarios. El despertar de este monstruo se lo debemos a Néstor Kirchner, un señor feudal sin ideología que pretendía adoptar un discurso progre pensando acertadamente que “la izquierda da fueros”: la mayoría de los actores, escritores e intelectuales adscribe a alguna forma de esta falsa progresía, y tiende a perdonar errores del palo (como la venalidad) y a militar sus ocurrencias más absurdas, como si de pronto les hubieran sorbido los sesos. Esta peligrosa “setentización” no está exenta de frivolidad: asimila automáticamente a la policía y a los militares actuales con aquellos seres siniestros que practicaron el terrorismo de Estado.

"Chantajeados por ese sambenito y deseosos de que los genocidas fueran juzgados, muchos argentinos de mi generación nos abstuvimos de criticar a los setentistas"

Se trata, no obstante, del último tramo de una narrativa en cadena, que comenzó en los 50 de la mano de John William Cooke, quien pretendía unir ideológicamente a Perón con Fidel. Otros grandes escritores marxistas (Hernández Arregui, Puiggrós) se le unieron en esa reescritura fantástica del peronismo: lo convirtieron en “socialismo nacional”, transformaron al General en un comunista agazapado y a Evita en una feminista y en una revolucionaria. Cuando Perón regresó al país y ordenó la cacería de los “muchachos”, uno de los principales dirigentes de Montoneros dijo: “Este no es el Perón que inventamos”. El justicialismo que venía a fundar la Patria Socialista y a unir nacionalismo con revolución cubana fue realizado muchos años después por los chavistas, con los resultados conocidos.

A toda esta ficción argumental de la izquierda peronista, con fuerte arraigo en las clases medias y en sectores ilustrados, se añadió una serie de operaciones de la posdictadura: entonces no se podía cuestionar este proyecto ni los horrores perpetrados por los “revolucionarios”, puesto que eso implicaba caer en la “teoría de los dos demonios”. Chantajeados por ese sambenito y deseosos de que los genocidas fueran juzgados, muchos argentinos de mi generación nos abstuvimos de criticar a los setentistas. Que por diferentes métodos lograron dominar el establishment cultural y realizar —una verdadera aberración— las purgas de las Fuerzas Armadas. Se creó durante esos años una novela sin matices de malos y buenos, y los setentistas usufructuaron su rol de víctima para romantizar sus homicidios y jerarquizar su fascismo de izquierda (Sebreli dixit). Muchos de ellos habían realizado internamente una autocrítica y se habían convertido a la democracia e incluso a la república: eran adalides de la división de poderes y críticos de la corrupción; hoy cuestionan los valores de la Revolución Francesa y consideran que la transparencia es “una preocupación de las señoras gordas de Recoleta” (sic). El kirchnerismo les aplicó la droga del regresismo, y los devolvió a sus rústicas creencias juveniles. Que transmiten a sus hijos, a sus alumnos o a sus lectores.

"El lavado de cerebro continúa y los ojos se tiñen una y otra vez de ese viejo odio visceral"

Este gran relato hegemónico se nutre del eficaz argumentario de Jauretche, del revisionismo histórico redivivo y de diversas voces culposas del progresismo gourmet. Se trata de una narrativa aluvional y despareja, donde conviven caudillos federales con pobristas vaticanos y marxistas leninistas, sin olvidar por supuesto a los modélicos Hugo Moyano y Gildo Insfrán. Esa pléyade de paladines de la nacionalidad no solo ha deformado la historia y ha resucitado credos autoritarios, sino que también ha creado una visión endogámica y añeja de la economía y del mundo, e instalado un sentido común en sectores ajenos al peronismo y a la izquierda. Construyeron una exitosa cárcel mental, y su parábola de crecimiento coincide exactamente con nuestra curva de decadencia.

Horacio González le advirtió hace unos meses a Alberto Fernández que no debía olvidar a Cooke. El Presidente cree que muchas de estas supersticiones inducidas son anacronismos y que Néstor cometió una equivocación al fogonear el nacimiento de los neosetentistas. Todas estas facciones, que fueron esenciales para desgastar al gobierno anterior, corroen ahora al propio oficialismo, que está balcanizado. Mientras tanto, el lavado de cerebro continúa y los ojos se tiñen una y otra vez de ese viejo odio visceral. Una turbia pulsión está de nuevo viva y en fermento. Marx decía que la historia se daba primero como tragedia y luego como farsa. Pero una apología sistemática e irresponsable puede devolvernos a la tragedia.

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*Artículo publicado en el diario La Nación de Buenos Aires

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