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Vandalismo renacentista

Cinco siglos atrás: noviembre de 1520. El Renacimiento despega, aunque aún no ha alcanzado la velocidad de crucero necesaria. Meses antes, un portugués medio loco ha intentado que la corte española le financie su última excentricidad: conseguir lo que no consiguió Colón, es decir, alcanzar las Indias por una ruta alternativa al camino del Índico. Se hace llamar Fernando de Magallanes, castellanizando su nombre, y, como suele ocurrir con todos los prodigios de la humanidad, la locura terminó convirtiéndose en hazaña. Meses después de que el rey Carlos aceptara financiar la demencia, la expedición de Magallanes se dirige allí donde la racionalidad sugiere: hacia el más absoluto fracaso. Tras varias semanas de bordear la costa de Sudamérica en dirección sur, de remontar varios ríos creyendo encontrar el paso a las Indias, las fuerzas se agotan. Surgen motines, ruedan cabezas. La enfermedad y el hambre han sustituido la pasión y la euforia iniciales. Las condiciones atmosféricas se asemejan a las que deben darse en el infierno: lluvias torrenciales, frío helador, olas de varios metros, vientos huracanados. Entonces, ese noviembre con el que comenzaba el texto, Magallanes encuentra un último paso. Es angosto, les acompaña el hielo y la muerte, pero deciden penetrar en él como última posibilidad de alcanzar la gloria.

En ese instante, con las embarcaciones al mando de Magallanes cruzando el estrecho que ya para siempre será homónimo, el auge del Renacimiento ha alcanzado su peldaño definitivo. Por fin el globo se conecta, por fin el mundo se reconoce completo. Magallanes perecerá en una isla filipina, y será Elcano quien complete la mayor hazaña de su tiempo. El mundo entero asiste, inconscientemente, a un cambio de época. Los límites de cada región se esfuman, la universalidad se establece. Hay un antes y un después tras aquel día de noviembre en que Magallanes encontró el paso al Pacífico.

Magallanes es el sexto en la fila de conquistadores que se aúpan con esmero por la piedra rosada de Leiria, en el monumento a los Descubrimientos que se levanta en Belém, junto al Tajo. El monumento en cuestión es una de las muchas atracciones turísticas sobre las que cientos de visitantes se agolpan cada día allá en Lisboa. Enrique el Navegante, Vasco de Gama o Alfonso V son otros de los que en el homenaje se dan cita. Personajes que ampliaron los límites del mundo, que cambiaron las reglas del pensamiento, que llevaron al extremo la máxima renacentista: todo, hasta los límites de tu mundo, es cuestionable. Este monumento ha aparecido con una pintada de varios metros recientemente: «Navegando a ciegas por dinero, la humanidad se está ahogando en un mar de escarlata», reza el grafiti. Un acto más dentro de la cadena revisionista que persigue acabar con los méritos de aquellos personajes históricos, en pos de sus deméritos, ponderados por una turba incólume. Una historia sin avances, una historia donde sólo tiene cabida aquello que nos dé rédito político en el presente. Una historia sin grises. Una historia sin historia.

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