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Verde, que yo te quiero verde

Verde, que yo te quiero verde

El niño apoyó su cabeza, de pipa única y molida, sobre el caparazón rugoso y escarpado del árbol viejo, milenario: una semilla fosilizada por la sangre, que recorría, de arriba abajo, desde el parietal izquierdo hasta el pabellón del oído, su testa verde de aceituna.

Verde que te quiero verde,
verde viento verdes ramas…

Y por la forma de pipeta, en abanico abierto, con la que maceraron sus orejas de soplillo, ¡qué fácil era darles pellizcos a las que, al contraluz húmedo del cielo abierto, brillaban con el óleo que por el arco les caía!

… el barco sobre la mar

el caballo en la montaña.

Porque, por tener cara de luna, Manuelillo sufría. Porque Manuel estaba alunado desde el instante en que, a la Matilde, su madre, se le escurrió del mandil que abrigaba el enfaldo de la que, como los conejos, cría en tierra porque no tiene dónde criar ni con quién dejar  a lo que, año tras año, al mundo viene solo: cuatro ajobos en cuclillas y al terruño negro se desploma otro; otro que no es buscado pero que mana del arregosto del chingoteo de los pobres, que no tienen más afán ni vicio que ése —si acaso el del vino tinto o una tajada de húmedo rapé que de picón torna las encías—. Y aunque para el niño pobre la vida no es, de resultas, nada fácil, para el que alelado crece y habla solo, gesticulando al aire del río con manecillas frías de agua, es un cautivo disparate, porque nadie quiere cerca un tonto —la tontuna se pega— que para nada sirve.

Verde, que yo te quiero verde.

Los otros, los restantes ocho, cinco varones y tres hembras, pronto encontraron acomodo familiar, que el Antonio y la Matilde amaestraron a la fuerza a la tríada de nenas para lavar, zurcir y reguisar sobras viejas que, de un día para el otro, debían rellenar la marmita de pan negro y agua con algún conejillo de campo o con un tierno pajarillo, o con las aceitunadas semillas que, tras del peinado al olivar del señorito Daniel, de las mantas se escurrían; y, si es que así no devenía, ya hacía el Antonio porque fuera, que sin aderezo, aunque desabrido, las sopas no tienen gusto, que es como mascar nieve con dejo a suspiro. Y a los muchachos… a los muchachos, en teniéndose a dos patas, desbravaron bien temprano, allegándolos al sudor de varear los olivos, que el vareo es un arte —más, cuando el olivar no es tuyo— que adecuadamente ha de hacerse para no poner en riesgo las muestras que alojarán el pan que es para el pobre la cosecha venidera. Que ya lo decía el señorito, muy instruido y letrado:

—Desde la Edad de Bronce, por el Levante mediterráneo, es la aceituna la que marca la historia del hombre.

El Antonio asiente —su historia es la del campo— sin saber qué es el «Levante» ni cuándo es que pasó, en su vida, la edad aquella, que él solo sabía de ese año que recién iniciaba, el treinta y seis, del que se decía que de una mala guerra nuestra patria no escapaba… ¡Sí!, hasta el señorito Daniel que al Alzamiento Nacional apoyaba, o cosa afín, que para bandos y política la mollera al Antonio no le daba —ni menester alguno que le hacía—, que bastante tenía él con faenar en olivares de otros, que para eso nació, él y los suyos, salvo Manuelillo.

Con la sombra en la cintura

ella sueña en la baranda…

El Manuelillo que ni a zurriagazos aprende, y no será porque los suyos no gustan de propinárselos, que a los tontos ni con sangre les entran las letras, y por eso, más ahínco hay que poner en «el empeño». Esa mañana, «el empeño» lo adoptó el Antonio, su padre, que apaleó su cabecita de pipa, de rizos grises, con el astil largo y flexible de remover olivos. Mas, los olivos no lloran, que no, o eso se cree, no como lo hizo el tontito: la testa abierta en dos rajas granates y el corazón helado en llanto vivo.

… verdes carne, pelo verde,

su cuerpo de fría plata.

Al recodo de aquel milenario olivo, majestuoso, encontró el descerebrado —pues ya los encarnados sesillos se le escurrían por las fisuras— una larga sombra oscura que lo llamaba:

«Criatura, ¡ven!, apégate a mí, que a la orilla de un mar salado he de llevarte».

Sobre el leño roto e inmutable, descarnado por calurosas siestas y amanecidas frías, depositó Manuelillo su cuerpecillo de hambre.

Verde que te quiero verde.

Junto al verdinegro tronco, moteado por cientos de abejas, acodó su pipeta molida.

Compadre quiero cambiarte
mi caballo por tu casa,
mi montura por tu espejo,
mi cuchillo por tu manta…

Y el Manuelillo asintió, cautivos los ojos en cuerpo frío, porque no tenía casa ni espejo ni manta con la que cubrirse, y él quería un caballito —¿qué niño no lo quiere? —: uno de color de luna que relinchara suspiros y que a la mar lo llevase en trotecillo menudo. Y lo llamaría Trigo, que es nombre principal, de oro y ley, y hasta el cruel apetito de carne caliente y halda que lo acompañaba siempre, yacería por bajo las patas alzadas con las que Trigo batiría el viento.

Compadre vengo sangrando

desde los Puerta de Cabra…

Y se dejó columpiar por las ramas que, curtidas, lo enrollaron en zarcillos de aceite, haciéndolo fruto. Y se dejó acunar por los raigones que lo desecaron al sol para eliminar el intenso amargor que da la sangre cuando es que la pulpa desprende. Y así, de a poquito, el niño roto fue enterrado bajo el milenario olivo. ¿Acaso era malo el árbol de frutos ahora vívidos? ¡No! Solo tomó de la tierra lo que otros tiran tras usarlo, o ni eso, que Manuelillo fue un incordio hasta que fue desesado: carne y sangre de tonto que a la hambrienta gleba abona.

En noche tornó la mañana, y del cielo, antes raso, manó una llovizna negra que iba atestada de gritos: los de su madre, Matilde, y los del resto de niños: hermanos y hermanas que, como locos, al Manuelillo buscaban como es que se busca a un perro, por compañía y cariño. Mas, nada oyó el niñolivo: tan solo trinos de mares por sobre luceros de escarcha que, al son de vientos granates surcan los que mueren «verdes» y en barquitos de velas de plata bienaventurados bogan.

…y si yo fuera mocito

este trato lo cerraba.

*

Siete fueron los soles que emplearon los hombres de Fuente Grande en buscar al niño; siete, como los siete podencos que el señorito Daniel, todo hidalguía y caridad, prestó para tamaña ocasión. Porque Fuente Grande es pedanía chica, y aquí el que no se haya arrejuntado por pernera lo hace por traíllas laborales, y un hoy por ti y mañana por mí, no quedó en la zona varón joven o viejo, servil o postinero —pues también los señoritos de Nívar, Jun y el Fargue, amigos de montería del amo Daniel, peinaron, con mastines y paterninos, la extensa llanura olivarera de la vega granadina—, que a cazar al muchacho no acudieran; a sabiendas, no obstante, de que cuerpecillo tan lamido y chico no aguantaría mucho el brazo gris del viento  ni la frialdad de la nieve de aquel gélido enero. Así es que infructuoso fue el lance, que no les dio a los perros más que por escarbar junto a un milenario olivo, de tronco verdinegro y larga sombra en la tierra.

—¡Date! —dijo el señorito Daniel—. ¡Alejad de aquí estos canes!, que este árbol ya era viejo cuando viejo era mi padre, y aún da buenas aceitunas, lustrosas y grandes, y van los perros a arañar sus raíces y a diezmar sus ramas. Antonio —se dirige al padre—, hazte cuenta que el Altísimo vino a hacerte un favor grande, pues ¿qué futuro tendría en este mundo Manuelillo?

Y el Antonio asiente —su mente es la del campo—, miserable, que, qué sabe él de piedad si nunca la conoció; además que, ¿qué puede esperarle a un pobre si no es cosa de miseria? ¡Nada! Que los pobres lo son desde que los cagan hasta que se mueren, y si un hijo se fue, pues otro que vendrá, que la Matilde aún está briosa para traer al campo unos cuantos peones más.

—Cuánta razón tiene el señor. —Y al suelo se postra el Antonio (otro perro fiel), besando los cremosos guantes de corderillo en señal de eterna docilidad y gratitud.

Tras del gesto, concluyó la búsqueda del Manuelillo, que una semana de cosecha se perdió buscando a un tonto —¡qué disparate! — que para nada sirve.

*

Por el aire marchó el invierno y se llegó la primavera, y ésta, al olivar dejó soñoliento bajo la llanura ardiente de un mes de julio en el que la triste España entró en guerra: hermanos contra hermanos, padres e hijos en contienda. Y allí, en el olivar de oro del señorito de Fuente Grande, muchos fueron masacrados: se dice que en cueros los sacaban, al cantar la madrugada, y que se les daba «el paseo» si es que a la patria estorbaban. Y también cuentan que, bien entrado el calor de trigal de agosto, y frente al caparazón rugoso de un olivo milenario, fusilaron a un artista: cuatro tiros en la frente y tirado fue a un barranco… Mas, los olivos no lloran, que no —o eso se cree—, sino que de la tierra toman lo que, otros, derraman.

Ahora Manuelillo no está solo, ni él ni su caballo blanco, que lo acompaña un poeta, quien al son de vientos granates y en un barquito de vela todas las noches le canta para que no tenga penas:

El lagarto está llorando.
La lagarta está llorando.
El lagarto y la lagarta con delantalitos blancos.
Han perdido sin querer su anillo de desposados.

¡Ay! su anillito de plomo,
¡ay! su anillito plomado.
Un cielo grande y sin gente
monta en su globo a los pájaros.

El sol, capitán redondo,
lleva un chaleco de raso.
¡Miradlos qué viejos son!
¡Qué viejos son los lagartos!

¡Ay, cómo lloran y lloran!
¡Ay, ay, cómo están llorando!

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