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Viaje al lugar donde todos nacimos

Viaje al lugar donde todos nacimos

Hace ya demasiado tiempo, una noche jugando al mus y dándole al “frasco” en la casa alcarreña de mi siempre recordado Manu Leguineche, Javier Reverte —gran viajero como él—, que era su pareja de partida —nos ganaron—, me dijo que se sorprendía de que, después de haber dado ya bastantes tumbos por el mundo, no hubiera estado nunca en el África Austral:

—Cuando vayas sentirás que estás en un lugar donde alguna vez has estado. Que algo tuyo está allí.

Fui aquel mismo año. Y la primera noche en la sabana africana, oyendo sus sonidos, mirando sus estrellas y aspirando sus olores, supe que sí, que “yo había estado ya allí” aunque jamás la hubiera pisado hasta entonces; también por qué me había insistido en ello Javier al decirle que por el continente, por el norte, en el Sahara y el Magreb e incluso en Sahel, ya había dado algunas patadas y pasado alguna sed.

—No es lo mismo. Nada que ver. Ya lo verás.

Asintió Manu. Seguimos con la partida. Con la conversación debieron aprovechar para pasarse alguna seña y nos la metieron doblada a pares.

El castillo de los Leakey

Pero siempre he recordado aquello, y siempre que he vuelto —y siempre he querido volver—, ha retornado a mí esa sensación. La he sentido dentro de mí, envolviéndome en el Okavango, el Kruger, el Serengeti o en Zakouma y, hace muy poco, en las Gargantas de Olduvai en Tanzania. Y ha sido precisamente aquí donde ha sido todavía mayor la intensidad.

"Un día nacimos, nos erguimos y comenzamos a caminar. Hasta alcanzar los más últimos y recónditos confines del mundo, hasta olvidar incluso en nuestra memoria y nuestra piel de dónde veníamos"

Porque allí, al caminar por aquella tierra, al pegarse su rojizo polvo a mis zapatos, al palpar con mis manos los huesos ancestrales que ahora afloran tras tantos cientos de miles y hasta millones de años enterrados, he sabido que estaba en la Cuna de la Humanidad. Y que era verdad que yo y todos nosotros, los Homos, provenimos de allí. Un día nacimos, nos erguimos y comenzamos a caminar. Hasta alcanzar los más últimos y recónditos confines del mundo, hasta olvidar incluso en nuestra memoria y nuestra piel de dónde veníamos. Hasta, y me temo que no solo en pigmentos, llegar a decolorar.

Llevaba en esta ocasión largo tiempo, demasiado, sin poder volver a esa África que desde el primer día en que la conocí me atrae como un imán. En cuanto tuve la oportunidad la aproveché y, en verdad, ha sido algo excepcional. Era una de esas oportunidades que jamás puedes dejar pasar y que, si lo haces, sabes que te arrepentirás de por vida. Me la hizo Baquedano, arqueólogo, director del museo arqueológico regional de Madrid, codirector de los yacimientos neandertales del Alto Lozoya – Pinilla del Valle junto con Juan Luis Arsuaga, con quien compartí otro apasionante viaje hace una década a Zakouma, en el sur del Chad.

Resulta que Baquedano está también al frente —¡ahí es nada!— de los yacimientos del mismísimo Olduvai, en Tanzania, donde la familia Leakey descubrió la primera industria lítica de la humanidad —el olduvayense— y a su autor, el pequeño Homo Habilis, 1,20 de estatura, unos 600 cm3 de cerebro, bípedo pero aún con capacidad arbórea y también, no mucho después en la zona, en este caso primero en Kenia, en el Lago Turkana, el primer Homo Erectus o Ergaster, que fue ya el primer homínido en salir de África.

"El que sean científicos españoles quienes estén al frente ahora de las investigaciones prueba el enorme prestigio de nuestros paleoantropólogos a escala mundial"

Más alto, hasta superar el 1,70, con mayor capacidad craneal, casi 1000 cm3, perfectamente adaptado a la marcha, con sensible mejora en sus herramientas de piedra, bifaces, hachas, picos, hendedores y todo tipo de lascas —achelense—, se extendió por el Asia y también por Europa y aguantó sobre el planeta antes de extinguirse desde hace 1,9 hasta hace 1,3 millones de años. Que no es poco. Los habilis, anteriores de algo más de 2 millones de años, se extinguieron ya hace 1,7. Cifras que en nuestro presentismo y soberbia no nos damos siquiera cuenta de lo que significan y son. Lo que se considera “historia” —digamos escrita o documentada— de la humanidad no pasa de los 8000 años, y un siglo, 100 años, nos parece una barbaridad. Así que un poco de humildad con nuestros ancestros, por favor, que no tengo yo nada claro que vayamos a aguantar tanto como ninguno de aquellos dos.

En Olduvai están representadas ambas especies, y es por ello por lo que el apelativo de Cuna de la Humanidad está bien justificado. El que sean científicos españoles quienes estén al frente ahora de las investigaciones prueba el enorme prestigio de nuestros paleoantropólogos a escala mundial. La fama de Atapuerca tiene que ver, pero no es para nada sólo eso lo que nos pone en la cabecera.

En Olduvai, junto con Baquedano, en la dirección y liderando el equipo, hay uno de esos sabios que gozan de ese respeto ganado a pulso, con trabajo, dedicación y aportaciones. Se llama Manuel Domínguez-Rodrigo, ha sido profesor en la Complutense y en Harvard y ahora tiene cátedra en Alcalá de Henares. Pero sobre todo ello están sus dos décadas en África, viviendo —no es metáfora— entre leones, su registro de marcas de sus colmillos y los de otros carnívoros en los huesos para poderlos comparar con los de los fósiles, sus hallazgos en el lago Natrón y su prestigio internacional y en particular en Tanzania, donde es recibido y reconocido tanto en las más altas instancias estatales como en las bomas de los masai. Prueba fue cuando uno de sus jefes quiso emparentar con él y le ofreció en matrimonio una de sus hijas o, si lo deseaba, dos.

"Los hallazgos son muchos y este año en algunas catas recién abiertas la profusión de fósiles es asombrosa"

Los españoles comenzaron en 2006 su tarea donde la dejaron los Leakey y los equipos que les sustituyeron y que dieron, en cierto modo, por agotado el yacimiento. Ellos han demostrado que no, que está ofreciendo ya nuevas y trascendentales pruebas de nuestros inicios y evolución. Para ello han logrado volver a dar con la veta, con el estrato perdido, donde se encuentra encofrada la protohistoria de la humanidad y por lo que Olduvai es el gran tesoro conservado intacto y que tantas cosas puede contar. Es la capa que está por debajo de las cenizas de la gran erupción, sucedida hace unos 1,7 millones de años, que hizo colapsar el Gorongoro, creando el inmenso cráter y sellando bajo ella y hasta la capa de basalto de hace más de dos millones de años —como una Pompeya del Origen de la Humanidad— todo lo que allí hubo, convivió, murió, mató, fue comido y comió.

En particular, esos dos homínidos primigenios, el habilis y el ergaster, vivían y predaban, cada cual en la medida de sus posibilidades —mucho mayores las del segundo—, a las orillas de los lagos y los ríos que entonces no dejaban de correr por aquellas llanuras donde ahora comienzan a girar los millones de ñus y las cebras en la gran migración, en ese movimiento continuo de los rebaños moviéndose en una especie de elipse tras las lluvias y la hierba verde. Ahora, con estiajes muy duros, los rebaños aparecen por la zona, lo que es ya el sopie y el entorno de la cadena volcánica del Gorongoro por diciembre y comienzan a abandonarlo en febrero.

"Fotografía a los masáis, que aparecen de no se sabe dónde y desaparecen no se sabe hacia qué lugar"

Los hallazgos son muchos y este año en algunas catas recién abiertas la profusión de fósiles es asombrosa. Han encontrado restos de homínidos de ambas especies, han hallado sus instrumentos líticos, los restos de sus festines y están demostrando que ante todo, y por las marcas de sus cuarcitas en los huesos, eran ellos los cazadores y los primeros en actuar y comer sobre la presa abatida. En descifrar los cómos, sin fuego, pero con piedras talladas y varas bien afiladas, posiblemente en hordas numerosas y con la emboscada como método, es en lo que están. Y dentro de no mucho tiempo nos lo darán a conocer.

Para mí fue el mayor de los privilegios compartir once días con ellos, en su campamento —ahora ya bastante más habitable, aunque las hienas hagan alguna visita y sea un lujo la ducha de dos minutos cada dos días— y sus excavaciones, caminar con ellos dos y el geólogo David Uribelarria, gran artífice de lograr encontrar de nuevo el filón, por las gargantas de Olduvai, por las laderas; o poder ver a simple vista en las cárcavas y torronteras los fósiles arrancados y diseminados por las aguas cuando vuelven a correr y arañar aquel paisaje dominado por un arbusto al que debe su nombre, una planta verde, carnosa y dura, con cierta semejanza al aloe, el Olduvai, cuya utilidad, amen de pinchar, está por conocerse aún, al menos para los blancos.

El equipo, en su mayoría jóvenes españoles, pero también un grupo de la universidad de North Carolina (EEUU) y otro de la inglesa de Birmingham, es joven, pero experimentado, entusiasta y tenaz. Aguantan impertérritos el calor y la solanera, el sudor y en ocasiones el relente. La altitud es bastante, las noches refrían, y se duerme en el suelo pues los camastros no llegan para todos. Unos son más veteranos, como Antonio Rodríguez Hidalgo, que compagina esta excavación con la de Atapuerca, en la que también es un “fijo”, o la jovencísima Lucía Cobo, así como Elia, Julia o Marina, todos ellos conscientes de dónde están y del enorme reto y al tiempo privilegio que tienen por estar precisamente allí.

"Los masáis la llaman Naboir Soit, la Montaña Blanca, por la cuarcita que la señorea y de donde se extraía, un millón muy largo de años atrás, el material necesario para fabricar los instrumentos líticos"

El visitante lo sabe también. Observa, escucha, pregunta y procura no molestar demasiado. Se levanta, como todos, antes de que salga el sol, desciende con ellos y las primeras luces hacia los yacimientos, observa los lugares marcados por placas donde aparecieron los primeros restos del habilis, recorre el cauce de la Garganta ahora seca, pero donde en la arena los masáis excavan pozos y llegan al líquido para sus cabras, vacas, burros y ellos también; sube al museo que la financiación española ha levantado y donde se muestran y se interpretan los descubrimientos; fotografía a los masáis, que aparecen de no se sabe dónde y desaparecen no se sabe hacia qué lugar, a sus niños pastores, y se queda sorprendido al ver que una mujer joven con su hijo saca de entre sus ropas un móvil y se pone a hablar por él. Todavía se queda más perplejo un atardecer, justo sobre el gran yacimiento de Louis y Mary Leakey, donde ahora hay un panel explicativo del yacimiento colocado por los españoles, al ver a un padre y a un muchacho masáis que vienen a verlo, le hacen fotos y luego el padre le pide al chico que le haga una a él ante el panel donde se representan las especies de homínidos hallados allí. Los turistas son ellos, los masái.

Pero lo cierto es que lo que más ve es a mujeres cargadas con haces de leña, a niños de apenas cinco años solos, o todo lo más con un perro, en medio de la inmensidad o trepando por un desfiladero, y a sus padres a lo lejos pasar con sus mantas rojas o azules y sus largas varas. Alguno con alguna lanza también. La doctora Sara le cuenta que cada tarde, al saber que está en el campamento, las madres traen a sus hijos, o vienen ellas mismas, y que ha visto a una niña abrasada aguantar sin una lágrima el dolor, y que no son atención ni remedios lo que llega allí.

"Estos no son los masáis de los turistas que bailan todos los días en una boma de diseño, construida a los pies del gran parque nacional, pero sí saben ya lo que quieren los blancos de ellos y ellos lo que quieren cobrar"

Un día se acerca a unas colinas que relucen a unos kilómetros y que eran las “minas” de piedra de nuestros ancestros. Los masáis la llaman Naboir Soit, la Montaña Blanca, por la cuarcita que la señorea y de donde se extraía, un millón muy largo de años atrás, el material necesario para fabricar los instrumentos líticos. Desde la montaña mira hacia el norte y contempla las bomas masáis entre las acacias, y ve pasar a unos con una reata de burros y a otros comenzar a soltar sus rebaños y pierde su mirada en las llanuras, ahora vacías pero donde llegarán con las lluvias los rebaños de herbívoros, y los carnívoros tras ellos, cuando las aguas vuelvan a inundar y correr por la garganta de Olduvai. Tiene tiempo también de recorrerla y bajar hasta la zona de las fallas y de las cascadas cuando hay agua para hacerlas ya cercanas a la cadena volcánica del Olmoti, el Gorongoro, el Sadiman y el Lemagrut. Desde lo alto contempla el profundo cauce y ve que suben hacia él unos guerreros masáis que en un santiamén están a su lado, mientras otros por abajo siguen detrás de una vacada. Lo saludan y sin más, tras ver que no les va a dar un dólar por hacerles una foto, se pierden con su paso largo e infatigable llanura adelante.

Estos no son los masáis de los turistas que bailan todos los días en una boma de diseño, construida a los pies del gran parque nacional, pero sí saben ya lo que quieren los blancos de ellos y ellos lo que quieren cobrar. Viven en el neolítico, son pastores, sangran a sus reses, mezclan su sangre con su leche, y es de lo que comen. Así viven, pero conocen el móvil y lo manejan hasta para vender sus ganados. Lo que pasa con el móvil, piensa uno, debe de ser muy parecido a lo que pasó con el fuego. Nadie lo tenía, los habilis y los ergaster tampoco, pero en cuanto una tribu de hombres lo tuvo, a nada lo quisieron y tuvieron todas las demás.

Ya estando allí no podía tampoco dejar de acercarme al Serengeti. Está seco, amarillento y vacío. Quedan las gacelas, de Thompson las pequeñas, y las más grandes de Grant, también hay coyotes y algunos avestruces. Cerca de los dos lagos, en el Masek y el Ndutu, hay más vida, aunque el segundo va ya camino de ser solo un salitral. Pero en el primero me aguarda un encuentro para recordar: un macho de león melena negra del Serengueti, una de las mas impresionantes bestias que uno ha visto jamás, y que además, molesto por nuestra cercanía, dentro del Land Rover, claro, se levanta y nos lleva hacia su hermano, de igual porte y poder que él. Ambos dominan ese territorio y, por el bien de sus cachorros, es mejor que lo conserven. Los leones, cuando derrotan a los dominantes y conquistan su feudo, lo primero que hacen es matar a los cachorros pequeños de los anteriores para que las hembras entren de nuevo en celo y sean sus genes los que prevalezcan.

"La tentación de bajar al cráter y disfrutar al menos de un día en el arca de Noé de África es irresistible y una estupidez el resistirse"

Al ir hacia las gargantas de Olduvai hay que subir al Gorongoro y, por el borde del cráter, pasar hacia el otro lado y descender después. Y a la vuelta repetir la operación. La tentación de bajar al cráter y disfrutar al menos de un día en el arca de Noé de África es irresistible y una estupidez el resistirse, algo de lo que también me hubiera arrepentido. O sea, que me quedé un poco más. Pero eso es otra historia. La que yo les quería contar es cuando fui a la Cuna de la Humanidad y tuve en mis manos los fósiles de nuestros primeros ancestros, los de sus presas y los bifaces y lascas con los que los descuartizaron y comieron. Al regresar, mis botas traían pegado a ellas el polvo rojo de sus gargantas. De las botas se me ha quitado, pero permanecerá para siempre en mi memoria y en mi corazón.

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Crecer en Olduvai

Olduvai sería un escenario precioso en una película. Me fascina la combinación de sus colores: el verde claro de los arbustos llamados “oldupai”, el intenso marrón rojizo de los estratos del Lecho III, las tobas volcánicas y las arenas de tonos grisáceos, el basalto oscuro y el amplio cielo azul muy claro. Impresionan también las figuras de algunas acacias, retorcidas en formas tan expresivas. Siempre que vuelvo a este lugar tan grandioso, salvaje y honesto, se despierta en mí un enorme deseo de aventura, algo que se adormece durante el año en la ciudad. Cada verano los hallazgos arqueológicos me retan poniéndome a prueba y me sumergen en un ambiente de suspense que renueva y fortalece mi motivación y mi entusiasmo.

Lucía Cobo con la bifaz

Allí resulta increíblemente fácil trasladarse a otros mundos, imaginar a nuestros antepasados caminando hace millones de años por el mismo basalto que vemos hoy, o a Mary Leakey excavando y dibujando en sus yacimientos. Poder crecer allí como profesional no tiene precio, pero Olduvai también me ha regalado valiosísimas experiencias personales. Me doy cuenta de que con los años y casi sin darnos cuenta han surgido hermosas amistades entre españoles y tanzanos. Son relaciones marcadas por cierta fascinación e incomprensión hacia el otro, que producen caras divertidas por la extrañeza de lo que ven. Somos exóticos y curiosos para ellos y ellos lo son para nosotros, pero cuando llegan las despedidas cada año, en los abrazos solo hay puro afecto.

Para llegar a nuestro campamento solemos atravesar un arco que hay a la entrada del Museo de Olduvai, que se encuentra en el borde de la garganta contrario al de nuestra estación. Allí, esta vez, nos saluda un vigilante. Shabani, nuestro conductor, baja la ventanilla y espera a ser reconocido. Le dice en suajili tunarudi nyumbani, que significa que volvemos a casa. El guarda asiente y nos deja pasar. Mientras el coche desciende por la garganta resuenan en mí esas palabras y me siento orgullosa de formar parte de una familia que tiene allí una especie de segundo hogar.

Lucía Cobo-Sánchez

Miembro del Equipo de Excavación de Olduvai

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