Vivir enterrados

A muchos jornaleros y pastores de la Mancha no les alcanzaba el dinero para comprar una casa, pero tenían un pico, una pala y un capazo, los impulsaban la fuerza y la desesperación, así que decidían cavar. En la llanura manchega solo podían cavar hacia abajo. Así construían los silos que abundan en las afueras de Madridejos, provincia de Toledo: casas subterráneas, con una rampa empedrada que dirigía el agua de lluvia a un pozo para que no se les inundara la madriguera. Excavaban un habitáculo, lo encalaban para fijar la arcilla, para higienizarlo y conseguir un poco de claridad, le abrían una chimenea, y cuando iban llegando los embarazos, excavaban y volvían a excavar, cada vez que volvían derrengados del campo, agotados, hambrientos, para abrir espacio a los hijos. Sin perforar la cueva del vecino, claro, porque esta expansión inmobiliaria fue veloz y los conflictos de límites a veces se resolvían con la navaja. “Por este barrio de los silos no veníamos nunca cuando éramos chavales, porque te quitaban hasta los calzoncillos. Aquí no entraba ni la Guardia Civil”, dice un vecino cincuentón que conoció a los últimos trogloditas.