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Werner Herzog para principiantes

En el autorretrato Werner Herzog Filmemacher (1986), escuchamos al cineasta alemán rememorar su infancia y juventud en Sachrang, una pequeña localidad bávara situada en lo que él considera «un valle oscuro». Adentrándose en sus bosques, desde una temprana edad fue caminando hasta la frontera alemano-austríaca. Pero su sueño por aquel entonces, cuando su país todavía estaba roto en pedazos, habría sido hacer un recorrido en torno a las dos Alemanias para encerrarlas en un círculo y devolverles la unidad perdida.

Caminar para él no es una simple actividad física, también es una actitud. Quizás por eso ha repetido en tantas ocasiones que el cine, más que desde planos éticos o estéticos, es preciso abordarlo desde planos atléticos. En algunas fotografías tomadas durante el rodaje de sus películas lo vemos como alguien más allá no sólo del bien y el mal sino también del esfuerzo y el agotamiento, atravesando desiertos, escalando montañas y llegando al último confín del mundo, en busca de imágenes salvajes antes de que desaparezcan, a la manera de antropólogos como Claude Lévi-Strauss o fotógrafos como Sebãstiao Salgado. Los riesgos, para él, deben de ser de menor cuantía si uno evalúa los hallazgos con que pueden verse culminados. Una actitud que a veces nos obliga a cuestionar sus imágenes no por su valor sino por su precio, más allá de la Historia con mayúsculas (ante la cual intenta no rendir nunca pleitesía) y del presente inmediato (que aborda desde perspectivas alejadas de cualquier ideología).

"Todas las pruebas físicas que se despliegan a lo largo de su carrera como realizador, a menudo con un inescrutable sentido del propósito, invierten sus términos en su diario Del caminar sobre hielo"

Si entendemos el cine como un arte que permite desplazarse en el tiempo, Herzog siempre ha optado por formas artesanales para hacerlo. Caminar, escalar, atravesar junglas y desiertos, peregrinar, adentrarse en cuevas… Algo así le distingue de otros cineastas surgidos en torno a la misma época en que empezó a dirigir, con quienes no ha compartido la fascinación por los travellings laterales filmados desde un vehículo en marcha, aunque en Fata morgana (Fata Morgana, 1971) los utilizase no sin antes haber allanado él mismo la pista por donde circulaba con su vehículo mientras el operador Jörg Schmidt−Reitwein registraba los paisajes del desierto del Sáhara. Vayan por donde vayan, sus personajes parecen estar abriendo un camino, consciente o inconscientemente, que suele desembocar en la desorientación absoluta de Bruno (Bruno Schleinstein) en Stroszek (Stroszek, 1977) o en la muerte de Timothy Treadwell en Grizzly Man (Grizzly Man, 2005).

Todas las pruebas físicas que se despliegan a lo largo de su carrera como realizador, a menudo con un inescrutable sentido del propósito, invierten sus términos en su diario Del caminar sobre hielo. Escrito entre el 23 de noviembre y el 14 de diciembre de 1974, narra el viaje a pie que realizó de Múnich a París con el único fin de impedir que la historiadora cinematográfica Lotte Eisner se muriese, tras haber sido hospitalizada en situación crítica. Según él, «no podía morirse porque el cine alemán no podía permitírselo». Así que decidió desafiar a la Naturaleza y ver si, en efecto, su peregrinaje a través de senderos alejados de otros seres humanos le ayudaba a obrar el milagro. Lejos de los trayectos históricos de las novelas de W. G. Sebald, Herzog no se detiene en ningún momento para hacer observaciones sobre el paso del hombre por la Tierra, describiendo sus huellas a través del tiempo; solo le interesa consignar la oposición del terreno mientras sus pasos lo desafían. El suyo no es un viaje emocional, es un viaje físico en el que el alma no se doblega ante la Naturaleza sino que se rebela contra ella.

"A Herzog, el cine parasitario que se retroalimenta de más cine y que convierte a un director en algo así como un espectador originario, debe de resultarle repugnante"

Leyendo Del caminar sobre hielo, si uno amplía el encuadre de las palabras, castigadas por la lluvia, esparcidas por un suelo encharcado, envueltas por el frío y la bruma pero dictadas por la radical voluntad del cineasta alemán para seguir avanzando pese a todo, uno se encuentra ante las imágenes de sus películas y entiende que quizás tras ellas hay un permanente deseo de moverse en medio de un mundo progresivamente atrapado en la inmovilidad. También se puede encontrar un discurso sobre el futuro del cine, en una época de remakes, secuelas y serialidad, de mesas de montaje y reflexiones pausadas; una época caracterizada por imágenes que vuelven sobre sí mismas, atrapadas en un nudo gordiano, celebrando la muerte de un medio que ya no se ve capaz de avanzar.

A Herzog, el cine parasitario que se retroalimenta de más cine y que convierte a un director en algo así como un espectador originario, debe de resultarle repugnante. Nunca se consideró miembro del Nuevo Cine Alemán seguramente porque la cinefilia de Wim Wenders o Rainer Werner Fassbinder, hijos putativos de Nicholas Ray y Douglas Sirk, le parecía demasiado cómoda. Buscar nuevas referencias culturales en el interior de una sala de proyección sólo era una forma de contribuir al silencio que —según W. G. Sebald— se extendió por Alemania al término de la Segunda Guerra Mundial. Herzog entendió que se intentasen destruir los vestigios del Tercer Reich, pero no quiso ser cómplice de la absoluta transformación de su país, al cual se le debían (y todavía se le deben) la obra filosófica de Immanuel Kant, la música de Johann Sebastian Bach, la poesía de Friedrich Hölderlin… Buena parte de su obra se nutre de la yuxtaposición entre lo bello y lo siniestro, entre los sueños inalcanzables y la necesaria locura para proponerlos como objetivo. No son viajes en línea recta como los que narra el cine de aventuras convencional, sino viajes a ninguna parte en los cuales la meta acaba diluyéndose en la mente de sus protagonistas. Son viajes que parten de una tradición corrompida por sus siniestros hermeneutas, cuyos objetivos se comparten al principio por admiración y luego por miedo. Y en la mayoría de las películas de Herzog, el hermeneuta es el actor o el personaje. Klaus Kinski es, en ese sentido, el epítome perfecto: alguien capaz somatizar de tal manera y con tal facilidad la locura de sus personajes que produce admiración y miedo a partes iguales.

"A Herzog lo único que le obsesionaba era cruzar una montaña con un barco de 350 toneladas sin tener que desmontarlo en piezas, tal como había hecho en la realidad Fermín Fitzcarrald"

Herzog (pese a su periodo de intensa devoción durante su adolescencia) no parece buscar recompensas divinas sino humanas en su aventuras, ya sean cinematográficas, literarias o simplemente físicas. Incluso la tarea de operar milagros se la otorga al hombre, como sugiere en Del caminar sobre hielo cuando a la posible muerte de Lotte Eisner él le opuso su determinación y su resistencia corporal. En palabras de Rebecca Solnit, «se arropó con las cualidades de sus obsesivos personajes», en un alarde pasional y extremo, a punto de traspasar los límites de lo comprensible para cualquier persona normal. Él nunca ha tenido facilidad para verbalizar sus intenciones cada vez que ha iniciado un viaje cinematográfico, quizás por eso considera Del caminar sobre hielo su mejor película. Ahí tenía un sentido del propósito claro. Fue un peregrinaje sin un sentido fraternal ni con el entorno ni con sus semejantes. Deseaba estar solo. Un afán inexplicable si buena parte de su obra no tratase sobre problemas de lenguaje por parte de grupos apartados institucional o voluntariamente de la sociedad, en cuyo centro se podría colocar El enigma de Gaspar Hauser (Kaspar Hauser − Jeder für sich und Gott gegen alle, 1974). Por supuesto, también se podría colocar en ese centro al propio Herzog, un director autodidacta que tuvo que crear una productora desde el comienzo de su carrera para poder llevar a cabo sus proyectos, sin necesidad de entrar en explicaciones que posiblemente no habría podido dar a otras productoras o que habrían sido rechazadas por su vaguedad. No lo tuvo fácil mientras intentaba poner en marcha Fitzcarraldo (Fitzcarraldo, 1982), cuya idea originaria surgió con la historia real de Carlos Fermín Fitzcarrald, conocido por sus exploraciones por lo ríos de Perú, aunque a Herzog lo único que le obsesionaba era cruzar una montaña con un barco de 350 toneladas sin tener que desmontarlo en piezas, tal como había hecho en la realidad Fermín Fitzcarrald.

Tanto W. G. Sebald como Werner Herzog, artistas de aliento poético, reiterativos, obsesivos e incapaces de dar ninguna búsqueda por impracticable, entienden que la Historia con mayúsculas ha ido perdiendo piezas que ya solo la ficción puede proponer. Eso explica que un extraño comportamiento en el mundo animal acabe transformándose en un reflejo del Holocausto, como sucede en Los anillos de Saturno, o que la elusiva historia de un explorador peruano del siglo XIX y de cuya existencia dan más cuenta las leyendas que los hechos acabe convirtiéndose en Fitzcarraldo en una afilada observación sobre el posible futuro del cine y su capacidad para visualizar esas cosas que algún día se escenificaron ante los ojos de alguien y que el resto de nosotros difícilmente podríamos creer.

"En Conquista de lo inútil, otro libro suyo, compara su temeraria obstinación mientras dirigía Fitzcarraldo con la imagen de un perro que pretende arrastrar un ciervo muerto"

Tras su trayecto entre Múnich y París, Herzog encontró a Lotte Eisner viva y al menos desde un punto de vista simbólico le proporcionó una propina de nueve años antes de su muerte. Su camino siguiendo senderos alternativos a la sociedad moderna, eludiendo las carreteras todo lo posible, le convirtieron en un pensador nómada, encontrando rutas alternativas no solo para caminar sino también para pensar y actuar, con las cuales ha generado algunas de esas imágenes que a cualquier otro le habrían resultado imposibles sin siquiera haber intentado darles forma.

Aunque no resulta fácil hacerse una idea de las motivaciones de Herzog cuando decide activar cada uno de sus proyectos, un libro como Del caminar sobre hielo ayuda a entender que, por más descabellada que pueda ser, siempre hay una razón. En Conquista de lo inútil, otro libro suyo, compara su temeraria obstinación mientras dirigía Fitzcarraldo con la imagen de «un perro que pretende arrastrar un ciervo muerto». Más allá de un diario de rodaje, el libro puede entenderse como un itinerario físico y espiritual al mismo tiempo, en el que el cine y la realidad se confunden, convirtiendo —como se ha sugerido en tantas ocasiones— a Herzog en el único personaje de todas sus películas, aunque para algunas utilizase a alguien mucho más extremo y peligroso: Klaus Kinski.

En 1999, Werner Herzog hizo una especie de manifiesto conocido como Declaración de Minnesota, donde establecía el fracaso del documental y la ficción como formas de escritura fílmica. Según el, las cosas no pueden observarse solo desde afuera (ateniéndose a los hechos) y tampoco solo desde dentro (ateniéndose a la subjetividad hermenéutica); han de verse con una nueva caligrafía que permita llegar a la verdad del objeto sin renunciar a la subjetividad de la mirada, pero sin trucos. ¿Será esa nueva caligrafía la que desplegó en The Wild Blue Yonder (The Wild Blue Yonder, 2005)? La pregunta admite cualquier respuesta. La que a mí me seduce tiene que ver con la reescritura y con el acto de caminar por un mismo territorio, en busca de algo que en algún momento se nos escapa y que en otro momento podemos atrapar, acaso porque las circunstancias con el paso del tiempo nos son más propicias. El ejercicio de reescritura vendría dado en paralelo con Fata Morgana, que en principio iba a ser una película de ciencia ficción, algo que finalmente Herzog consiguió llevar a cabo en The Wild Blue Yonder, invitando a un extraterrestre (interpretado por Brad Dourif) a que nos hable sobre la Tierra como si estuviese hablando de su planeta natal, cuya atmósfera está compuesta de helio líquido y cuyo cielo está congelado. Y el acto de caminar tiene que ver con el territorio que recorren las películas de Herzog, en este caso las profundidades marinas, y el territorio que recorre el cine convencional (y en muchos casos incluso el cine de arte y ensayo), generado por ordenador o simulado en decorados irreales donde la tecnología no solo propicia sino que por encima justifica nuestra cada vez más absoluta inmovilidad.

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