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Yo, maldito bocazas. Yo, miserable traidor

Yo, maldito bocazas. Yo, miserable traidor

Leí a principios de octubre que Carrère había tenido que tirar a la basura parte de Yoga, su última novela.

Al divorciarse, según cuentan, firmó una cláusula que concede a su ex el derecho a vetar cualquier cosa que escriba sobre ella.

Lo primero que pensé fue que la ex tenía toda la razón del mundo. ¿Quién querría ver su intimidad expuesta de esa manera? Luego lo sentí como lector e inmediatamente recordé algo mucho más grave: faltaban sólo tres días para la publicación de 1980, la novela que he escrito sobre mi familia.

"El tabú debe ser roto en cada uno de estos libros y, a ser posible, cada cinco o seis páginas, y si no, mejor dedicarse a otra cosa"

Volvió la vieja pregunta: ¿qué derecho tengo a escribir sobre personas reales —queridas u odiadas, eso da igual—, a desvelar sus secretos, a utilizarlas sin su consentimiento, a exponerlas sin ni siquiera posibilidad de réplica, a cometer la horrible grosería de decirles a la cara lo que pienso de ellas y hacerlo, además, delante de cualquiera que quiera abrir el libro y apuntarse a la fiesta?

La respuesta volvió a ser la de siempre: no tengo ningún derecho. Soy un bocazas, soy un traidor, soy un mal hijo, un hermano de mierda, un amigo espantoso y una pareja, o expareja, peligrosísima.

Espero, al menos, haber escrito una novela que merezca la pena.

Lo que me extraña es que ahora que a todos nos ha dado por contar nuestras vidas, no haya nadie que se sienta mal por ello. O que lo admita en público. Y si lo hay, yo no lo conozco.

Pienso en ese artículo que publicó Babelia en agosto en el que hablaban siete autores que habían escrito sobre sus padres: Fallarás, Giralt Torrente, Elvira Lindo, Galder Reguera, Vilas… Todos, o casi todos, daban la impresión de celebrar el fin de un tabú y mil silencios que relacionaban con el franquismo o el catolicismo, la valentía que implicaba, etc. Sólo Ricardo Menéndez Salmón comentaba que hubiera preferido no escribir sobre su padre, pero una necesidad ineludible se le había impuesto. Sólo Aixa de la Cruz se refería al sufrimiento causado a otros —la madre, en su caso—, que al final había paliado en parte su condición de buena lectora.

La seguridad moral que transmitían en el artículo —no sé en la vida real—, su absoluta convicción de que habían hecho lo correcto, me produjo muchísima envidia.

Aunque pensándolo mejor, prefiero el tabú y el remordimiento, el rechinar de dientes, la ambigüedad moral, la tensión de saber que en el fondo estoy haciendo algo que no está bien, la sensación de peligro al escribir, de que voy muy en serio, que me juego mucho, y que podría tener que pagar un precio muy alto por ello. Tal vez, y sólo tal vez, gran parte de la fuerza de la literatura autobiográfica resida ahí: en la indiscreción y la impudicia, en la transgresión y cierto tipo de voyerismo, en el velo que de pronto se levanta sobre lo que en condiciones normales se nos oculta, en la exposición de la propia intimidad y la violación de la ajena. El tabú, en este sentido, no se ha derribado. Ni se derribará jamás. El tabú debe ser roto en cada uno de estos libros y, a ser posible, cada cinco o seis páginas, y si no, mejor dedicarse a otra cosa.

No sé. Es sólo una teoría. O es mi forma de afrontar la cuestión.

"A mí, mi familia, y contra todo pronóstico, ha sabido perdonarme 1980. Creo que también se han sentido halagados"

En mi defensa diré que donde las dan las toman, y que yo he aparecido en dos libros escritos por personas muy queridas. En ambos me llamaban Juan. Ni siquiera se molestaron en cambiarme el nombre. Los dos autores fueron muy generosos conmigo, quizá demasiado, pero contaron cosas que no son ciertas. Hablo de hechos objetivos, no de interpretaciones. Pusieron en mi boca palabras que es imposible que yo haya dicho o me atribuyeron ideas que no son las mías. Y por supuesto, me callé. ¿Cómo iba yo a joderles sus textos? Y les di las gracias. Y, lo más importante, me sentí halagado.

Vanidad de vanidades, todo es vanidad.

Y quizá sea eso lo que nos salva de morir apaleados por esas mismas personas a las que retratamos en nuestros libros.

A mí, mi familia, y contra todo pronóstico, ha sabido perdonarme 1980. Creo que también se han sentido halagados. Y hasta puede que en el fondo les trate con mucho más amor del que a mí me gusta reconocer.

La más molesta —vanidad de vanidades— es mi hermana. Leyó el manuscrito y dijo: «Me parece durísimo, me alegro mucho de que hables tan poco de mí». Pero pasaron los meses, olvidó esa supuesta dureza y prevaleció el reproche por su escaso protagonismo.

Falta por saber qué opinan los muertos: mi abuela ogresa, mi tía borracha y tuerta, mi abuelo hijo de la gran puta, mi recuperado primer padre después de décadas y décadas de olvido y menosprecio, mi adorado segundo padre, esa misma persona que en 1980 me salvó la vida y a quien yo ahora he traicionado. Papá, estoy seguro, nunca perdonaría lo que he escrito. Ni nunca me perdonará. Y la culpa no deja de atormentarme por ello.

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Autor: Juan Vilà. Título: 1980. Editorial: Anagrama. Venta: Todostuslibros y Amazon

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