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Las bailarinas muertas, de Antonio Soler, 20 años después

Las bailarinas muertas, de Antonio Soler, 20 años después

Galaxia Gutenberg reedita Las bailarinas muertas 20 años después de que esta novela de Antonio Soler ganase el Premio Herralde y el de la Crítica. Y el propio escritor ha seleccionado para Zenda el fragmento del libro que reproducimos.  El narrador recuerda cómo su hermano mayor se va introduciendo en el mundo de la noche y los cabarets en Barcelona, mientras él, un niño deslumbrado por ese mundo lejano y lleno de lentejuelas y sueños, a mil kilómetros de distancia se enfrenta a una realidad mucho menos sofisticada, mucho más pegada a la tierra. Una vida capaz de devorar todos los sueños y a todas las bailarinas del mundo.

Pero si mi hermano tuvo un amigo en los años que vivió en Barcelona, ése no fue el chino Bonilla, ni Álvarez ni el Trompeta, ni Poveda ni siquiera Anselmo el encargado, ni el boxeador Kid Padilla, ni tampoco don Mauricio Céspedes o el representante Carmona, y menos todavía el solista Arturo Reyes, sino el fotógrafo Rovira. Desde el momento en que por primera vez se saludaron en la pensión, intuyó mi hermano que aquel hombre con tupé de aventurero y camisa blanca iba a ser su amigo y su guía en el laberinto de Barcelona. Y lo que en principio no fue sino un golpe de intuición, quedó confirmado la noche del debut de mi hermano, y no porque el fotógrafo hubiese ido corriendo a felicitarlo como hicieron los demás, sino por todo lo contario. Rovira se quedó al fondo, apoyado de espaldas en la barra, con una copa entre los dedos y mirando a mi hermano como si pensara de qué ángulo iba a sacarle una foto. Y sólo cuando el remolino de las felicitaciones concluyó y mi hermano, que esa noche todavía se llamaba Ramón y que aunque se hubiera llamado de otro modo no habría importado porque nadie dijo su nombre por ningún micrófono, se quedó como flotando en la penumbra con una sonrisa atolondrada y sin saber a dónde acudir o qué hacer, agitó Rovira la ginebra que le quedaba en la copa como si en vez de ginebra fuese un café al que había que removerle el azúcar y los posos antes de rematarlo, y después de vaciarla de un trago se acercó a mi hermano y de un brazo se lo llevó cogido a una mesa solitaria que había en el camino de los servicios:

–Ése es tu sitio –le dijo a mi hermano señalándole el centro del escenario, donde ya sólo quedaba el micrófono plateado ante el cual Arturo Reyes había entonado la canción que Ramón y el resto de los bailarines y bailarinas habían acompañado con sus gorras torcidas y sus estribillos–. Ahí es donde tienes que estar tú, en medio del escenario, y deben ser los demás los que den vueltas a tu alrededor, y no al revés. Métete eso en la cabeza desde este instante.

Y como mi hermano se quedó sin saber qué contestar, con la gorra todavía más torcida y dudando si aquello era un elogio o un reproche, el fotógrafo Rovira le dijo que Arturo Reyes estaba agotado, que era como el fantasma de un cantante, un espectro que ya no cantaba y que ni siquiera se atrevía a abrir la boca para que no se le vieran las mellas y las desnudeces de las encías, y que él, mi hermano, tenía planta de primera figura, y otra vez le dijo que se tenía que meter eso en la cabeza. Y mientras le pedía por señas a Álvarez otra copa de ginebra, le dijo a mi hermano que no se escondiera en medio de los demás bailarines como había hecho esa noche, y le dio consejos y direcciones de otros cabarets y nombres de bailarines y de cancioneros en los que se debía fijar y con los que tenía que hablar en la única noche libre a la semana que don Mauricio Céspedes les concedía a sus contratados. Y otra vez le dijo que tenía que meterse eso en la cabeza, aunque la primera idea que debía meterse en su cráneo y que no debía salir nunca de él era que si le asaltaba alguna duda o algún tipo de complicación y tenía que pedir algún consejo lo hiciera a doña Angelines, su mujer, porque lo que era él ya le había dicho todo lo que sabía y todo lo que tenía que decirle sobre ese asunto.

Después de decir todo aquello de un modo muy serio, el fotógrafo Rovira, con una habilidad que recordó el poder mágico de Chin Lu, de un solo toque se remontó con la punta de los dedos el tupé que ya estaba a punto de desmoronársele y con una sonrisa le dijo a mi hermano, Lo has hecho bien, muy bien, con clase. Y en ese mismo momento puede decirse que nació una amistad que fue la admiración no sólo del cabaret sino de todo el Paralelo y que habría de durar hasta mucho tiempo después en el corazón de aquellos hombres, incluso mucho después de que mi hermano y el fotógrafo Rovira hubiesen dejado de verse y ninguno supiera qué había sido del otro ni en qué parte del mundo estaba, o si su amigo continuaba con vida. Así fue aquella amistad. Y a partir de esa noche, infinidad de veces pudo verse al fotógrafo y al bailarín, que era mi hermano, riéndose con clientes y bailarinas, bebiendo en la misma mesa retirada que había camino de los servicios, paseando de madrugada por los muelles o amaneciendo entre gitanos y coplas con un grupo de clientes en las chabolas del Somorrostro.

El fotógrafo le enseñó a mi hermano montañas de carpetas y álbumes con miles de fotos de bailarines y cantantes antiguos que habían pasado por el cabaret, y también le enseñó la carpeta verde en la que estaban las fotos de Claudia Cardinale, de Sofía Loren, de Charlton Heston y de otros artistas de gran importancia que Rovira llamaba monstruos de la pantalla y a los que había retratado en sus visitas al cabaret cuando rodaban sus películas cerca de Barcelona o iban a esa ciudad a recibir premios y homenajes. Mi hermano se quedaba medio hipnotizado viendo aquellas fotos, con el pulso parado al pensar que una noche cualquiera podía entrar alguno de aquellos monstruos al cabaret y, como los bailarines que había alrededor de la Cardinale o del protagonista de Ben-Hur, él podría sentarse a su lado y hablar con ellos de sus películas mientras Rovira los retrataba juntos. Por miedo a un ataque de espasmos o a un desmayo ni siquiera se atrevió a imaginar mi hermano que eso llegara a suceder con los monstruos que para él eran más monstruos que nadie, el monstruo Ginger Rogers y el monstruo Hedy Lamarr.
Y aunque ninguno de aquellos dos monstruos fueron nunca al cabaret, pasado el tiempo Rovira tendría ocasión de fotografiar a mi hermano al lado de Virna Lisi, Burt Lancaster o Vittorio Gassman, que también eran monstruos de la pantalla, e incluso le hizo el fotógrafo un reportaje abrazado a Alida Valli, que pasó por Barcelona y al ver a mi hermano se quedó recolgada de él hasta que pasado un tiempo tuvo que irse a rodar una película a París, desde donde le estuvo enviando una carta cada día durante más de un mes hasta que se le acabó la tinta y dejó en paz a mi hermano, que por aquel entonces ya no se llamaba Ramón pero que seguía siendo hijo de mis padres y hermano mío. Y aparte de las fotos con Alida Valli, que había trabajado en El tercer hombre y que, según Rovira, nada más que por eso ya podía ser considerada monstruo de la pantalla, y de todas las fotos que encima del escenario o rodeado de amigos y compañeros Rovira le hizo a mi hermano, el fotógrafo le regaló una serie de instantáneas trucadas que eran una especie de rompecabezas que Rovira tenía guardados en una carpeta negra que nunca enseñaba a nadie.

Desde la habitación de Hortensia Ruiz, desde la de Almudena Fernández o desde la del afilador noctámbulo que nunca afilaba nada y que se llamaba Poveda, podían oírse las risas de mi hermano y de Rovira comentando aquellas fotos llenas de trucos. Las risas salían desde la habitación del fotógrafo y se expandían por toda la pensión con una especie de cosquilleo que, lejos de romper la paz de la casa o de provocar cualquier tipo de protesta o de envidia, era como un bálsamo o una vitamina reconfortante que servía para revitalizar el ánimo de los que allí vivían, sobre todo de doña Angelines, sin la cual aquella amistad no habría sido posible, pues ella fue para mi hermano una especie de hada madrina, y aunque no le cronometraba el hervor de los huevos como hacía con Álvarez, en el fondo era como si se los cronometrase, y aunque no estuviera con el reloj allí delante del cazo, aunque ni siquiera le pusiera huevos, doña Angelines estaba todo el rato cronometrando el hervor de todo lo referente a mi hermano.

Pero toda aquella armonía se rompió y quedó truncada para siempre cuando una noche, desde una tierra verde, desde un pueblo lejano y sin nombre, llegó al cabaret en busca de trabajo Sonsoles Aranguren Gómez, que a partir de entonces y de cara al mundo del espectáculo, iba a llamarse Soledad Rubí. Y es que Soledad Rubí, o Sonsoles Aranguren, era la propia armonía, y todo lo que había a su alrededor se venía abajo y se desmoronaba si era comparado con ella. Al lado de aquella mujer, que en realidad era como si fuese dos porque todo en ella mudaba según si en ese momento predominaba en su persona la campesina Sonsoles o la bailarina Soledad, todo era imperfecto, todo chirriaba y parecía mal rematado o cojo, o con un punto de fealdad o de grosería. Era Soledad o Sonsoles, o la media aritmética de aquellas dos mujeres, cada una con una mirada e incluso con un rostro distinto, una especie de agujero negro de esos que hay en mitad del firmamento y que acaban tragándose todas las piedras y planetas y cachivaches estelares, aunque circulen a un millón de años de luz de su órbita.

Así apareció Soledad Rubí en el cabaret, como un apagón eléctrico, como una estrella que dejó sumido en la tristeza de las sombras todo lo que había a su alrededor, aunque lo cierto es que Sonsoles Aranguren, como las propias estrellas, no tenía voluntad de apagar ni de oscurecer nada, sino de aprovechar la combustión de aquel organismo suyo que emitía una especie de esplendor mineral. Era como Conchi Canca pero con piel de mujer y sin venas ni plástico que la envolviera. En realidad, Soledad Rubí era lo que doña Carmen y todos querían que fuese Conchi Canca pero que en verdad Conchi Canca no era, porque, si hubiese estado en el colegio, Sonsoles Aranguren no habría necesitado pintar el Evangelio con tizas de colores ni escribir sus planas con tinta para que todos se fijaran en ella y la adorasen, y aunque doña Carmen la hubiera castigado tanto como a mí, todos nos habríamos enamorado para siempre de ella.

Todos menos el Pitraco, porque lo que al Pitraco le gustaba de Conchi Canca no era la propia Conchi Canca, sino los paseos que a Conchi Canca le daban por las clases de los demás, y las palabras que de Conchi Canca decían las maestras, y las tizas de colores que Conchi Canca usaba, y, sobre todo, lo que más amaba el Pitraco era la veneración que doña Carmen sentía por Conchi Canca, una veneración que el pobre Pitraco pensaba que de algún modo podía ser traspasada de la niña a su persona. Amando a Conchi Canca, el Pitraco se amaba a sí mismo, y aunque él no lo supiera, a través de aquella niña medio transparente y con tirabuzones falsos, el Pitraco amaba a la Academia Almi, las pulsaciones que allí daba y a su máquina Olivetti. Quienes en Barcelona amaron a Soledad Rubí y a Sonsoles Aranguren, aprendieron que amar nada tenía que ver con mirarse en un espejo, e incluso a la luz de esa mujer se olvidaron de su propia sombra, de sí mismos y de su vida, que no habría sido vida lejos de aquella criatura que tan sólo ambicionaba convertirse en bailarina y que sumió a medio Paralelo en el mismo caos que una bomba atómica, con edificios caídos y gente fulminada por el fogonazo de los átomos.

Quini no llegó de ningún pueblo, ni tampoco Esperancita, pero fue como si de pronto un día las dos hubieran cogido un autobús no se sabe dónde y hubiesen venido de un pueblo muy lejano y no las hubiéramos visto nunca hasta ese momento, cuando doblaron la esquina de Diego de Vergara y entraron en nuestra calle. Ninguno de los que estábamos sentados en el escalón de mi casa habría sido capaz de reconocer a lo lejos a aquellas dos niñas de no haber sido porque Manolito Tejada, primo de Quini y hermano de Esperancita, iba a su lado. Parecía que esa noche les hubiera crecido el pelo a las dos, aunque a ellas no se les había levantado en un escandaloso tupé, sino que durante el sueño se les había vuelto más lacio y sedoso y parecía que unas esclavas como las que salían en las películas de romanos les hubiesen estado cepillando la melena sin parar durante varios días. Pero el prodigio más grande no estaba en aquellas dos cabelleras esplendorosas –color del trigo maduro la de Esperancita, morena con un vago reflejo de cobre la de Quini– ni tampoco en esa forma nueva de andar que ambas traían, ni siquiera en el brillo renovado que a medida que se acercaban veíamos en sus ojos y que en el caso de Quini alcanzaba unos destellos de fuego, sino en lo ajustado de sus jerseys y en las repentinas prominencias que en su parte delantera los abultaban.

Cuando llegaron a nuestra altura y se detuvieron delante de nosotros, ni el Guille, ni el Mocos, ni yo, ni siquiera Castillo con todos aquellos pelos a medio afeitar asomándole entre sus espinillas, acertamos a decir nada ni a apartar la mirada de aquel abultamiento que de pronto se había producido bajo los jerseys de aquellas dos niñas que ya no se sabía si eran niñas o qué eran. Sólo Tatín fue capaz de sobreponerse a aquel hipnotismo y, apretando entre las manos el balón con el que acabábamos de jugar, acertó a preguntarles a las niñas, o lo que fuesen, si pensaban ir al día siguiente al circo. Con un tono y una voz que nadie le había escuchado nunca, siguió Tatín diciendo que a una de sus tías le habían dado tres invitaciones y que él se las podía regalar. Y Castillo, el Mocos, el Guille y yo apartamos muy despacio la vista de los jerseys de Esperancita y Quini para mirar a Tatín y oírlo hablar de aquel modo, que debía de ser el que usaban los curas maristas de su colegio y el que seguramente se empleaba en el cabaret de Barcelona y en todos los cabarets del mundo cuando los clientes invitaban a las bailarinas a una copa o a una botella de champán después de haberse quedado medio bizcos y tartamudos viendo el meneo de sus flanes dentro de los sostenes de lentejuelas o el vértigo de sus ombligos dando vueltas bajo el nudo de las camisas arremangadas.

Pero esa proposición de cura o de hombre acostumbrado a tratar con artistas no fue contestada por ninguna bailarina, sino por Manolito Tejada que, al contrario que su hermana y su prima, sí seguía pareciendo una niña con aquellos rizos enmarañados y negros que le caían por la frente como si la esclava que debía haberlo peinado se hubiese quedado dormida o de pronto se la hubieran llevado para echársela de comer a los leones. Aunque sí había tenido tiempo la esclava para untarle carmín en los labios, cada día más rojos y más hinchados y rodeados de una pelusa cada vez más negra, casi tan peludo Manolito Tejada como mi prima Oso, sólo que más relamido Manolito. Y, con una sonrisa que con aquellos dientes amarillos y los labios tan rojos parecía una bandera de España, Manolito Tejada le dijo a Tatín que su padre no lo dejaba a él ni a Esperancita ir al circo, y su tía a Quini menos todavía, porque a su tía le daban horror las fieras, que aparte de salvajes eran un foco de infección y de enfermedades. Quini y Esperancita se limitaron a subrayar la contestación de Manolito Tejada con una sonrisa que no tenía bandera alguna sino música de violín o de piano saliendo de las teclas inmaculadas de sus dentaduras.
Con aquella especie de vals flotando a su alrededor y un aleteo de las pestañas de Manolito Tejada, se dieron la vuelta y empezaron a alejarse calle arriba, camino de la escalerilla que subía a la calle Eugenio Gross, llevándose Esperancita y su prima Quini el rescoldo que ardía dentro de sus ojos y al que yo me habría arrimado de un momento a otro con las manos extendidas para calentar los escalofríos que el sudor helado me subía en oleadas lentas por la espalda, como si me invadiera un musgo húmedo que sólo aquellas niñas, con la brasa de sus ojos podían ahuyentar. Y cuando subieron las escalerillas y desaparecieron de nuestra vista, todavía nos quedamos un rato callados y mirando hacia aquel lado de la calle hasta que el Mocos, pensando en voz alta dijo, Manolito es maricón. Sí, le contestó Castillo a la vez que, sin salir del ensimismamiento general, el Guille torcía la cabeza, Tatín soplaba con desgana y yo me encogía de hombros para apoyar aquella sentencia del Mocos que vino seguida por otro silencio más corto, roto por Tatín al preguntar si nos íbamos.

Tal como teníamos previsto antes de la aparición de Quini y Esperancita, nos encaminamos hacia los Campos 21, no para jugar al fútbol, sino para ver las jaulas y los animales del circo que en medio de la explanada habían levantado la noche anterior. Pero en vez de ir a ver leones, elefantes o lo que el circo aquél hubiera traído, parecía que fuésemos al Colegio de los Sordomudos a jugar un partido de dos horas con la gente de la Granja Suárez. A Tatín le crujían los ejes de las piernas como si en vez de ser sábado por la mañana estuviéramos al final del domingo y ya se le hubiera acabado el lubricante de sus hierros. En lugar de correr emocionados de un carromato a otro, fuimos mirando los animales con mucha calma, y sólo el Mocos se reía a carcajadas viendo cómo los monos daban volteretas en sus jaulas y sacaban las manos por los barrotes como pedigüeños sin casa ni sitio en el que caerse muertos, que era lo que decía mi tío Gutiérrez cuando hablaba de alguien al que ya no le podía pasar nada peor. Como si no fuese peor morirse que no tener dónde hacerlo.

Todos aquellos carromatos, con sus animales yendo de un lado para otro de la jaula, siempre andando pero siempre en el mismo sitio, y la gente que por allí iba llevando cubos y postes de franjas coloradas, y los carteles que anunciaban a Pinito del Oro y a un hombre bala que estaba en su tercera gira mundial, me llenaban de tristeza, como si Pinito del Oro acabara de despeñarse de lo alto de su columpio y los leones, convertidos en hienas, aullaran dentro de mi propio estómago. La procesión de aquel musgo helado que desde un rato antes me venía subiendo por la espalda empezó a calar en mi interior, y mi pecho y mi corazón se llenaron de goteras y de charcos, y después de que un hombre echara cinco veces al Mocos del interior de la valla que mi amigo saltaba una y otra vez para tocar las manos y los pies de los monos y de que el Guille y él se cansaran de tirarle piedras a aquellos pedigüeños que tenían casi tanto pelo como mi prima Oso, yo me sentí aliviado cuando por indicación de Castillo emprendimos el camino de regreso y dejamos atrás aquel laberinto de carromatos, cables y vallas metálicas que olía a estiércol y a carne cruda.

Con aquel olor metido ya hasta lo más hondo del paladar, me vi en el comedor de mi casa dándole vueltas a un guiso en el que flotaban trozos de carne y unos islotes de papas amarillas desde los que unas sirenas invisibles lanzaban unos cánticos como los que en la película de Kirk Douglas volvían locos a los marineros de Ulises, y era como si la Bella Manolita, la querida de don Mauricio Céspedes, estuviera sentada en una de aquellas papas, chupándome toda la energía con el imán renegrido de sus ojos. Ni las amenazas de mi madre ni la risa burlona de mi hermana y menos todavía las entradas de circo que mi padre se sacó a modo de sorpresa del bolsillo de la chaqueta, pudieron hacerme tragar más de dos cucharadas de aquel emplasto que con tanto esmero mi madre había cocinado y que tenía apariencia de arrecife griego o, mejor, de pantano prehistórico. Y mientras oía el responso de mi madre y echaba de menos los tapones de cera que los marineros se metían en las orejas, los ojos se me iban a la foto que mi hermano acababa de mandar de Barcelona, aquella en la que estaba rodeado de cuatro bailarinas y que mi madre había colocado encima del chinero, rodeada de tazas y de platos decorados con dibujos de dragones y de chinos que a lo mejor eran iguales que el chino falso Chin Lu. Y mirando aquella fotografía de mi hermano pensaba yo que en ese momento lo que más me habría gustado en el mundo habría sido irme con él a Barcelona y bailar en el cabaret o quedarme acostado en la pensión Ríos-España, no importaba que me salieran aquellos pelos que a Ramón se le amontaban encima de la frente ni que me quedara todavía mucho más delgado que mi hermano, como un faquir si era preciso.

De algún modo, con mis cortas luces intuía que mi vida iba a verse agitada y sacudida por unos cambios que esa mañana habían anunciado a voces, como si llevaran megáfonos, los ojos, las melenas y los jerseys de Esperancita y su prima Quini. Pensaba que huyendo a Barcelona y escondiéndome entre el humo y las cortinas del cabaret donde trabajaba Ramón podría esquivar la mano del destino, encontrar un refugio que me preservara de sus vaivenes. Y es que entonces todavía ignoraba yo que, aun sin él mismo saberlo, eso era lo que había buscado mi hermano al marcharse a Barcelona, un refugio, el amparo de una gente que como él se sentía expulsada de no se sabe qué paraíso y a toda costa quería librarse del helor de la intemperie. Eso es lo que hacía el Trompeta tumbado en su cama revuelta de músico, lo mismo que Bonilla, escondido bajo la máscara de un chino, o el propio Rovira, metido en aquel cuarto suyo de fotógrafo, rodeado de carpetas llenas de fotos y paisajes en los que nunca se hacía de noche ni nada mudaba.

Con aquellos temores y arcadas estuve hasta que mi madre, convencida de que yo no volvería a sumergir mi cuchara en la laguna antedilivuiana de su guiso, aceptó mi proposición de cambiar la comida por un rato de reposo al lado de mi padre, que antes de quedarse dormido me estuvo hablando de Pinito del Oro y de los acróbatas y las fieras que al día siguiente íbamos a ver. Y de no haber sido por el temor de que nada más abrir la boca las dos cucharadas del guiso se me escaparan en un vómito tan feroz y ruidoso como la erupción de un volcán, habría tratado de convencer a mi padre de que no debíamos ir al circo, que era un foco de infección, un nido de enfermedades invisibles que de pronto podían pasar de un león o de una pantera a una persona y dejarla muerta, igual de muerta que si le hubiera caído encima de la cabeza una bomba atómica, no importaba que los microbios no lo hicieran a uno pedazos, al final lo mismo de muerta estaba aquella gente que, como el tío Victoriano, se moría en la cama de su casa y se quedaba allí con los ojos cerrados sin que pareciera que le hubiese pasado nada, más peinados incluso que cuando estaban vivos, que aquella otra gente del Japón a la que una mañana le cayó desde el cielo una bomba atómica y cada brazo y cada pierna se le fue para una esquina de su calle, aunque al final tampoco quedara calle, ni esquina ni nada, sólo un boquete de cuatro kilómetros lleno de escombros y de astillas de muebles y de perros japoneses igual de muertos que sus amos.

Como si hubiera caído una bomba atómica estaba la calle cuando al final de aquel reposo forzado mi madre me dejó salir. Lo de la bomba es un decir, porque lo que era la calle no había variado y tenía el mismo aspecto de siempre, incluso al estar vacía, las paredes de las casas y del almacén del Cuellicorto y hasta la raquítica tapia de la fundición, con lo alta que era, parecían más firmes, engordadas por un silencio que a esa hora siempre estaba lleno de agujeros y rajado por los gritos que el Guille, el Nono, Castillo, Barea y sobre todo el Mocos lanzaban mientras corrían detrás del balón. Como si estuviera ciego o fuese un personaje de esos que van caminando por el desierto de las películas a trompicones, empecé a andar por en medio de la calle hasta que al llegar al camión del Cuellicorto oí un rumor saliendo de su interior, que parecía que al Avia se le estuvieran removiendo las tripas o por el tubo de escape le corrieran las voces del fantasma de un antiguo chófer suyo.

Me fui a la parte de atrás del camión, me aupé hasta la portezuela de atrás y con la coronilla levanté el toldo. Pareció que de pronto hubiese metido la cabeza en una fotografía de mi hermano y me tragara todo el humo que había flotando en el cabaret. La nube que yo siempre imaginaba dentro de la sala de fiestas se había trasladado al camión del Cuellicorto, sólo que aquí habían cambiado las cortinas de terciopelo por la lona áspera y verde que servía de toldo, y los clientes y los artistas habían sido sustituidos por Tatín, el Mocos, Barea, el Guille, Diego Manuel y Pepito, que él solo fumaba por la clientela entera del cabaret y por todo el Paralelo. En medio de la penumbra y de aquella bruma densa, pude distinguir todas las caras vueltas hacia mí.

Pisando los garbanzos y los fideos sueltos que había desperdigados por la madera del camión fui a sentarme al fondo. Mientras encontraba hueco entre mis amigos, Pepito encendió con mucha calma un nuevo cigarro y, con el susurro que desde fuera del camión me había parecido el soplo de un espíritu, reanudó su charla. Antes de oír ninguna palabra, nada más ver cómo los demás atendían, pude imaginar de qué estaba hablando. En medio de esa atmósfera que al olor del tabaco sumaba el de las semillas, los cereales y el de los propios sacos que a diario eran transportados en aquel camión, como otras veces, Pepito contaba la cosa de los microbios ésos y de cómo las mujeres se tumbaban en la cama y los hombres iban y les metían dentro unos bichos, y era igual que si se orinara uno encima de una mujer o en el boquete que la mujer tenía en medio de las piernas, sólo que daba mucho gusto orinarse de ese modo que se llamaba follar y que era como a todos nosotros nos habían hecho, orinando una baba llena de bichos, follando. Y luego estaban las tetas de las mujeres, que se ponían redondas al llenarse de leche con la que había que dar de mamar a los niños, a esos microbios que se hacían niños en el estómago de las mujeres. Eso es lo que les había pasado a Esperancita y a su prima, aunque no quedaba del todo claro si se habían preparado para que cualquiera pudiese meterle dentro sus bichos o era que realmente alguien las había follado ya. Y también estaba la sangre que le salía a las mujeres la primera vez que alguien iba y les metía los microbios, el dolor que le daba a los hombres y no se sabe cuántas cosas más, aunque ya a nadie le importaban, porque a pesar de que Pepito seguía hablando y haciendo cábalas sobre Esperancita y su prima Quini, cada cual andaba rumiando sobre aquello del dolor y la sangre o sobre el asunto de los microbios.

Mirando para el suelo, no para el suelo del camión sino para el suelo verdadero que se veía a través de un boquete que había en las tablas del camión, Barea, que, como cada cual había hecho con el suyo, se había imaginado a su padre llenando de babas y orines a su madre, interrumpió a Pepito para preguntarle que esos bichos, los microbios, dónde los tenían los hombres, si es que los llevaban en la sangre. Muy serio al principio, sonriendo después de encender un nuevo cigarro y de escupir por el boquete al suelo, Pepito se miró la entrepierna y dijo:

–En los huevos.

–En los huevos están los orines –le respondió calmado Barea, esperando una respuesta más convincente por parte de Pepito, aunque éste volvió a repetir:

–Están en los huevos. Los orines están en la vejiga.
Barea volvió a mirar por el agujero de las tablas, aunque parecía que mirase mucho más lejos y que en el suelo verdadero hubiese otro boquete y luego otro y así hasta atravesar la tierra entera. Con el mismo temple que antes, aclaró que la vejiga la tenían las mujeres, que tenían los huevos por dentro de la barriga y que les llamaban vejiga, y que los huevos eran la vejiga de los hombres. Y todos, deseando que Pepito se rindiera y reconociese que toda aquella porquería era algo que se había inventado o un cuento que había escuchado por ahí, nos quedamos pendientes de su respuesta, que parecía haberse perdido en medio de aquella nube de humo que le rodeaba la cara y la cabeza entera, y sólo cuando sus rasgos volvieron a salir de la niebla, otra vez con la sonrisa, Pepito, haciendo una catapulta con los dedos, lanzó por el agujero del suelo la colilla y le contestó a Barea:

–Pregúntale a tu padre.

Entonces fue cuando Barea se levantó y encorvado para que la cabeza no le diera contra los travesaños del toldo empezó a dar gritos y a decir que su padre estaba en Alemania y que a su madre nunca la habían meado, ni su padre ni nadie, y que le iba a dar una patada a Pepito en la boca y le iba a echar los dientes abajo. Y se movía para atrás Barea como si de verdad estuviese a punto de darle una patada a la cabeza de Pepito, igual que cuando había que sacar un córner, pero Pepito no se movía y seguía sonriendo como un gánster. No se movía porque estaba seguro de que todo lo que había contado era verdad, como en el fondo todos lo estábamos, hasta el propio Barea, por más que alzara la voz y jurase.

Y como se vio que Barea no iba a parar de gritar y nunca se atrevería a chutar la cabeza de Pepito por mucho que arrastrase la puntera del zapato por los fideos y los garbanzos que había tirados por el suelo del camión, Tatín se replegó sobre sí mismo para poder levantarse. Aquel gesto fue la señal para que todos empezáramos a movernos y a andar por el camión hacia la puerta trasera, todos menos Pepito, que se quedó allí sentado al fondo, viéndonos salir con su sonrisa de gánster que le ha ganado la partida a la policía y con un nuevo cigarro entre los labios. Mareado por tanto humo y por el recuerdo del guiso que no me había comido y por los microbios y la sangre de la que había hablado Pepito, fui el primero en bajar, pero en vez de quedarme a echar pares o nones para jugar un partido, empecé a andar hacia mi casa, sin decirle nada a nadie ni contestar a las llamadas del Mocos. A mi espalda oí el golpe de los hierros de Tatín al caer del camión y los gritos que Barea seguía dando como si fuesen ruidos y voces que habían sonado hacía mucho tiempo, los oí como los oigo ahora, como si en vez de estar oyéndolos, los recordara.

A lo mejor es que en un instante pasaron muchos años y si hubiera vuelto la cabeza atrás no habría visto al Mocos ni a Tatín ni el camión Avia, que ya estaría desguazado en la chatarrería de la Pellejera o en cualquier otra chatarrería, con los hierros oxidados y la caja toda llena de boquetes y sin rastro de fideos ni de garbanzos. Quizá es que me perdí en el laberinto del tiempo, que es igual que una flor blanca, con los pétalos en espiral, casi rozándose un círculo con otro. No sé qué me ocurrió ni de qué familia era aquel musgo que se me había enredado por la espalda y por el corazón. Ni siquiera sé si era un musgo o una yedra aquella planta que había nacido dentro de mí y que, llenándolo todo de sombras, crecía y se regaba a sí misma con una especie de gotera y de charquina que yo llevaba por las cavidades de mi cuerpo.

Cuando a la tarde siguiente fui al circo con mi padre, mi interior era ya una selva llena de follaje y de ramas retorcidas, de lianas, heliotropos y raíces aéreas. Entre pecho y espalda llevaba yo el Mato Grosso, el Amazonas entero, y si hubieran querido, por mi interior se podían haber paseado a sus anchas aquellos leones y panteras que entre rugidos y estallidos de látigo salían a la pista y corrían a sentarse en sus taburetes con el mismo miedo con que en el colegio lo hacíamos Bravo Garzolini y yo, sólo que a los animales aquéllos les costaba más trabajo obedecer y lanzaban manotazos y unos eructos que estremecían el circo entero.

Pero lo que más miedo me dio no fueron los leones ni las panteras, sino Pinito del Oro. Cuando aquella mujer se encaramó a lo alto del columpio sentí tanto horror como si yo mismo estuviese allí arriba, con un bañador lleno de fulgores y de pie en una barra de metal en la que no cabían ni los dedos de los pies y que iba de un lado para otro como el péndulo de un reloj muy rápido, como un reloj que adelantara media hora por hora. Pinito del Oro no era como los monos pedigüeños que habían salido un rato antes, ella, con aquel bañador cargado de brillantes, tenía toda la pista para caerse muerta, podía elegir cualquier sitio de aquel redondel que era enorme aunque ella lo debía de ver muy pequeño desde allí arriba, tan pequeño que a lo mejor por eso no se caía, porque no tenía dónde caerse y se veía obligada a seguir haciendo piruetas en lo alto de su columpio.

Bravo Garzolini, que estaba frente a mí, sentado en medio de su padre y de su madre con su abrigo de los domingos a pesar de que ese domingo no habría ido a la Jijona a por su cargamento de dulces, miraba a Pinito del Oro sin alterarse, con la misma cara de sueño con que oía al Pitraco hablar de la Almi o miraba los monigotes que Conchi Canca dibujaba en la pizarra, todos con esas túnicas hasta los pies y una corona de luz amarilla en la cabeza, menos el demonio, que siempre estaba encueros, sin túnica y con un rabo colorado, escondido debajo de las piedras o detrás de un matojo seco. Seguro que Bravo Garzolini, que había visto a los monos jugar al fútbol con la misma desgana con que él mismo corría detrás de la pelota, sin sacar las manos de los bolsillos y medio bostezando, no tenía matorrales y arbustos por dentro, seguro que estaba hueco o por lo menos relleno de dulces de la Jijona y sin una brizna de hierba en los pulmones o en las tripas, no como yo, que esa noche al acostarme me pareció que dentro de la cama metía conmigo una película entera de Tarzán, a mi lado se oían gritos de búhos y de animales arrastrándose por entre las raíces y el fango. Y en medio de aquel cuadro se me aparecía Pinito del Oro, diciéndome adiós desde lo alto de su columpio y cayéndose al revés, para arriba, atravesando la lona que servía de techo al circo y perdiéndose por el cielo con su bañador de brillantes como si fuese una estrella. Y luego, andando por la selva, estaban Esperancita y su prima Quini, llevando bajo los jerseys unos pechos como los de las bailarinas, pequeños como los flanes pequeños de la casa Mandarín, sólo que más sólidos, tan sólidos que eran capaces de perforar la lana de un jersey y no se estremecían cuando uno los llevaba de un sitio para otro, aunque los llevase corriendo, aunque Pinito del Oro se los hubiera subido a lo alto de su columpio, así de sólidos eran y más finos todavía que los flanes de la casa Mandarín, más lisos y más suaves, tan suaves como los ojos de Esperancita, que parecían suaves, suaves como la luz que desprendían los santos de los Evangelios, como las palabras que dicen que decían en los bordes de los ríos, en lo alto de las montañas, en mitad del desierto.
Yo necesitaba la visita de uno de aquellos santos, alguien que diera luz a mi selva. Aunque a quien de verdad yo habría necesitado era a Sonsoles Aranguren Gómez, que a partir de entonces fue llamada Soledad Rubí y que era una especie de santa, sólo que trabajaba en el cabaret y en vez de túnica nada más que llevaba un biquini de lentejuelas. La bailarina recién contratada por don Mauricio Céspedes habría despejado mi interior de miasmas y apariciones, pues según decía mi hermano en sus cartas, aquella joven pueblerina parecía estar tan llena de voltios que cuando Rovira iba a hacerle una foto siempre decía que para retratarla no necesitaba enchufar el flas. Aunque lo que Rovira dijese no había que tomarlo en consideración, porque lo decía medio en broma y sobre todo porque desde el primer instante, desde que el fotógrafo vio a Soledad por primera vez, le pareció que llevaba muchos días, muchos meses y muchos años esperando la aparición de aquella mujer en el escenario. Y el mismo flas que iluminó aquella primera fotografía de Sonsoles Aranguren transformada en Soledad Rubí, ese flas entró por el corazón de Rovira llenando de luz sus oscuras cavidades como si éstas fuesen las habitaciones polvorientas de una casa abandonada a la que el viento de la primavera le abriese todas las ventanas. Y ya nunca dejó de alumbrar ese destello el pecho y la vida del fotógrafo Rovira.

Y aunque al principio quiso rechazar aquel pálpito y después de hacer un par de fotografías se retiró hasta la barra y desde allí, mirando el espectáculo, bromeó con Anselmo el encargado sobre el escaso futuro de la nueva contratada, que bailaba más lenta que las demás bailarinas y no acababa de coger el compás, cuando acabó el número y la vio de cerca, Rovira volvió a sentir su pasado como un extravío, como una peregrinación por la oscuridad.

Fue precisamente mi hermano, que todavía se llamaba Ramón, quien presentó la bailarina a Rovira. Y como el fotógrafo se quedó sin saber qué decir, mirando aquellos ojos color de miel, trigo y hoja de árbol tierno como si fueran los primeros ojos que había visto en su vida, mi hermano le pidió que lo retratara junto a Sonsoles. Justo cuando el fotógrafo tenía preparada su cámara, apareció don Mauricio Céspedes y, colocándose entre mi hermano y la bailarina, le dijo a Rovira que hiciera la foto, y antes de que el obturador de la cámara hubiese vuelto a su sitio, ya estaba don Mauricio diciéndole al fotógrafo que al día siguiente quería dos copias, o mejor tres, tres copias, y antes de que Rovira contestase ya había cogido el dueño del cabaret a Soledad Rubí de un brazo y se la había llevado a la otra punta de la sala para presentarle clientes de categoría y gente de la noche.

Rovira se quedó frente a mi hermano, mirando su cámara fotográfica como si ya pudiera ver la foto que acababa de hacer y en la que tiempo después también yo vería a Sonsoles Aranguren ataviada como Soledad Rubí, con un vestido muy corto de flecos brillantes y una diadema plateada con pedrería y diamantes falsos. Y aunque al ver esa foto nada sabía yo de su historia ni de su persona, sí advertí que aquella mujer, Sonsoles Aranguren, iba disfrazada de bailarina, no como el resto de sus compañeras. Las demás bailarinas parecían que en toda su vida no hubieran tenido otra ropa puesta que aquella que llevaban en el momento de ser retratadas, ya fuese un biquini de lentejuelas o un traje de hawaiana, pero Sonsoles Aranguren, con aquella sonrisa dulce, casi de niña, con aquella vergüenza que se le adivinaba en la forma de dejarse abrazar por don Mauricio Céspedes, parecía que iba a una fiesta de disfraces vestida de bailarina y que además el disfraz que había elegido no le acababa de gustar. Eso la llenaba de misterio, porque las demás bailarinas, no importaba que tuvieran dos o hasta tres nombres, se sabía quiénes eran y qué eran, mientras que de Soledad Rubí sólo se sabía que no era bailarina y que bajo aquel disfraz y aquel maquillaje sofisticado que le realzaba la profundidad de los ojos y le daba un tinte maduro a la fresa de sus labios, se ocultaba otra mujer que olía a lavanda y que en medio del humo del cabaret y de sus focos de luz recordaba al aroma de los trigales, el canto de los pájaros persiguiéndose por un cielo azul y la tibieza del sol y de la brisa en los campos del verano.

Como un pobre raquítico necesitado de tomar aire fresco y recibir un bálsamo solar, Rovira pasó el resto de la noche bizqueando para donde quiera que don Mauricio se llevaba a aquella bailarina que para el fotógrafo era un reconstituyente y a la vez un veneno, una vitamina para la vista y una pócima para el alma. Sin apenas hablar y triste como si de verdad le hubiera entrado el raquitismo y también las fiebres maltas y el tifus y el mal de los pantanos, Rovira llevaba la vista de la bailarina a su copa de ginebra, y allí se quedaba medio extraviado, mirando dentro de la copa hacia no se sabe qué horizonte, como si en el fondo de aquel líquido transparente continuara viendo a la artista debutante, flotando entre el hielo y el licor como Esther Williams en medio de sus películas o como las sirenas de Ulises. Sólo que allí nadie cantaba y todo era como si Rovira se hubiese metido en una película de cine mudo.

Y así siguió el fotógrafo hasta que en compañía de mi hermano y de Chin Lu emprendió el camino hacia su casa, que como ya todo el mundo sabe era la pensión Ríos-España. Iba ya sin tupé, como si le hubieran baldeado el flequillo y el alma, taciturno como cuando en medio de un revelado abandonaba inesperadamente su habitación de fotógrafo y se iba con paso rápido al cabaret y se quedaba allí mirando el escenario vacío hasta que después de un rato de silencio recuperaba la calma. Sólo que aquella noche no le quedaba ningún sitio al que peregrinar en busca de sosiego, pues en el cabaret ya siempre estaría rondando la sombra de Sonsoles Aranguren disfrazada de bailarina y en el espejismo de las mesas vacías el fotógrafo siempre oiría el eco de su risa. Un eco que por las calles desiertas se le mezclaba con el ruido de sus pasos y con el de los pasos de mi hermano y del chino Bonilla. Fue entonces cuando mi hermano, advirtiendo la tristeza de su amigo fotógrafo, empezó a canturrear algo que a Rovira le gustaba mucho, la canción «Perfidia». Y por las calles vacías, alumbradas con unas farolas pobres, la voz de mi hermano fue acompañando como en una película triste de Ginger Rogers al fotógrafo Rovira y al chino Bonilla, que ahora, camino de la pensión Ríos-España, iba vestido con su túnica de seda, su maquillaje de chino y su bigote postizo, y en la maleta, junto a sus artilugios de magia, llevaba el traje de calle con el que había llegado al cabaret. Y la sombra de los tres hombres se iba alargando por los adoquines húmedos de la noche, entrando en el foco de un farol y alejándose de él mientras la voz de mi hermano subía lenta, como una cometa lenta, hacia el cielo de la madrugada, Mujer si quieres tú con Dios hablar, pregúntale si yo alguna vez te he dejado de adorar, el mar espejo de mi corazón…, y la voz de mi hermano, que todavía se llamaba Ramón, acunaba el sueño de Barcelona entera.

Pero no había canción que pudiese levantar aquella tristeza, porque el eco de la risa y de la voz de Sonsoles Aranguren no sólo se encontraba flotando entre las mesas y el cortinaje del cabaret, sino en el interior del fotógrafo Rovira. Y del mismo modo que el fotógrafo supo desde el primer momento que aquella mujer estaba destinada a cambiar el eje de su vida, doña Angelines también adivinó desde el principio en qué laberinto se había perdido su marido, lo supo desde que aquella primera noche, acostada en su dormitorio de la pensión, escuchó por la ventana el canto de mi hermano avanzando por la calle y advirtió el compás lento y cansado que traían los pasos de su marido, todavía más lento que el ritmo de la canción que mi hermano llevaba en los labios, Y el mar reflejo de tu corazón, las veces que ha visto llorar la perfidia de tu amor. Aquel pálpito de doña Angelines quedó confirmado minutos después, cuando en la oscuridad de su habitación, fingiéndose dormida, observó la desgana con que Rovira se desnudaba y cómo entre las sombras iba a mirarse en las aguas oscuras del espejo que había sobre la cómoda para quedarse allí, viendo aquella silueta brumosa sin creer que esa figura que aparecía en la penumbra del cristal fuese su propio reflejo, sino el de un extraño que desde el fondo de las tinieblas venía a burlarse de él.
Lejos de hostigar a su marido o de poner cerco a su alma ya en exceso acosada, a partir de aquella madrugada en la que Rovira estuvo a punto de romper en un llanto amargo y de gritar su desesperación al espejo y a la noche, doña Angelines, consciente del dolor que abrasaba al fotógrafo, redobló sus atenciones con él y empezó a tratarlo todavía con más delicadeza. Era como si le cronometrase el parpadeo de los ojos, los latidos del corazón y la vida entera, y era tanta la delicadeza, que doña Angelines disimulaba su desvelo y esmeradamente fingía descuidos y desatenciones banales, que eran el disfraz de tanta perfección. Pero cuando nadie lo advertía, cuando estaban a solas o Rovira andaba repasando sus álbumes y sus carpetas, la dueña de la pensión Ríos-España miraba a su marido como si estuvieran en un muelle y él se fuese a subir a un barco para emprender un viaje muy largo, un viaje del que ya nunca iba a regresar. Doña Angelines sabía que ocurriera lo que ocurriese ella iba a pasar el resto de su vida allí, yendo al muelle todas las mañanas a mirar el horizonte vacío, el mar por el que a lo lejos ya siempre estaría navegando solo y perdido el fotógrafo Félix Rovira.

Así lloraba por las noches mientras su marido estaba en el cabaret haciendo fotografías, como si ya se encontrara ella de pie en un malecón desierto, sola frente a un mar de invierno, porque en realidad, ella lo sabía, aunque Rovira estuviese en el cabaret con su cámara colgada del pecho y sonriéndole a Anselmo el encargado, haciendo fotos al solista Arturo Reyes o bebiendo ginebra con su tupé aventurero, donde en verdad estaba era navegando a la deriva. Sólo había que mirar al fotógrafo para saber que estaba embarcado, cómo se movía, andando sobre el piso inestable de un barco, igual que el Mocos, el Guille y yo andábamos sobre las maderas llenas de fideos y agujeros del camión Avia del Cuellicorto, así caminaba Rovira, inseguro y con un brote de náusea trabajándole la boca del estómago.

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Autor: Antonio Soler. Título: Las bailarinas muertas. Editorial: Galaxia Gutenberg. Edición: papel

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