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El libro y la hermandad, de Iris Murdoch

El libro y la hermandad Iris Murdoch

No le sobran los motivos a la elegante y selecta editorial Impedimenta para apostar por las historias que legó al mundo de los vivos Iris Murdoch (Dublín, 1919-Oxford, 1999), la gran estilista de la narrativa irlandesa junto con su también vindicado compatriota William Trevor, a cuya novela Verano y amor (Salamandra, 2011) tanto recuerda El libro y la hermandad, más en intenciones y estilo que en tramas, motivos y, sobre todo, distancia: estamos ante un novelón que pide un notable tiempo de inmersión para que empiece a dar los frutos que promete. Si alguno de los asiduos de la prosa de la cuidadosa estilista ya se había paseado gustoso por las otras dos novelas que la editorial ha rescatado con tino para el nuevo siglo (Henry y Cato (1976) y El unicornio (1963), reeditadas respectivamente en 2013 y 2014) sabrá de lo que hablo, y sabrá también que no se trata precisamente de frutos vanos. A pesar de todo, el lector contemporáneo se impacienta pronto con las novelas que todavía beben de las mejores aguas de Charles Dickens o Jane Eyre, por poner modelos fragantes en los que se ampara Iris Murdoch para componer sus entretenidas, densificadas y corales historias de vidas que, pese a los embates del destino, merecen ser vividas. Por tanto, toca tomar aire.

Los personajes del Primer Folio de Shakespeare hablan de amor 2.254 veces, aunque no creo que el elenco que aparece en El libro y la hermandad se refiera a él en menos ocasiones. En el postfacio que Rodrigo Fresán escribe para la ocasión ya se nos avanza que el amor es uno de los motores de la novela. Pero lo que no se nos dice es que tal vez sea el único motor de la obra, y no sería osado proponer que también lo haya sido de la vida de Murdoch (revisen la biografía de Peter J. Conradi o la película Iris). El amor, en efecto, así como el sexo desprejuiciado. Y si el amor se convierte en oleaje de la historia, la amistad como amor sublimado pasa a ser el verdadero mar de fondo del argumento del libro, que no de El libro. La cursiva tiene que ver con la obra que el personaje de David Crimond, incomprendido genio marxista al que sus amigos –la Hermandad creada para la ocasión– financian, lleva gran parte de su vida escribiendo de un modo secreto y, diríase, hasta esquivo: en verdad nadie sabe si la obra existe, y de existir, en qué estado se encuentra. Al carisma de Crimond se le une la sensación generalizada de que él es el escogido por los dioses para llevar a cabo la misión de reordenar el mundo y, de ese modo, justificar la existencia de los componentes de esa cofradía repleta de burgueses bohemios que hace las veces de mecenas simplemente por reconocer que la palabra dada tiene todavía algún valor en nuestro tiempo o en el tiempo en el que la novela transcurre, que el lector no acierta a enmarcar de lleno, algo que finalmente tampoco importa demasiado. El amor, desde luego, y la amistad, por encima de todo. Platonismo intravenoso; no en balde, Murdoch se consideraba a sí misma una filósofa estudiante de las ideas platónicas concernientes al amor. “Es más que sexo, es una profunda y apasionada energía que todas las personas llevan dentro y que puede ser buena o mala. Pienso que esa energía es la cosa más importante en la vida del hombre. Que las cosas te salgan bien en el amor, poder amar a otro sin egoísmo, es uno de los puntos más sublimes en el curso de nuestra especie y es, también, algo increíblemente difícil de conseguir”, llegó a decir en alguna ocasión.

Cuando el amor es suficiente
Los personajes de El libro y la Hermandad tratan por todos los medios de llegar triunfantes a lograr ese deseo platónico que es asimismo murdochniano. Algunos creen haberlo conseguido, otros se desdicen y muchos de ellos están en la senda que podría conducirles al objetivo. Tanto es así que en un momento del relato, el narrador al tiempo implicado y distanciado en los acontecimientos suelta que Tamar, una de las antiheroínas de la historia (aquí todos los personajes son antihéroes), “estaba lista para enamorarse. Se puede planificar el enamoramiento.” Aclaren la vista todo lo que quieran, pero han leído bien: se puede planificar el enamoramiento. A partir de ahí queda libre el lector para imaginar cualquier giro de los acontecimientos, que tendrán justificación y, lo más importante, traerán consigo la pátina de la verosimilitud. Ahora es cuando se entiende que Harold Boom se preguntara hace unos años si “¿acaso hay algún novelista inglés vivo que posea la exuberancia y el pulso narrativo que tiene Murdoch?” En la explosión exuberante de la prosa aeróbica de la Murdoch, los personajes recuerdan, piensan, se cuestionan y hablan, hablan muchísimo. Como si Proust hubiera pasado por un diván de programa televisivo de sobremesa. Si se les filmara, estos personajes llevarían marcadas a fuego en sus caras mancilladas por la pasión, el resentimiento, la bebida y la total falta de fe que convierte el relato en un dibujo elocuente de los estragos del tiempo a modo de elegía no del todo exenta de humor (busquen la escena del enamorado campestre de ojos oscuros y se llevarán una considerable sorpresa).

En el fondo, El libro y la hermandad no deja de ser otra cosa que un fresco de la sociedad desprejuiciada de los bon vivants oxonienses que vivían con ingenuo idealismo los modos existenciales de la extrema izquierda sin la mala conciencia con que por estos lares parecía que lo hacía la burguesía de la Gauche divine. El aire de vodevil –más lopeveguesco que shakespeariano–, con personajes que entran y salen de escena, se quieren, se desairan sin motivo, tratan de sobrevivir o morir, y algunos deciden no casarse para poder mantener la soledad por las noches, se siente como una de las fortalezas del texto y hace de que la prosa sea la verdadera protagonista del relato junto a la maestría con la que Iris Murdoch maneja la superposición de situaciones simultáneas en cada una de las tres partes en las que se divide la novela durante el escaso año en el que se nos cuentan las aventuras centrales de Crimond –“paradigma del hombre moderno” para la hermandad–, Gerard, Rose, Duncan, Jean, Tamar y el resto de personajes que pueblan una de las novelas más ambiciosas y conseguidas de la gran dama de las letras inglesas del último medio siglo.

Con una poderosa capacidad de observación, la narradora dublinesa retrata un mundo en el que conocer el latín y el griego no resultaba una bizarría, como tampoco tratar de pujar por un Watteau, un Longhis, un Vuillard, un Morisot, un Chagall, pasar las Navidades en una casita italiana, pasear en Rolls por Londres, embarcarse en cruceros,  o comprar una villa al sur de Francia; aun así, las aventuras que corren estos seres tan nuestros a estas alturas satisfacen el deseo de sentirnos esperanzados cuando leemos juicios como el que afirma que “la sociedad no puede perfeccionarse. Lo único en lo que podemos confiar es en una sociedad decente.” Y lo único a lo que cabe aspirar es a salir al encuentro de la felicidad, apartando las ramas, y si es necesario, sacudiendo el árbol para que caiga de él todo el amor que podamos albergar en el regazo. Ése es el auténtico propósito del libro, y a fe que lo consigue. Amen mucho. Sean decentes. Lean.

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Título: El libro y la hermandad (1987). Autor: Iris Murdoch. Editorial: Impedimenta, Madrid, 2016. Páginas: 654 páginas. Edición: Papel

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