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Primeras páginas de Annobón, de Luis Leante

Primeras páginas de Annobón, de Luis Leante

Annobón, de Luis Leante, arranca con la investigación que un escritor lleva a cabo a raíz del hallazgo de un cadáver de mujer momificado en una localidad de Colliure, en el sur de Francia. A partir de esta noticia el narrador hace la reconstrucción de unos hechos casi desconocidos que ocurrieron en Madrid y Guinea en los años 30 y 40 del siglo pasado: la noche del 14 de noviembre de 1932 Restituto Castilla, sargento de la Guardia Civil, asesinó con una navaja barbera al Gobernador de Guinea cuando visitaba Annobón, una isla de 17 kilómetros cuadrados, a tres días de navegación de la capital, donde Castilla había fundado una comunidad utópica que se regía por los principios de la República.

Una vez cumplida la condena, el abogado Pedraza se cruzará en su camino y la vida de ambos entrará en una vertiginosa sucesión de adversidades que afectará a todos los que están a su alrededor. Celos, dignidad, locura, mentiras y obsesiones en un triángulo amoroso en el que el miedo y el amor se confunden con frecuencia.

A continuación, puedes leer las primeras páginas de Annobón, de Luis Leante.

Los nombres del capitán Alfonso Pedraza Ruiz y del sargento Restituto Castilla González no aparecerán nunca en los anales de la historia de España del siglo xx. El recuerdo de la aventura colonial del sargento Castilla y el atentado fallido del capitán Pedraza contra Franco se han desdibujado en la memoria individual y colectiva de la posguerra. Los nombres y las historias de Pedraza y de Castilla aparecen dispersos en informes militares, artículos de prensa, sumarios, cartas, diarios personales, documentos inéditos y testimonios orales. Con la suma de todo, hasta no hace mucho apenas se podía escribir un artículo de poca extensión. Y, en cualquier caso, resultaba difícil establecer la relación entre los dos personajes, que se conocieron en 1939 y nunca estuvieron juntos más de diez minutos seguidos en una sala de visitas y en un despacho de la prisión madrileña de Atocha.

La historia de Restituto Castilla se parece a grandes rasgos a la de otros militares, funcionarios o aventureros anónimos que marcharon a Guinea en la primera mitad del siglo xx en busca de fortuna o huyendo del infortunio. Y, sin embargo, es diferente porque el resultado de su aventura colonial marcó de una u otra forma la vida de personas que jamás pusieron un pie en África o que, en algún caso, ni siquiera llegaron a conocerlo.

Restituto Castilla González, sargento de la Guardia Civil, de treinta y cinco años en el momento de los hechos, fue condenado por asesinar en 1932 a Gustavo de Sostoa y Sthamer, gobernador general de los Territorios Españoles del Golfo de Guinea. El crimen fue celebrado en secreto por unos en la colonia y condenado abiertamente por otros en la Península, donde provocó desconcierto e indignación, en igual medida, entre políticos y militares. Desde que Gustavo de Sostoa fue nombrado gobernador de Guinea y desembarcó en la isla de Fernando Poo, su cruzada contra la corrupción, el esclavismo encubierto, los privilegios y los abusos de poder había generado malestar y recelo entre una parte de la población blanca, acostumbrada a gobernantes sin escrúpulos que adaptaban, interpretaban y cumplían las leyes de manera arbitraria, en beneficio propio y de sus adláteres, en un régimen cercano al clientelismo.

Según se puede leer en la prensa de la época, Gustavo Tomás María de los Dolores de Sostoa y Sthamer, de sesenta años en el momento de su muerte, soltero, hijo de padre español y madre alemana, educado en el colegio protestante El Porvenir, en Madrid, era un hombre «de gran temperamento y carácter singular», que pertenecía al cuerpo diplomático.

El señor Sostoa y Sthamer encontró la muerte el lunes catorce de noviembre de 1932 en Annobón, una isla de diecisiete kilómetros cuadrados, a tres días de navegación de Santa Isabel. En Annobón vivían entonces cuatrocientos sesenta y cinco hombres y setecientas setenta y cinco mujeres, todos africanos excepto tres misioneros claretianos, un practicante y el delegado del Gobierno –el sargento Castilla, cabo de la Guardia Colonial de facto–, que llevaba en la isla algo más de año y medio. El crimen se produjo en la plaza de la República del pequeño poblado de San Antonio de Palé, que había hecho construir el propio Castilla sobre la playa. La plaza tenía forma rectangular y estaba a unos veinte metros de la orilla del mar. Al anochecer, los nativos organizaron un baile tradicional, el balele, en honor a don Gustavo en su segunda visita a la isla. Cuando el sargento Castilla llegó al lugar, el balele ya había comenzado. El gobernador presidía el espectáculo sentado en una silla de campaña. Faltaban unos minutos para las nueve de la noche, según el sumario. El sargento Castilla se acercó al gobernador con unos papeles en la mano. Quería hablar con él, pero Gustavo de Sostoa le ordenó tajante que tratara cualquier asunto con su secretario. A pesar de la tensión, nadie le dio importancia a aquel desencuentro entre la máxima autoridad y su delegado. El sargento Castilla fingió que se retiraba. Se alejó unos metros, sacó su navaja de afeitar, se acercó al gobernador por detrás, con sigilo. Con la mano izquierda le agarró la cabeza y con la derecha le dio dos tajos certeros en el cuello. Los que estaban junto a Gustavo de Sostoa tardaron en darse cuenta de lo que había ocurrido. En la instrucción del juicio los testigos declararon lo mismo, que oyeron un crujido seco, como si se quebrara una rama; que pensaron que la silla del gobernador se había roto; que su secretario le tendió la mano al gobernador para que se levantara, pero su excelencia no se movió. Y en ese momento, el sargento Castilla comenzó a gritar para que la gente que se arremolinaba en torno al gobernador retrocediera. Gustavo de Sostoa, en el suelo y con el bastón de mando en la mano, no se movía. Según confirmaron más tarde los peritos forenses, en ese momento ya estaba muerto o inconsciente. El sargento Castilla sacó su pistola reglamentaria y disparó dos veces al suelo, contra el cuerpo del gobernador, e hizo un tercer disparo al aire. Y en ese instante la gente corrió en todas direcciones y la plaza quedó casi desierta. En medio de la confusión, el sargento comenzó a lanzar vítores y a gritar frases incoherentes. Según la declaración de los testigos, el massa Castilla gritó «Ni reyes, ni tiranos». El sargento, por su parte, declaró en el juicio que también había gritado «Viva la República», y que él era republicano de los pies a la cabeza. Pero el secretario del gobernador dijo que lo que gritó exactamente fue «Viva la República de Annobón». En lo que sí coincidieron los testigos y el acusado fue en que de inmediato Restituto Castilla clavó la rodilla en tierra y pidió perdón. Luego, el sargento se recompuso, se levantó y ordenó a la escolta del gobernador, formada por indígenas, que se subordinara y se pusiera inmediatamente a sus órdenes. Nadie lo obedeció; al contrario, los guardias corrieron a esconderse en las cabañas, se adentraron en el mar o se metieron debajo de algunos cayucos cercanos.

Castilla se dirigió entonces al edificio de la Delegación, donde convivía con la indígena llamada Mapudo Ballovera. En el trayecto, una cuesta empinada de quinientos pasos, se cruzó con un corneta al que obligó a acompañarlo y a iluminar con una lámpara mientras sacaba su mosquetón, dos cajas de munición, las cartucheras, el correaje, el cuchillo-bayoneta, un silbato, los leguis que utilizaba cuando se adentraba en el bosque y un botijo. En ese momento oyó un ruido en el exterior, cargó el mosquetón y salió a la puerta.

Según contó el padre Epifanio Doce al juez instructor, estaban rezando antes de irse a dormir, cuando un criado llegó a la misión gritando que habían disparado contra don Gustavo de Sostoa. El misionero, que no sabía si el gobernador estaba vivo o muerto, decidió entonces bajar a la playa por si necesitaba confesión o auxilio religioso. Al pasar por la puerta de la Delegación vio que el sargento Castilla le apuntaba con el mosquetón y le gritaba algo que no pudo entender. Inmediatamente el delegado disparó contra él, y el misionero echó a correr en dirección a la playa. Después de dispararle, el sargento Castilla se encaminó al bosque, pertrechado de mosquetón y botijo, dispuesto a resistir hasta que el barco del gobernador se marchara. Eso fue lo que le contó al juez. A pesar de su enemistad pública y manifiesta contra el padre Epifanio Doce y los otros claretianos, negó que tuviera intención de matarlo cuando le disparó al padre superior.

La noticia llegó a las ocho de la mañana del martes quince de noviembre a Santa Isabel. El radiograma que envió el secretario del gobernador desde el vapor Legazpi decía: «Asesinado ayer nueve horas noche Gobernador General por Sargento Restituto Castilla, quien redujo gente desarmada a tiros e internóse en el bosque […] trasladándose cadáver a bordo del que se hizo cargo Capitán ordenando embalsamamiento propósito conducirlo a ésa. Particípole autor hecho conocedor Isla puede resistir. Esperamos órdenes urgentes. SOLER». Inmediatamente se publicó un «Suelto Extraordinario» en la revista de los misioneros hijos del Inmaculado Corazón de María, La Guinea Española, en el que se anunciaba la noticia. Entre otras cosas decía: «Numeroso personal, así del elemento europeo como indígena, acudieron al Gobierno para enterarse de la noticia por sí mismo, no queriendo dar por seguro lo que se corría. Las banderas están todas a media hasta [sic] y la impresión en la ciudad es enorme, oficinas y comercio cerrados. La noticia circuló por la población como reguero de pólvora, produciendo una impresión difícil de reproducir. Éste es el tristísimo hecho, que ciertamente sumirá a la Colonia en patriótico sentimiento, al mismo tiempo que levantará en el espíritu de todo ciudadano la más viril protesta contra un tan horrible atentado».

A las once y cuarto de la mañana, trastornado por el cansancio, enfebrecido y en estado de delirio, Castilla salió del bosque mientras hacía sonar el silbato para anunciar que se entregaba. Venía únicamente con el botijo en la mano izquierda y un pañuelo blanco que agitaba con la derecha para hacer ver que se entregaba. El mosquetón y el cuchillo-bayoneta, según declaró al cabo Sanz, que encabezaba la patrulla a la que se entregó Castilla, habían quedado en el bosque, al pie de la palmera bajo la que había pasado la noche.

Además de una pistola Browning fabricada en Lieja, del calibre siete sesenta y cinco, al sargento Castilla le fueron intervenidas cuatro mil trescientas pesetas de los atrasos que cobró dos días antes; un billete de lotería de Navidad que le había comprado al cabo Sanz, con el número 19537; una libreta en la que había redactado a lápiz dos oficios dirigidos a las autoridades, donde confesaba el móvil que lo llevó a cometer el crimen; dos juegos de esposas, un alicate, una navajita, una navaja barbera marca Solingen con mango de caucho negro y un suavizador para la misma.

El cadáver del gobernador viajó durante tres días sobre la litera de un camarote del Legazpi, envuelto en una sábana e hinchado a consecuencia de los líquidos que le habían inyectado el médico y el practicante del barco: ácido fénico cristalizado, alcohol, glicerina neutra y seis litros de agua. En el camarote contiguo, esposado la mayor parte del tiempo, viajaba su asesino. Cuando el vapor-correo llegó a Santa Isabel, hacía horas que una multitud se agolpaba en el muelle para recibir a ambos. Mientras desembarcaban el cadáver del gobernador, las campanas de la catedral tocaban a muerto. Lo condujeron al palacio presidencial en medio del griterío de los ni- ños, que se peleaban para estar en primera fila. Allí dos médicos lo esperaban para hacerle la autopsia y enviar los datos por radiograma a Madrid, donde esperaban la información. Los doctores concluyeron que las dos heridas de catorce y dieciocho centímetros de la región cervical eran mortales de necesidad y que los disparos que recibió fueron efectuados por la espalda a una distancia de cinco metros.

A las pocas horas, antes de conocer el resultado de la autopsia, varios oficiales y suboficiales del ejército brindaban en el casino de Santa Isabel por la muerte del gobernador. Se unieron a ellos unos cuantos funcionarios. Algunos habían acudido al puerto a recibir al Legazpi y asegurarse de que la noticia del crimen era cierta. En el casino se pronunciaron vítores al rey. Al parecer, nadie sabía que el asesino del gobernador era defensor acérrimo de los ideales republicanos, los mismos que defendía el señor Sostoa.

Mientras tanto, Castilla permanecía en el camarote del Legazpi, porque el único calabozo que había en la capital no reunía condiciones para encerrar al asesino del difunto gobernador. El sábado diecinueve de noviembre el juez instructor de Santa Isabel subió a bordo del Legazpi para tomarle declaración. En el primer momento Restituto Castilla aseguró que no recordaba nada de lo sucedido.

Cuatro días después, el Legazpi viajó de nuevo con el cadáver del gobernador y de su asesino en dirección a la Península. El siete de diciembre, a las seis de la tarde, hizo escala en Santa Cruz de Tenerife, donde Castilla fue entregado a la autoridad militar y encarcelado en el cuartel de San Carlos. Los únicos civiles a los que se les permitió acercarse a Castilla fueron un periodista y un fotógrafo del diario republicano de Tenerife La Tarde, que inmortalizó el momento en que el cabo de la Guardia Colonial era entregado por el capitán del vapor-correo a un teniente del Regimiento de Infantería n.º 37, cuyo nombre apareció confundido en el pie de foto con el del capitán del Legazpi.

El cadáver del gobernador continuó viaje hasta Cádiz, desde donde fue transportado en ferrocarril hasta Madrid. Fue enterrado con honores militares el once de diciembre de 1932 en la Necrópolis del Este, el actual cementerio de la Almudena. A su entierro acudieron autoridades políticas y militares, entre las que se encontraba el presidente de la República, Niceto Alcalá Zamora, con quien Gustavo de Sostoa había mantenido una relación personal desde hacía más de treinta años. Las noticias que se publicaron en la prensa a modo de crónicas resultaban contradictorias. Algunos medios hablaban de «crimen de carácter político». Para unos Castilla era un republicano que había actuado movido por un elevado sentido del honor y el deber; para otros era un reaccionario que se había rebelado contra la República por considerarla dañina para España y sus tradiciones. Unos y otros retrataban a Castilla como un hombre cegado por la ambición y el poder, una víctima de las enfermedades tropicales, de la soledad y del exceso de ocio que generaban un ambiente propicio para el «arrebato y desvarío mental». Unos lo definieron como comunista, otros como conservador, y la mayoría como un loco.

El recuerdo de Restituto Castilla se fue diluyendo en el tiempo, hasta su juicio en Gran Canaria en junio de 1934. Apenas los diarios ABC y La Vanguardia se interesaron ya por la noticia. Restituto Castilla González fue expulsado de la Guardia Civil y condenado a ocho años de prisión, de los que cumplió cuatro años y cinco meses en el penal del Puerto de Santa María. Se benefició de la amnistía política que el Gobierno del Frente Popular promulgó en febrero de 1936. Regresó a Madrid en el mes de marzo. Tres años después, cuando las tropas de Franco entraron en la capital, fue detenido y juzgado en consejo de guerra por adhesión a la rebelión militar y por pertenecer al Partido Comunista. Para entonces nadie sabía ya quién era Restituto Castilla, excepto el capitán que debía defenderlo en consejo de guerra, Alfonso Pedraza Ruiz, cuyo destino quedó marcado por aquel encuentro fortuito en las dependencias de la cárcel de Atocha.

Cuando al finalizar la guerra civil al capitán Pedraza le tocó defender a Restituto Castilla, la historia, la cara y el nombre del sargento no le resultaban en absoluto desconocidos. Alfonso Pedraza había seguido por la prensa, años atrás, las circunstancias de la muerte del gobernador de Guinea y de su presunto asesino, el sargento Castilla. En la fecha en que se produjo el crimen, noviembre de 1932, Alfonso Pedraza tenía veintinueve años y ejercía de abogado en su ciudad natal, León, a la vez que preparaba las oposiciones a judicatura. Estaba casado y tenía una hija de dos años. Pedraza apenas conocía nada de la Guinea Española, excepto algunas particularidades de la legislación colonial que había estudiado en la carrera de Derecho; pero la noticia de la muerte de Gustavo de Sostoa y Sthamer, de quien el suegro de Pedraza no tenía buen concepto, despertó inexplicablemente su curiosidad y su interés. Habría sido lógico suponer que la curiosidad de Pedraza por aquel crimen estuviera motivada por el cariz macabro del delito, o por los motivos por los que aquel sargento de la Guardia Civil había asesinado a sangre fría al gobernador. También habría sido posible que su interés estuviera en el aspecto técnico del proceso. En cambio, lo que parece más probable es que, al ver en la prensa la fotografía del presunto asesino, Alfonso Pedraza reconociera, o creyera reconocer, al hombre que miraba impasible a la cámara –ojos pequeños y muy vivos, ligeramente entornados, como si tratara de leer el pensamiento del fotógrafo–, y reviviera un incidente de juventud, en sus años de estudiante de Derecho en Madrid, cuando se libró in extremis de ingresar en los calabozos del cuartel de la Guardia Civil del paseo de Extremadura. Sea como sea, cuando Alfonso Pedraza desmanteló su casa de León para marcharse con su familia a Madrid, en el traslado se llevó con él la carpeta en la que había guardado los recortes de prensa del asesinato y del proceso judicial de Restituto Castilla.

Alfonso Pedraza había solicitado su incorporación al ejército al comienzo de la guerra, antes de que lo movilizaran, y en 1939 pidió su continuidad en el cuerpo jurídico, que le fue concedida con el grado de capitán. Pedraza, que hasta su entrada en el ejército había sido un hombre de leyes sin ambición más allá de su familia y de su trabajo, se hizo lamentablemente conocido a finales de 1941, cuando se le relacionó con un complot para asesinar a Francisco Franco. En el diario Arriba, en el número del sábado quince de noviembre de 1941, se puede leer:

El falangista Alfonso Pedraza Ruiz entró en el día de ayer, pasadas las 8 de la noche, en la iglesia madrileña de los Jerónimos con la intención de acabar con la vida del Generalísimo Francisco Franco, que se encontraba en el interior del templo asistiendo a un oficio religioso de carácter privado. Pedraza Ruiz, antiguo Capitán del Ejército Español expulsado por oscuras razones, se abalanzó cobardemente y con gran violencia sobre Su Excelencia el Jefe del Estado cuando éste se disponía a tomar la Comunión, al tiempo que gritaba fuera de sí consignas ininteligibles. Una mano intercesora y milagrosa salvó a nuestro Caudillo de una muerte segura y le concedió la lucidez y frialdad necesarias para pedirle a su asesino [sic] que le entregara el arma, que se le había encasquillado en el momento de disparar. El criminal, a pesar de la resistencia, fue reducido inmediatamente y desarmado por los presentes. El Jefe del Estado, que en ningún momento perdió la calma, no sufrió daño alguno.

El artículo, que no es mucho más largo, insiste a continuación en la condición de falangista de Alfonso Pedraza, y carga las tintas sobre algunos «elementos perniciosos que perviven ocultos en las filas de la Asociación fundada por el Mártir José Antonio Primo de Rivera». Por aquellas fechas, Falange Española de las JONS, o una parte de Falange, comenzaba a ser un problema para Franco en su intento de reconstruir el país, de manera que el aparato de propaganda del Régimen utilizó aquel intento de asesinato para denunciar la trama organizada por algunas personalidades falangistas, cuyo nombre se insinuaba sin mencionarse.

Aunque en las noticias que publicó la prensa de la época no se reflejan estos datos, hay que añadir que Alfonso Pedraza, falangista desde 1934, había estado casado con la única hija del general José María Pardo Andújar, amigo personal de Franco, cuyo nombre llevaba sonando desde el final de la guerra como candidato a ministro del Ejército.

Según reveló en 1998 el periodista Enrique Herrero en un reportaje de la revista Tiempo, que reproducía parte de la sentencia contra Alfonso Pedraza, el juicio sumarísimo de urgencia estuvo plagado de contradicciones e irregularidades. Incluso la información de la prensa tenía, en su opinión, un tufillo de propaganda que hacía pensar que las cosas no habían ocurrido exactamente como se contaron.

Probablemente lo único cierto de aquel oscuro asunto es que Alfonso Pedraza fue condenado a treinta años de prisión, de los que cumplió veinte. Cuando salió de la cárcel en 1961, Alfonso Pedraza era un hombre derrotado y enfermo, un anciano de cincuenta y ocho años. Nadie se acordaba de él ni recordaba aquel supuesto complot para matar a Franco en el que Pedraza participó como ejecutor. Únicamente a través de un libro de escasa tirada que publicó su hija en 1999, hubo un intento de rescatar y dignificar la figura de Alfonso Pedraza Ruiz, aunque en el libro no se menciona el atentado fallido contra Franco, como si no hubiera existido. Sin embargo, la hija de Pedraza le dedica un capítulo entero a un personaje «siniestro» que, según ella, fue decisivo en la caída en desgracia de su padre: el sargento de la Guardia Civil Restituto Castilla.

De la información que recabó para su artículo Enrique Herrero, se pueden deducir dos hechos que no encajan con la versión oficial. En primer lugar, Alfonso Pedraza Ruiz no pudo haber atentado contra Franco aquel catorce de noviembre de 1941 porque Franco, al parecer, estaba ese día en El Burgo de Osma. Y, en segundo lugar, el arma que le requisaron a Pedraza, según consta en el primer informe policial, no era una pistola, sino una navaja barbera de uso personal que Pedraza llevaba encima para degollar al general José María Pardo Andújar, que hasta la muerte de Pilar Pardo había sido su suegro.

Sin embargo, sí parece cierto que cuando Alfonso Pedraza se acercó a su víctima –es decir, a su suegro– con la intención de degollarlo, gritó algo que se interpretó en su día como una consigna. Y ese grito pudo ser, según contaron algunos testigos y se refleja en el sumario: «Ni reyes, ni tiranos».

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Autor: Luis Leante. Título: Annobón. Editorial: Harper Collins. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro

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