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3 poemas de Carlos Alcorta

Carlos Alcorta es un poeta y crítico nacido en Torrelavega en 1959. Ha publicado libros de poemas como Condiciones de vida (1992); Cuestiones personales (1997) (Premio Alegría/José Hierro), Trama (2003) (Accésit Premio Ciudad de Salamanca), Corriente subterránea (2003, Premio Hermanos Argensola), Sol de resurrección (2009, Permio José Luis Hidalgo y Finalista del Premio Nacional de Poesía); Ejes cardinales. Poemas escogidos (2014) o Fotosíntesis (2020). En prosa ha publicado, entre otros, Vistas y panoramas (2013); Casa sin puertas. Opiniones y reseñas sobre poesía cántabra contemporánea (2017), El hilo más firme. Nueva poesía en Cantabria (2016); Los años santanderinos de José Hierro (2022), El escenario Infinito. Notas sobre literatura (En prensa, 2023). Dirige la editorial Libros del Aire y es, además, responsable del Aula de Poesía “José Luis Hidalgo”, coordinador de las Veladas Poéticas de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo y director de la Feria del Libro de Torrelavega (Libreando) desde su creación. Ha comisariado numerosas exposiciones sobre escritores y artistas e imparte también Talleres de Escritura Creativa a distintos colectivos. Ejerce su labor de crítico literario en medios como El Diario Montañés, en cuyo suplemento cultural, Sotileza, colabora semanalmente; en revistas literarias como El Cuadernodigital, Clarín, Turia, Nayagua o Paraíso y en su blog personal (www.carlosalcorta.wordpress.com). En 2023 Ediciones Trea publicó Acto de presencia. Poesía reunida, 1986-2020, que recoge más de treinta años dedicados a la creación poética.

***

DIDÁCTICA 

Este no es poema de resurrección.

El cuerpo segrega sus jugos y luego desaparece.

Éste es un poema de insurrección

contra el yo.

HENRI COLE

¿A quién contemplo cuando me miro en el espejo?
¿Puede la imagen de alguien que ha perdido
su propia identidad desfigurar
la imagen verdadera
de quien se observa cuando ya nada significan
para su piel la noche o el día y es todo
un temblor de inconstantes formas? ¿Es el otro que habita
en mí quien me imagina y me destruye
al inventarme? ¿O es la inconsciencia acaso
ese espacio ingrávido en donde flota
el yo eventual, un molde hecho añicos,
un limbo donde ángeles desorientados
se transforman en locos saltimbanquis?

Tal vez toda pregunta encierre en su interior
la respuesta, y desentrañarla sea
una entelequia, como nadar sin agua.

A duras penas saco alguna conclusión
definitiva. Lo que los demás creen que soy
es solo una porción de la verdad,
existe en esa idea de mí que se respalda en ciertos actos,
ajenos a mi voluntad, cuando son metabolizados
por el tiempo o la amnesia.

Ciertas expectativas se convierten
en costumbres. Soy yo y soy otro
simultáneamente. Un hombre fustigado
por incongruencias y vacilaciones
morales que se arroja a los abismos
de su existencia, uno que vence el miedo
y soporta el destino con la fe
en sí mismo que le otorga la experiencia
o tal vez solo un hombre que precisa
un consejo, un mentor justo como Virgilio
para explorar la zona del infierno en que vive.

Esperar es creer en el futuro.

Tengo una apremiante necesidad
de comprender la causa de mi pesimismo,
no la encuentro en las falsas profecías
de los videntes ni en ese vacío
que ha dejado en mi alma un dios ocioso.
El mundo que construyo con palabras
es tan veraz como un autorretrato
pintado desde un ángulo visual
incorrecto, quizá por esa causa,
por renegar de todo,
al mirarme de nuevo en el espejo
—«este soy yo, pensaba, el centro del poema,
un precario arquetipo de la inmortalidad
que se volatiliza al cesar la escritura»—,
comprobé que lo que aparecía
en él no era la luz que yo irradiaba,
sino una falsa claridad que daba
vida a la idea que los otros tienen
de mí, a la que yo me acomodaba
involuntariamente, por una equivocada
sensación de que mi felicidad
de entonces me garantizaría
inmunidad perenne
frente a la corrupción del deseo
y las frivolidades de la memoria.

***

SIEMPRE QUISE QUE MI VIDA SIGNIFICARA ALGO

No trato de evadirme de la realidad
con el fervor cordial de la embriaguez
o invocando un pasado ficticio que me exima
de mis responsabilidades —soy
plenamente consciente de todos mis defectos—,
eso podría ser un síntoma de inmadurez
o de enfermiza vanidad, mal vista
en un hombre de mis años,
pero creo que me he ganado el derecho a guardar
distancia con los acontecimientos
que no me atañen directamente
(sí, claro que he oído hablar sobre el efecto mariposa):
la caída imprevista de la Bolsa
el descenso imparable del turismo
o una nueva derrota de Los Angeles Lakers,
por citar algunos ejemplos.
He perdido ya demasiadas cosas
en mi voluntariosa batalla con el mundo,
en mi propósito de comprender
la vida transcribiendo la experiencia
en hojas de papel ya amarillentas
y estoy cubierto de cicatrices
que ya no sé disimular.

Pensé que lo entenderías.
por eso me descorazona
comprobar que esperabas
de mí un cambio de actitud
que compensara tantos sinsabores recientes,
como si tu dolor no fuera el mío
o nuestros sentimientos se expresaran
en un lenguaje inentendible,
más propio de gnomos o de mascotas.
Un abismo separa la apariencia
exterior de la situación interna,
lo comprobamos a menudo
en las confesiones a posteriori.

Uno no puede renunciar a lo que ha sido.

La voluntad es maleable, lo saben bien los pecadores
como yo, y nuestros enemigos
más conspicuos, esos que conocen
nuestras debilidades, la doblegan
para hacernos codiciar lo que solo
existe en nuestra imaginación
y nos hace caminar desnortados
hacia un abismo sin historia.
Desconozco si el poder terapéutico
de la venganza que con tanta maña
empleó Shakespeare en sus dramas
isabelinos resulta efectivo
cuando se trata de vengarse de uno mismo.

Ahora, el peso del presente me arrastra hacia ese fondo
que vislumbro a través de una ventana
a ras de suelo. Piernas de viandantes
y ruedas de automóviles, no nubes
lentas y frágiles como un zepelín
visto desde el balcón del sueño,
era lo que igualaba
esa luz que rebota del asfalto
y en la que yo confío para verte sin aderezos,
en tu esplendor y en tu desdicha.

Esta desorientada claridad
que repta por tu espalda, silenciosa
igual que un frágil párpado, y se arrincona herida
mortalmente en la pálida suavidad de tus senos
acomodados a la arena dominical
dibujando precarias sombras transparentes,
debió ponerme sobre aviso
de que la exultación que prometían
los buenos propósitos era falsa, antinatural,
no procedía de la floración
estacional de los magnolios,
de la blanca pureza de sus pétalos;
se parecía, más que a los jardines
del paraíso, a rutas de transporte desiertas
o a esos bares de carretera
donde conversaciones excitadas
por el vino ahogaban el estruendo
devastador de nuestra artillería
cayendo sobre las fábricas y las viviendas
de los obreros mientras masticábamos
cacahuetes salados por rutina.

Era un día festivo, intrascendente,
y yo debería haber transmitido
una imagen menos conservadora
de mí mismo, más fiel a mis instintos,
pero no supe darme cuenta de que aplacar
con hielo la cólera de Dionisio
me distanciaba de mis orígenes,
porque la mente y el cuerpo se encontraban
en lugares distintos. Quiero ser, pensaba,
no parecer, por eso he buscado sentido
a la vida a través de las palabras
aunque con desigual fortuna. Gracias a ellas,
puedo jurarlo, he sobrevivido a cientos
de fracasos. Incluso ahora que han perdido
buena parte de su significado
conservo la certeza de que decir amor
(¿qué es la vida sin el alivio del amor?,
se pregunta un Lowell meditabundo)
es sentir su verdad, y el eco de su nombre,
la dicha que promete, ha evitado
que me convirtiera en un muerto en vida.

***

PENSAMIENTOS ESCONDIDOS

Parece regresar del reverso del mundo.
Está sentado en una posición majestuosa,
circunspecta, igual que Lincoln
o un Menéndez Pelayo
sin gaviotas en la cabeza.
Lo veo con los ojos de la imaginación,
porque mis párpados están cerrados.
Mira hacia el infinito,
como si, por un momento, albergara
la idea de incorporarse
y caminar por un espacio vacío,
por ese terreno invisible —lo supone
alfombrado por hierba joven
que media entre ambos.
No presenta un aspecto fantasmal.
Su eventual presencia se concreta
en mi firme deseo de verlo de nuevo.
Guarda un infranqueable y misterioso
mutismo, pero quizá ha vuelto para revelarme
el despacho que certifica la muerte de un hermano
o el traslado de cárcel de su padre,
como si fuera un adivino
o un Cacciaguida deslenguado.
Teme que se me olvide. Quiere recordarme
lo que me dijo tantas veces,
que un ser humano sin principios
carece de valor, es un espantapájaros.
Él ha llegado ya a ese punto
en el que no le importan las conductas
y los actos de nadie, salvo los de sus hijos,
por eso, aunque traspasa
paredes y su aliento no apaga las velas,
son para mí sus convicciones
la verdadera palabra de Dios
la que conserva viva la memoria de un hombre.

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