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7B, Coney Court, un cuento de Arthur Manchen

7B, Coney Court, un cuento de Arthur Manchen

Ritual: Cuentos tardíos (Reino de Redonda), de Arthur Manchen, ofrece trece relatos del escritor galés publicados entre 1925 y 1937. “Es una despedida adecuadamente enigmática para un autor que dedicó la parte más inspirada de su obra a levantar el velo para atisbar el misterio que hay en todas las cosas y poder apreciar su hechizo, con independencia del riesgo”, señala Antonio Iriarte, prologuista y traductor del libro. Zenda ofrece el cuento 7B, Coney Court.

 

7B, Coney Court

(1925)

Hace muchos  años, el poeta  y dramaturgo Stephen Phillips, ya fallecido, se vio envuelto en un problema bien extraño. Acababa de mudarse de su casa en algún  punto de la costa meridional, creo que en Littlehampton o por ahí cerca, y corrió  el rumor de que lo había hecho porque estaba encantada. Los rumores llegaron hasta Fleet Street, y no sé qué periódico mandó a un  reportero a entrevistar al poeta.  Stephen Phillips le contó al periodista sus experiencias en su antigua residencia y estas eran,  en efecto, de lo más extraordinarias. He olvidado  los detalles  y no puedo recordar qué clase de ruidos  o voces o apariciones habían inquietado al antiguo inquilino, pero  no cabía duda  de que la casa estaba encantada, y muy malamente. El periódico publicó  una «historia»  sensacionalista… Y el propietario de la casa demandó a todos los implicados, a los que exigió una suma considerable a título de daños y perjuicios. Ni a Phillips ni a la gente del diario se les había ocurrido que se pudiera difamar  a un inmueble, pero el propietario del mismo señaló que decir  de una casa que estaba encantada la volvía imposible  de alquilar  y que,  como consecuencia de las afirmaciones vertidas en la entrevista, la vivienda que en tiempos  ocupó  el poeta  llevaba los últimos dieciocho meses vacía y a su costa. Se me ha ido de la memoria cómo  concluyó  el asunto,  aunque creo que alguien –o el poeta  o el diario– tuvo que apoquinar, y me imagino  que sería el periódico. Sin embargo, tomo el hecho como advertencia y declaro  de antemano que todos los nombres y lugares de la historia  que sigue son ficticios. No existen unas Casas de la Justicia como Curzon’s Inn; no existe ninguna plaza llamada Coney Court, aunque South Square, en Gray’s Inn, una vez llevó ese nombre. En consecuencia: no procederá demanda alguna.

Pero si asumimos momentáneamente que los nombres y los lugares  son tan verdaderos como la historia,  cabe decir que Curzon’s Inn se encuentra en algún punto entre Fleet Street y Holborn. Se accede a él por un laberinto de patios tortuosos y callejones  enlosados, lo custodian unos postes de hierro y consiste en un pequeño paraninfo –obsérvese el muy peculiar y elaborado estilo «falso gótico» de la entrada principal, de 1755–, una  enorme y exuberante morera en un  cercado con rejas, un  patio cuadrado llamado  Assay Square y otro más, que es Coney Court. En este último hay nueve entradas a los inmuebles que lo rodean, reconstruidos en 1670. Todo tiene el tono rojo deslucido de los antiguos ladrillos. Las entradas están adornadas con columnas corintias, al modo de las puertas más antiguas de King’s Bench  Walk en el Temple, y los voladizos de madera tallada sobre los portales se le han atribuido a Grinling Gibbons; de forma un tanto dudosa, según tengo entendido, y por la mala interpretación de una alusión  en un diario  contemporáneo. Pero en todo  caso existen  nueve  puertas en Coney Court, y sólo nueve. De ahí la perplejidad del señor Hemmings, el administrador, cuando recibió  un cheque de veinte libras con una nota que rezaba:

Muy señor mío:

Adjunto hallará un cheque de veinte libras (£20,00), a título de la renta del trimestre que les adeudo por mis aposentos en el 7B de Coney Court, Curzons Inn.

Le saluda atentamente

Michael Carver

Eso era todo. No había remite. No llevaba fecha. En el matasellos  se veía la letra «N». La carta se recibió  en el primer reparto postal del 11 de noviembre de 1913. Por costumbre inmemorial de origen  desconocido, los alquileres de Curzon’s Inn no son pagaderos el primer día hábil del trimestre, al modo inglés, sino a la escocesa, por lo que hacerlo el 11 de noviembre, día de San Martín, era lo correcto, hasta ahí, todo en orden. Pero en Coney Court no existe ninguna entrada 7B, y en los registros de los administradores no constaba ningún Michael Carver. El señor Hemmings se sintió desconcertado; nadie parecía  haber oído nunca hablar  del señor Carver. El conserje,  que llevaba más de cuarenta años trabajando en el lugar, se mostró  tajante:  ese nombre no había figurado nunca en las jambas de las puertas en sus muchos  años de servicio. Por descontado, el administrador llevó a cabo todas las averiguaciones posibles. Visitó a los distintos  inquilinos de los números 6, 7 y 8, pero no consiguió recabar la menor información. Como es habitual en las antiguas  Casas de la Justicia, los inquilinos eran  variopintos. El sustrato principal, como era asimismo usual, pertenecía a la profesión legal. Había  además  un editor moderno y de pequeña talla que pensaba que la poesía podía resultar  rentable. Había  oficinas de unas pocas empresas  y agencias discretas  y extrañas  con nombres como «Compañía de Desarrollo Trexel, Ltda.», «Sindicato J.H.V.N.», «Salvamento de los Sargazos: G. Nash, Secretario», etcétera, etcétera.  Luego estaban  los residentes particulares: algunos de estos eran  sólo iniciales en los portales:  «A.D.S.»,

«F.X.S.», había un «Eugene  Sheldon y Señora»,  y otros nombres que eran  poco más que eso, nombres, para los habitantes del conjunto de inmuebles, puesto  que quienes los llevaban nunca se dejaban ver durante el día, sino que se deslizaban  fuera  de noche, una  vez cerradas  las puertas, y caminaban de Assay Square a Coney Court  y vuelta atrás, a hurtadillas, en silencio, sin mirarse  entre sí, sin pronunciar nunca una palabra. A todas esas personas acudió el administrador con su pesquisa, pero ninguna había oído hablar  de nadie llamado  Michael Carver, y una  o dos ocupaban sus aposentos desde  hacía treinta años. Al día siguiente, la «mañana después  de San Martín», que era el día señalado para la reunión trimestral de la Junta directiva, el «Comité», como era conocida, el intrigado señor Hemmings expuso el asunto al Presidente y a los miembros veteranos,  que decidieron que no había necesidad de hacer nada.

Y desde ese día, un trimestre tras otro llegó el cheque de veinte libras, con la nota formal acompañándolo. Sin fecha, sin remite, y siempre con el matasellos con la «N» del distrito norte. El asunto era sometido de forma regular a la Junta; de forma igualmente regular, la Junta decidía que no había que hacer nada.

Lo cosa siguió así hasta  el día de San Martín de noviembre de 1918, en que se recibió el acostumbrado cheque, pero la carta adjunta había variado. Decía así:

Muy señor mío:

Adjunto hallará un cheque de veinte libras (£20,00), a título de la renta del trimestre que les adeudo por mis aposentos en el 7B de Coney Court, Curzons Inn.

En el techo de mi cuarto de estar hay una gran mancha de humedad, debida, supongo, a una teja en mal estado.

Le quedaría muy agradecido si tuviera a bien ocuparse de inmediato del asunto.

Le saluda atentamente,

Michael Carver

El administrador se quedó atónito. No existía ningún número 7B en Coney Court, ni en todo el complejo: ¿cómo podía entonces haber una gotera en el tejado? ¿Cómo podía la Junta arreglar un tejado  que no existía? Al día siguiente, el señor Hemmings depositó en silencio la carta ante el Comité: no había nada que decir. El Presidente la leyó con atención; los diez miembros veteranos la leyeron con atención. A continuación, uno de ellos, para más señas abogado, sugirió que se hicieran averiguaciones en el banco  del señor Carver. «Es posible engañar a un banco ocasionalmente», dijo esperanzado. Pero el señor Carver tenía cuenta en Tellson’s y deberían haberse imaginado el resultado. Hemmings recibió la más lacónica de las cartas de esa entidad bancaria, informándole de que la firma Tellson’s no tenía  por costumbre discutir  los asuntos  de sus clientes con extraños; así pues, se dejó estar la cosa por el momento. El siguiente día de pago trimestral llegó el acostumbrado cheque de Carver con una carta extremadamente cortante que indicaba que, como no se había prestado la menor atención a la solicitud del firmante, la mancha de humedad se había  extendido por todo el techo  y amenazaba con gotear  sobre la alfombra. «Les quedaré muy agradecido si remedian el desperfecto de inmediato», concluía la carta. El Presidente y el resto del Comité examinaron de nuevo el asunto. Uno sugirió que toda la historia era obra de algún bromista; otro pronunció la palabra «loco», pero  estas explicaciones no fueron juzgadas satisfactorias, por lo que la Junta, teniendo en cuenta las circunstancias, resolvió que  no había  necesidad de hacer nada.

El siguiente día de pago trimestral no se recibió  ningún cheque. Sí llegó una  carta  que  declaraba que  los muebles  del inquilino estaban  cubiertos de moho  y que cuando llovía se veía forzado a colocar un cubo en el suelo para recoger el agua que caía. En conclusión, el señor Carver declaraba que había  decidido suspender el pago del alquiler hasta que se hubiesen llevado a cabo las necesarias reparaciones. Y entonces tuvo lugar algo aún más extraño y este es el punto en el que la historia  podría haberse vuelto difamatoria –si hubiera unas Casas de la Justicia como Curzon’s  Inn, o si existiera  una  plaza como Coney Court–. El apartamento del tercero derecha del número 7 de Coney Court  quedó vacante al marcharse los inquilinos, unos abogados o agentes,  y lo ocuparon una viuda y su hija. «Es sórdido, pero muy silencioso», les dijo la viuda a sus amistades. Sin embargo, descubrió que sus aposentos distaban mucho de ser tranquilos. Noche tras noche, a las doce, a la una, a las dos o a las tres, a su hija y a ella las despertaba una atronadora música de piano, siempre  la misma melodía, que hacía del todo imposible conciliar  el sueño. La viuda se quejó al administrador, que se pasó por el piso con el carpintero del conjunto de inmuebles y dijo que no lo entendía en absoluto.

–Nunca  tuvimos la menor queja de Jackson y Dowling –declaró, a lo que la señora respondió que Jackson y Dowling dejaban el lugar todas las tardes a las seis.

El administrador recorrió cuidadosamente los aposentos. En una de las habitaciones advirtió unos escalones muy empinados que subían.

–¿Eso qué es? –le preguntó al carpintero, a lo que el hombre contestó que conducían a una especie de trastero que estaba a disposición de los inquilinos.

Subieron y se encontraron en una buhardilla, iluminada por una ventana  en el tejado. En ella había un piano desvencijado, al que apenas le sonaban media docena de teclas, una enmohecida bolsa de viaje de tipo Gladstone, unos calcetines  de hombre desparejados, un par de pantalones y unas partituras sueltas de fugas de Bach hechas trizas. Había también una gotera en el tejado y todo el lugar apestaba a humedad.

Se retiraron los trastos, se arregló  y encaló el local. No volvió a producirse ningún alboroto. Pero  un año más tarde,  una noche en que la viuda había ido a un concierto con una amiga, a la mujer se le escapó de pronto un grito ahogado y le susurró  a su acompañante:

–Esta es la música espantosa de la que te hablé.

El distinguido pianista  acababa  de interpretar las notas iniciales de la Tocata y Fuga en Do Mayor de Johann Sebastian Bach.

Ni el Presidente, ni los miembros del Comité, ni el administrador volvieron a tener nunca más noticias del inquilino  del 7B de Coney Court.

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Autor: Arthur Machen. Título: Ritual: Cuentos tardíos. Editorial: Reino de Redonda. Venta: Amazon Fnac 

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