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La perra, un cuento de Socorro Venegas

La perra, un cuento de Socorro Venegas

Entre los días 12 y 16 de junio el Instituto Cervantes celebrará Benengeli 2023, Encuentro Internacional de las Letras en Español, con la participación de unos 60 escritores del ámbito de la lengua española. Benengeli 2023, desarrollado por la sección de literatura del Instituto Cervantes y comisariado por Nicolás Melini, tiene lugar de manera presencial en ocho ciudades de cinco continentes (Sídney, Manila, Tokio, Bruselas, Toulouse, Mánchester, Tánger y Los Ángeles), y en otras tantas por medio de podcast de radio y colaboraciones con instituciones. Las actividades de Benengeli 2023, que toma su nombre del personaje historiador que Miguel de Cervantes ideó para que divulgara las andanzas de Don Quijote, Cide Hamete Benengeli, se podrán disfrutar en la web del Instituto Cervantes: www.cervantes.es.

Zenda publica tres propuestas de tres de los autores invitados. Abre la veda la autora mexicana Socorro Venegas con su cuento “La perra”.

***

LA PERRA

He knows he will live in me
after he is dead, I will carry him like a mother.
I do not know if I will ever deliver.

Sharon Olds

Siento algo nuevo por mi padre. En la escala de sentimientos con que suelo medirlo y calibrarlo, no existía esto. Es el asombro de mirarlo bajo una luz distinta a la desconfianza o la alerta de costumbre.

Ahora, que vine a despedirme, tengo compasión por él.

Abrió la puerta con la cabeza baja, como para evitarme, pero fue precisamente ese gesto con el que quería hacerse invisible lo que me llevó a inclinarme y buscarle el rostro. Parecía raro, pero no supe de inmediato por qué.

Se había arrancado las pestañas. Todas.

Tengo ocho años. Despierto sobresaltada en una cama que no es mía, mientras escucho una melodía que me estremece. Es la voz de Ramón Ayala, el famoso cantante de música norteña, favorito de mi padre. Me tallo los ojos y voy recordando; el acordeón abre y cierra sus notas en el aire. Vine con papá a la casa de mi tío Juan, una fiesta no sé de qué. La canción es la historia de un hombre alcohólico, abandonado por su mujer. Su hijo pequeño pide limosna en la calle para que él siga bebiendo, pero una gélida noche no ha logrado ganar una sola moneda. El hombre lo golpea y lo manda de nuevo a mendigar. A la mañana siguiente —continúa la canción—, esto es lo que ve en la calle:

“Ahí estaba mi hijo tirado, había muerto de hambre y de frío…”. El padre encuentra en la mano del niño dos monedas cuyo destino era alimentar su vicio; al quedarse dormido no escuchó que el chico llamaba a la puerta.

Tengo ocho años. No sé llorar como otras niñas, a ellas no les cuesta ningún esfuerzo. Yo me trago las lágrimas, ríos de ellas, sin hacer ruido. Tiemblo, como si el frío de esa noche cantada se metiera en mi cuerpo. Mamá me hizo acompañar a papá para que no la engañe. Así me dijo las instrucciones mientras peinaba mi cabello largo: “que no se busque otra”. Y sonó como esa anciana a la que visitamos, la que pronuncia los hechizos en su puesto del mercado. Mamá cree que voy a poder mantenerme despierta. No estoy segura de lo que quiere: evitar una traición o reclamarla, espolear, negociar la culpa. Pero me gana el sueño, como al borracho de la canción, y me escabullo en la cama de mi tío mientras en la sala sigue la fiesta y unas señoras muy pintadas se ríen y se ven igual de ebrias que ellos. De qué se pueden reír si está cantando Ramón Ayala. Siento rencor, y con esa emoción recibo a papá, que viene diciendo cosas que no alcanzo a entender. El cuarto de mi tío es humilde, ni siquiera tiene puerta, solo una colcha vieja que hace las veces de cortina, en ella se enreda papá y termina haciéndola a un lado de un manotazo. Se tambalea. Le sonrío. Con dificultad se arrodilla junto a la cama, apoya el rostro entre las manos. No entiendo lo que dice. Le hago un cariño en la mejilla. Huele mucho a cerveza. ¿Ha vuelto a fumar? “¡Richard!”, lo llama una mujer desde la sala. Trata de hundir la cabeza en mi regazo, es nuestro juego para que lo arrulle. Lo aviento. Me aseguro de que pueda verme la cara larga. Le doy la espalda y digo que apesta, que ese lugar apesta. Pasea los dedos sobre mi cabello, le gusta mucho cepillarlo, pero cuando mamá me hace las trenzas quedan bien tirantes y es casi imposible deshacerlas. “Vete”, le digo. Escucho que gimotea. “Hija…”, dice. Al fondo Ramón Ayala arremete con su historia. Cierro los puños. “¿Richard?”, insiste la mujer. Me pregunto cuál es, había dos: la del vestido verde brilloso. La del moño rojo en el cabello negro. Él suplica: “Hija, ¿me perdonas?” También lo conmueve esa canción. No somos todo lo que esa letra describe, pero quién dice que la vida no puede dar ese giro, pequeño, terrible. “No te perdono, vete. ¡Apestas!”.

Se levanta restregándose los ojos, vuelve a la sala, en seguida escucho que abofetea a la mujer que lo llamaba. Hay más golpes, gritos, mi tío intenta apaciguar las cosas. Sentada sobre la cama, en el mismo lugar donde antes mi padre se arrodilló, me voy deshaciendo las trenzas. Sonrío.

¿Estoy aprendiendo a empujar a los hombres que me quieren? Esa tensión entre odiarlos, acariciarlos, darles la espalda, ese desdén, un mismo compás para que se vayan, para que regresen. Lo seguí haciendo siempre, solo con aquellos a quienes amé.

Hoy no habrá juego del desprecio. Mi padre lo sabe. Hace tiempo mamá lo dejó o nos dejó, prefirió morirse. Ahora yo me marcho, tan lejos que allá adonde voy este momento y este día ya no existen.

Le escudriño las manos, pero contengo el impulso de tocarlas. Son anchas, de dedos gruesos y venas saltadas. No saben quedarse quietas. Las he visto derribar a oponentes prevenidos y desprevenidos, las he visto alzadas a punto de caer sobre mi madre, aunque nunca me amenazaron a mí; también construyeron nuestra casa, y sobre las hojas de un cuaderno a rayas me enseñaron las divisiones. Han estado ensangrentadas y me han llevado a la escuela. Manos de monstruo. En su juventud boxeó, y solo así la furia fue abandonándolo. Luego, durante años y años abrió senderos a lo largo y ancho del país para construir carreteras. Brea como lava para esos territorios aplanados a la fuerza, anchurosas compuertas para su rabia. Hizo caminos. No un caminante, el caminero. Le ofrecían otros puestos, pero no toleraba la idea de estar en un solo lugar. La esposa y la hija recibían una parte de su sueldo; él quería su vida como era.

Desyerbaba orillas, abrazaba árboles para calar si iban a caerse y obstruir una carretera o aplastar el coche con una familia entera dentro, o arreglaba esos arbustos en los camellones que anuncian la entrada a una ciudad, les daba una forma capichosa. En jornadas más duras había que domesticar a la tierra para que no volviera a cerrarse sobre un camino que debía llevar a algún lado, entonces entraban maquinarias, palas y picos, a romper piedra, a abrirle al horizonte otro rumbo. Sus jornadas comenzaban al amanecer y terminaban antes de que muriera la luz del día. Llegado a ese punto ya se había bebido una de sus botellas planas, tamaño mediano, del Bacardí blanco que escondía entre sus ropas. Y estaba listo para más.

Un mediodía con el sol a plomo nadie en la cuadrilla quiso remover a un animal atropellado de la carretera. Resultó que era una perra y de su cuerpo destrozado, partido en dos, asomaban los cachorros que no terminarían de gestarse. Eran de raza pequeña, o simplemente animales desnutridos. Solo él se ofreció para retirar del asfalto a ese clan malogrado. No quería llevarse una parte y luego regresar por la otra, no era digno, pensó. Seguro que había quedado atrapada entre las llantas que la arrastaron varios metros antes de expulsarla. “Como nos pasa a todos en este mundo”, también pensó. Sus compañeros mantuvieron cerrada la autopista hasta que él ideó la forma de trasladar juntos a la madre y sus sanguinolentos retoños. Mi padre recurrió al reservorio donde los camineros recolectaban los objetos abandonados en caminos y puentes. Sacó una carreola de juguete, de esas que entrenan a las niñas para la maternidad. Allí puso a la perra y como pudo, a mano limpia, le acomodó a los cachorros en las entrañas.

Me contaba esto cada vez que quería recordar cuándo decidió volver a un hogar acostumbrado a su lejanía. A una familia que no sabía qué hacer con él, que se enfermó de él. Ese era su relato de lo que disparó el resorte de irse a casa. Yo tenía entonces ocho años.

¿Las arrancaste de golpe o una por una?, le pregunto pasando un dedo por los párpados huérfanos. Carraspea. Me invita a entrar. El aire viciado del departamento me recibe, alcohol barato, tabaco, cerveza, pinol encima para despistar, aromas con los que crecí. A bocajarro le pregunto si sabe que mamá y yo estábamos mejor sin él.  “¿Sí?”, contesta tranquilo mientras se deja caer en su sillón de terciopelo rojo avejentado. Hay nuevas quemaduras de cigarro en la superficie. Los agujeros tienen un borde negro e irregular. “Sí”, vuelve a decir, sus ojos ahora lucen más saltones. Acomoda las manos sobre el regazo, se ve satisfecho, adquiere una dulzura increíble. Pienso en las mías, les busco un rasgo en común, también las venas se me han vuelto trayectos pronunciados.

“Tú crees que es la primera vez que me lo dices. Me lo has dicho desde el día en que volví”. Sonríe. El dinero que le di para arreglarse los dientes se lo bebió. Le faltan varios.

Asiento, agradecida. Tiene razón, mi padre. No nos decimos nada o ya nos hemos dicho todo desde que tuve ocho años. Me toca irme, y no voy a regresar. Otra cosa es lo que me llevo de él, eso no tiene remedio. Despedirse es un modo de conceder libertad, de abrir por fin un puño. Quisiera llorar, pero eso no es lo mío. Aun así añoro sentir algo en la cara, una lágrima caminera que me abra de tajo un surco, que me revele un destino. No consigo apartar los ojos de sus manos. En dónde habrá puesto las pestañas.

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