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Un día sin Dios

Un día sin Dios

Esta fue la única ocasión de mi vida en que arribé al pequeño pueblo como viajante de comercio en vez de como escritor. Entre mis 17 y 18 años trabajé vendiendo a domicilio marcos para cuadros, y un comprador había adquirido un centenar, ya no me acuerdo si para un museo; o para su propia casa, una residencia más grande que la propia localidad natal.

Los marcos eran de factura artesanal, confeccionados por tres socios; yo era solo el vendedor ambulante. El comprador se había hecho cargo del flete que me llevó de Capital a aquel rincón perdido. Debí alojarme en el pueblo lindero, porque en el de llegada no había hospedajes.

Llamaremos Zanjón al poblado donde hice noche. En la planilla del hotel Garramendia consigné mi oficio: viajante de comercio. Mientras databa fecha y número de documento, el conserje pronunció:

—Noche fatídica.

—¿Por qué? —articulé, con cierto resquemor.

—Ah, ¿no sabe?

Me detalló una historia, más farfullada que precisa: un cierto predicador, de alguna Iglesia lateral, había anunciado que durante un día, en Zanjón, no existiría Dios.

No negaba su existencia en el resto del Universo. Solo en Zanjón, por una combinación cósmica (hoy se diría “algoritmo”), Dios cesaría su omnipresencia durante 24 horas.

Por algún motivo, la noticia había prendido entre la escasa población, incluyendo el conserje. Algunos de los habitantes de Zanjón ya habían huido al pueblo de al lado, refugiándose en casas de parientes o parejas ocasionales. Aquella noche de mi registro era la previa a la discreta profecía.

"Era un paisaje abstracto, pero sobre todo me pareció un mamarracho: la pretensión de un loco, de imponerle a un espectador una figuración"

Me fui a dormir pensando en si había alguna relación entre los marcos que vendía y los cuentos que escribía, una meditación que me había acompañado durante el viaje en flete.

Por la mañana, algunos parroquianos, noté que como un hábito, asistieron a desayunar al bar del hotel. Los diálogos eran en voz baja; sus expresiones, perplejas. Lo que fuera que significara, si alguna vez habían creído convincentemente en algo, aquel día estaban persuadidos de que Dios había existido desde siempre en todas partes, salvo durante aquella jornada en aquel sitio. Mi estadía estaba determinada por la aprobación del comprador, una vez que hubiera hecho revisar los cien marcos y encastrado las telas.

Al mediodía, en la despensa Las Begonias, cuando quise comprar cien gramos de queso, el dueño me preguntó si me restaba algún marco. Le dije que solo vendían por encargo previo. Me dejó el queso a un precio irrisorio y me mostró una acuarela, aparentemente de su autoría. Era un paisaje abstracto, pero sobre todo me pareció un mamarracho: la pretensión de un loco, de imponerle a un espectador una figuración, donde en realidad no había siquiera un esbozo.

—¿Y qué anda haciendo un citadino, casi un niño, en esta tierra perdida de la mano de Dios? —acentuó la expresión.

—Trabajo —acoté.

—¿Terminó el secundario?

—Por supuesto —afirmé, y no sé por qué agregué:

—Y escribo cuentos.

Quizás, pese a que su acuarela era un sinsentido, sentí la cercanía a un aleatorio gremio.

—En este paisaje quiero detallar la distancia entre mi esposa y yo —elaboró—. Nos casamos hace 17 años. Pero ella muy pronto se fue a vivir con sus tíos al pueblo vecino. Fue una boda por Iglesia, en presencia de Dios, nunca consumada. No he vuelto a conocer mujer. Pero hoy, que Dios no existe, puede que termine todo.

—¿Su matrimonio? —consulté, confuso.

El hombre asintió.

—¿Le puedo encargar un marco para esta acuarela? —preguntó.

Hice que no con la cabeza y sentencié, como un adulto:

—No nos vamos a venir hasta acá por un marco.

—Quiero que mi acuarela se exponga en el museo —porfió, aludiendo a la galería del comprador—. Que mi mujer la vea.

Me marché sin dar respuesta a ese anhelo.

En el camino de regreso al Garramendia —tres cuadras, pero para el forastero resultaban más—, me crucé con dos mujeres, de edad indeterminada, que salían del pequeño mercado y corrían hacia lo que pudieran ser sus hogares, como si en la calle vacía fuera a producirse un duelo. Pero la calma chicha del territorio no se interrumpía.

"El día sin Dios terminó como cualquier otro. Nunca he confiado en que el sol saldrá: cada amanecer es un albur"

Me encerré en mi habitación. Decidí corregir uno de mis cuentos. Nunca antes, descubrí, había corregido con semejante tesón. Dios había hecho el mundo en seis días, pero nunca lo había corregido: por eso la ordalía de la humanidad, incluso en los sitios más apartados. Yo debía responsabilizarme de lo que inventaba, pulirlo hasta que se justificara. Quise comenzar un cuento sobre todo aquello que estaba presenciando, viviendo in situ. Pero recién ahora descubro que ese cuento lo escribí casi cuarenta años después: lo estuve corrigiendo desde aquel mismo momento hasta que lo publiqué.

El día sin Dios terminó como cualquier otro. Nunca he confiado en que el sol saldrá: cada amanecer es un albur.

Pasé por lo del comprador, me invitó al Museo. Los marcos estaban bien. Esa semana, se exponían imágenes gauchescas.

—Hoy se va a llenar la exposición —me dijo—. No va a creer: los asustó un predicador y pila se vinieron para acá. ¡A ver si no fue todo un truco para llenarme la sala!

El hombre tenía algo de ladino y otro tanto de pajuerano, una mezcla en total siniestra.

Una zanjoniana se vino para acá hace pila —repitió la expresión—. Estuvo a punto de volver ayer. Pero dijo:

—Yo sin Dios no voy a ningún lado.

—Menos mal —agregó, con un ademán libidinoso.

Solo me restaba pasar por el Garramendia, arrugar mis bártulos y mandarme mudar, en micro. Ya había averiguado los horarios. Pasé por Las Begonias a comprar otros cien gramos de queso, huevo duro y pan, para el viaje.

—No pasó nada —dijo el vendedor.

—¿Con qué?

—Creí que se podía terminar todo —explicó—. Pero no. La sigo esperando.

Mientras me alejaba, cavilé acerca de los enigmas que postraban a cada cual en su propia parcela: pre existían a cualquier idea de Dios, y continuarían cuando hubiéramos aclarado la duda sobre su magisterio.

Yo creía en los diez mandamientos. Igual que aquellos enigmas, habían escenificado el surgimiento de la especie, y ni siquiera se borrarían cuando el último de nosotros abandonara la faz del planeta. Serían un legado fantasma, para la nada y el caos, como aquel mismo pueblo sin Dios por un día, que dejaba atrás para siempre.

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Este artículo fue publicado en el diario Clarín de Argentina

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