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Voces del ocaso

Asistí hace unos años al entierro del padre de Júlia, jefa del departamento de castellano en el instituto donde yo trabajaba entonces, en Tarragona.

Aquel día queda lejos, pero hay gestos que no envejecen: siguen ahí, quietos, donde los dejó la emoción.

La ceremonia fue breve, contenida, casi íntima. A la salida, nos entregaron una pequeña postal mortuoria. No era el típico recordatorio frío, impreso a toda prisa: en ella figuraba un poema de Juan Ramón Jiménez titulado «Es mi alma». Unas pocas líneas limpias, sobrias, que parecían destinadas no tanto a consolar como a acompañar el silencio.

"La poesía de Juan Ramón Jiménez —la verdadera, la desnuda— no se impone. No busca respuestas. No pretende ocupar el espacio del dolor, sino sostenerlo"

Esas palabras no venían a explicar la muerte, ni a dulcificarla, ni a vestirla de retórica. Simplemente estaban… con su presencia sencilla, con su lenguaje depurado hasta la transparencia. Como si el propio Juan Ramón, desde algún rincón del tiempo, supiera que hay momentos en los que el exceso de palabras ofende y solo quedara decir lo justo.

La poesía de Juan Ramón Jiménez —la verdadera, la desnuda— no se impone. No busca respuestas. No pretende ocupar el espacio del dolor, sino sostenerlo. Es esa poesía la que permanece cuando el ruido cede.

No he perdido nunca esa postal. A veces la releo, como quien vuelve a escuchar una voz conocida que no necesita gritar para ser oída. Hay frases que no quieren multiplicarse: solo quedar, discretas, al borde del ocaso.

Han pasado los años, pero Júlia sigue ahí, en esos versos de Juan Ramón Jiménez, como si el papel aún guardara algo de aquella tarde.

Es mi alma

No sois vosotras, ricas aguas

de oro, las que corréis

por el helecho, es mi alma.

Aguas de oro, como las describe Juan Ramón Jiménez, reflejo onírico de una realidad que no termina en los márgenes estrechos del cuerpo, sino que se dilata, con una acuosidad de esperanza, en los cauces extensos —e imaginados— del alma. Allí donde discurre, libre y casi impalpable, trascendiendo el tiempo y la humillación de la forma.

No sois vosotras, frescas alas

libres, las que os abrís

al iris verde, es mi alma.

Hace ya años de aquello. Pero hay escenas que no caducan: se repliegan como la luz al final del día, y regresan cuando uno menos las espera.

Allí, en aquel departamento de castellano —en la Cataluña anterior al procés—, Júlia desgranaba esperanzas que parecían deshacerse en el aire. Yo la escuchaba en silencio. Hablaba de su padre, de una vida cuya llama habría querido inextinguible. Sabía que la muerte avanzaba lenta, inexorable, como frescas alas que se abren hacia el iris verde de la nada. Era su alma.

No sois vosotras, dulces ramas

rojas, las que os mecéis

al viento lento, es mi alma.

Lograr la armonía plena —estética y vital— como ramas que se mecen al viento lento: así entendió Juan Ramón este asomo al abismo. No como paradoja, sino como un equilibrio frágil donde el vivir —impreciso, fortuito— se balancea. La frontera entre el hombre y el mundo, entre el padre y el hijo, se disuelve bajo esa brisa mansa. Porque hay algo, Júlia, que la muerte no podrá arrebatarte: el viento del recuerdo. Ese que sabrá colarse entre rendijas y heridas abiertas para hablarte de tu padre. O quizá sea él quien, desde ese viento lento —apenas brisa de presencia—, venga a susurrarte su alma.

No sois vosotras, claras, altas

voces las que os pasáis

del sol que cae, es mi alma.

El sol que cae, última estación del día. Voces que anuncian la noche. Ocasos donde la luz se despide para siempre.

Letum non omnia finit,

luridaque evictos effugit umbra rogos.

(La muerte no acaba con todo,

y una sombra pálida vence a la pira y sobrevive.)

— Propercio, Elegías, IV, VII.

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