“Eso son americanadas”. Recuerdo que eso me solía decir a menudo el abuelo Vicente cuando de niño miraba la televisión.
Su movimiento oscilante al andar no se debía solo al sobrepeso, sino a la ausencia de las falanges del pie derecho, “donadas” en el frente de Teruel en 1937 durante uno de los inviernos más duros y fríos que se recuerdan.
Convertidos en témpanos, no hubo más remedio que cortarlos. “Mutilado de guerra” decía la cartilla que reconocía que había sufrido una amputación durante la guerra fratricida de la Guerra Civil Española.
Su carácter arisco para con la vida, para con sus hijos, mujer y nietos, bebía de esa vinagre que tuvo que tragar y vivir durante la guerra. Hay quienes optan por el silencio como anestesia. A él nunca le oí una referencia más extensa sobre la guerra que la de un reproche como el de “vosotros no sabéis lo que es el hambre”.
Solo cuando volví de estudiar del Erasmus en Italia por las Navidades, meses antes de morir, le vino a la memoria los insultos y palabras groseras que se aprenden primero en un idioma, como me sucedió a mí en Sicilia.
Sus profesores fueron sin embargo compañeros de trinchera, italianos engañados u obligados, igual que él, a luchar contra quien no querían luchar, ni por las patrias o ideales que ellos no habían comprado. Muchos de esos italianos que llegaron a España a combatir junto a las tropas de Franco habían salido de Italia pensando que su destino era Eritrea, proyectados como soldaditos de plomo en un tablero geopolítico en el que África era un mapa en el que poner picas en aras del colonialismo.
El abuelo Vicente era el mejor limpiador de espinas de pescado. Lo recuerdo sentado en la mesa, con sus ojos pequeños y su cuerpo ya abotargado, despiezando con una habilidad pasmosa cualquier pedazo de pescado adherido a las raspas, mientras miraba impávido la tele.
En aquellos años no entendía lo que destilaba ese desprecio hacia la tele en forma de reproches. Para él las “americanadas” eran entendidas como un desprecio al presente. Los sábados por la noche me obligaba a cambiar de canal para poner el fútbol, y yo aprovechaba cuando cerraba los ojos para cambiar sigilosamente —o eso pensaba yo— la programación y ver otras cosas. Pese a haber bajado las persianas de las párpados su boca seguía moliendo la comida, y mi treta acababa antes o después con un “nene, cambia al partido”.
La escasa comunicación que tenía con mi abuelo se restringía a la parte utilitaria de ser joven y subir escaleras sin cansarme. Por ello era requerido para bajar a la bodega a rellenar la garrafa de vidrio. Entrar en aquella cueva en la que el suelo de tierra estaba teñido de rojo y el olor de la malvasía de Dionisio me repugnaba enormemente era para mí como hacer una visita a Caronte, que con la calva brillante y reluciente del bodeguero ya sabía a lo que venía.
Pensando que me había ganado el favor de un Zeus irritable, lograba en salvadas ocasiones sintonizar alguna película. Pero el abuelo Vicente, impertérrito, siempre saltaba con: “Eso es mentira, son americanadas“.
Como cualquier niño, la caja tonta de los años 80 tenía un impacto de imantación terrible. Ya con los años y durante la adolescencia empecé a despertar cierto rechazo a lo “americano”. Curiosamente en ese entonces los estadounidenses habían logrado que nos refiriéramos a ellos como “los americanos”, como si los demás países del continente no lo fueran, o fueran menos poseedores de la continentalidad americana. Ya por entonces habían ganado esa y otras guerras.
Con las canas uno aprende que en el espacio de los buenos buenos y los malos muy malos estamos casi todos los habitantes del planeta. Y que los grises son los colores que abarcan más gamas y tamaño. Gracias a eso y a leer, viajar y comunicarse, uno fue mitigando esa inquina por lo estadounidense, buscando argumentos para que cualquier crítica estuviese sostenida en acciones de los gobiernos que se iban turnando en el poder de EEUU.
Cuando ya pensábamos que conceptos tan vetustos estaban ya cubiertos de polvo, como la Guerra Fría, el Telón de Acero, los golpes de estado en Latinoamérica made in USA o el Pacto de Varsovia, y sobre todo que Europa había creado un modelo basado en tender puentes, no en volarlos, en ese momento, decía, un Putin que siempre fue un dictador, maquillado precisamente por los ingenuos europeos, abrió la caja de Pandora. Y rizando el rizo nos llovió un Trump que no solo ha llegado a ser presidente de Estados Unidos una vez, sino que lo ha hecho dos.
Los estúpidos —no tienen otra definición posible que encaje mejor— que siguen y defienden a personajes como estos megalómanos son casi peores que ellos. Ya decía Pérez-Reverte que siempre hay que temer más a los tontos que a los malos, por eso de que a los malos se les suele ver a la legua.
Pese a sus detractores, la corriente de la Microhistoria permite abordar el estudio macro desde otro punto de vista. Los Carlo Maria Cipolla, Geertz o Georges Duby defendían que la mirada microscópica de la historia nos permitía encontrar ejemplos que permitieran explicar sucesos históricos de gran calado. Aun teniendo el peligro de que el análisis muy micro nos lleve a no ver todo el bosque en conjunto, hoy más que nunca pienso en que la mirada infantil con la que escrutaba al abuelo Vicente fue mi primera exploración de la Microhistoria. A través de los ojos de ese hombre, que quizá nos quiso evitar a la familia conocer el rostro de la peor condición humana, por fin entendí lo que quería decir con lo de Americanadas.
Vivimos tiempos de un revisionismo jaleado por las redes sociales y por un público infantilizado y que ha renegado de sus derechos y de sus obligaciones. Los líderes aupados como estrellas del rock (perdón, del reguetón) o futbolistas en democracias muy frágiles están recuperando de forma enérgica la damnatio ad bestias.
La condena de esclavos a las fieras y los juegos de pan y circo romanos con gladiadores son la nueva moda de nuestro tiempo. Disfrutamos con el apedreamiento, el insulto fácil, el grito de “a la hoguera” a golpe de click, o la lapidación en versión Monty Python de La vida de Brian.
Cuando leo que hasta John McTiernan, el director de muchas de esas americanadas, se arrepiente de la interpretación patriótica de sus películas, y que ahora vive en Canadá temeroso del trumpismo, recuerdo al abuelo Vicente y sus americanadas. ¡Qué razón tenías, abuelo!


Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: