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Claveles perdidos en la Almudena

Claveles perdidos en la Almudena

“Claveles rojos, incendios compactos,
racimos de vino y terciopelo ardiente”

Pablo Neruda

Dicen algunos viejos románticos que a Madrid ya no le queda nada de su antigua mística literaria, de sus rincones míticos de café y bohemia, de sus bordados de luz espesa, galdosiana; de sus charcos de agua y orín donde Valle aún sonríe con su mueca irónica y sus botines blancos de piqué. Dicen aquellos viejos románticos que el cierzo de los años borró para siempre la ceniza curva en los ceniceros de González Ruano, que cerró con doble llave las cajitas musicales de Ramón y que hasta Sabina cantó ya su último vals. Yo creo, no obstante, que las grandes ciudades literarias respiran aún con el asma de su antigua tinta, hay que saber auscultar su sibilancia.

Comenzaba a caer la tarde del 12 de mayo y yo paseaba Madrid como la pasea un arqueólogo que aguarda encontrar entre la tierra, el hueso primordial que todo lo explique, el ἀρχή que decían los griegos y que está en la raíz de la propia palabra “arqueología”. Quien vive una vida literaria no puede renunciar a esa vocación. Llegaba yo desde un Valladolid donde se ama sin apuros, donde susurran Delibes y Zorrilla en cada esquina, donde aún rezuma el clarete en la boca de los poetas. Llegaba desde Valladolid y partía a medianoche hacia Buenos Aires, con el apuro y el ansia de llevarme cuanto podía. En mi visita anterior, guardé en mis alforjas el viejo trazado del Callejón del Gato donde brillaban los espejos cóncavos del esperpento valleinclanesco, el portal N° 3 de la Calle de Santa Clara donde una noche de Carnaval de 1837 Larra se rajó un pistoletazo en la sien, el ángulo exacto desde el que Antonio López pinto la Gran Vía.

"La Almudena es una verdadera necrópolis, una ciudad de pájaros que se ríen de la muerte bajo el aroma ácido de las flores marchitas y el agua estancada de los floreros"

Un amigo me indicó el camino: “Desde Sol, línea 2, dirección Las Rozas. Bajas en estación La Elipa, andando son 10 minutos… El cementerio es enorme”. Solo un par de horas le quedaban a mi estadía breve en Madrid y yo buscaba un cementerio, buscaba en verdad el lugar en el que Francisco Umbral y su hijo Pincho se hicieron silencio eterno detrás de un mármol blanco, casi desnudo como el viento que deja la muerte a su paso. En un puesto de flores compré tres claveles rojos, desconozco por qué justamente tres. Tres son las Personas de la Trinidad, tres el número fetiche de los ensayistas para sus apartados teóricos, tres porque además de Umbral, bien valía dejar algún otro clavel ante la tumba de Galdós, de Baroja o de Vicente Aleixandre, música maravillosa del 27.

La Almudena es una verdadera necrópolis, una ciudad de pájaros que se ríen de la muerte bajo el aroma ácido de las flores marchitas y el agua estancada de los floreros. En la ancha Castilla había visitado los camposantos pequeños de los pueblos silentes: Villanueva, Santa Eufemia, apenas cinco tumbas visibles en Otero de Sariegos tras los muros de la vieja iglesia o aquel “corral de muertos” —como decía Unamuno— recostado sobre el Duero en el extremo salmantino. La Almudena abruma por su extensión y yo no contaba con más referencias que mi memoria fotográfica para dar con la tumba de Umbral. La Administración del Cementerio estaba cerrada y no quedaba otra opción que desandar los caminos a contrarreloj. Alcancé a divisar los grandes paredones de nichos, pero navegaba aquellas aguas imaginarias sin brújula ni puerto. Una extensa guía telefónica de la muerte se iba sucediendo ante mis ojos: nombres, números fijando lágrimas en los almanaques del dolor, jarrones rotos como testigos del olvido. Los tres claveles rojos se iban humedeciendo entre mis manos como presintiendo la nota final y amarga de la tarde madrileña. El reloj litúrgico de aquella jornada literaria sonaba a vísperas, casi completas y yo debía volver al centro de la Ciudad. Emprendí el camino de regreso, sentía la presencia de los ángeles de piedra con sus miradas clausuradas, el óxido de los crucifijos, los brotes generosos de la primavera. Quedaba atrás la Iglesia cansada de responsos en el hueco de la última luz de la tarde, un enjambre de pasillos angostos, un mausoleo recordando a la División Azul con una bandera española estática, pétrea, como las dialécticas estériles de los odios irreconciliables. Dejé los tres claveles en una tumba abandonada, con su placa colgante sostenida por un solo tornillo. No fijé el nombre, pero alcancé a rezar una jaculatoria por quien allí dormía su sueño de siglos y otra jaculatoria por Umbral y por su hijo, por quienes me había extraviado en la Almudena con tres claves rojos en la mano.

"Sobre la misma vereda, ya ganada por la sombra, el Gijón. Ingresé al café con verdadera unción litúrgica —como dijo alguna vez Fernando Sánchez Dragó—, profana sí, pero también mistérica"

Luego fue el paso apurado, a contramano de un tránsito de lunes por la tarde. Fue el Metro de vuelta, ahora con dirección a Cuatro Caminos. Pasaron otras postales delante de mis ojos: dos estudiantes confesándose su amor, una religiosa estrenando en su rostro la alegría de un nuevo papa, un moreno con la mirada perdida, lejos de sus padres. ¿Le quedaba un bis a la tarde para dar con el paradero de Umbral? Bajé del Metro en estación Banco de España buscando el cielo azul de Madrid y las aguas díscolas de la Cibeles. Giro leve a la izquierda en Paseo de Recoletos y sobre la misma vereda, ya ganada por la sombra, el Gijón. Ingresé al café con verdadera unción litúrgica —como dijo alguna vez Fernando Sánchez Dragó—, profana sí, pero también mistérica. En la primera mesa, recostada sobre el ventanal, pedí un vaso de leche y mientras acariciaba con mis manos ateridas el frío mármol negro pude intuir el rumor de unas voces cercanas. De pared a pared Fernán Gómez le susurraba monólogos perdidos a Paco Rabal y Alberti enjugaba la penúltima lágrima de Miguel Hernández mientras el ángel de Gerardo Diego contemplaba todo, sin palabras. Alfonso el cerillero brillaba con lumbre propia en un rincón y Camilo le guiñaba uno ojo a Umbral como pie y contraseña para un nuevo solo de Olivetti. Allí estaba Paco Umbral, con los ojos grandes tras sus gafas cuadradas, con su bufanda roja guareciéndose de un frío que le venía de adentro. Estaba allí en esa dialéctica de la presencia-ausencia que excita el alma, pero jamás la colma. Bebí mi vaso de leche umbraliana y caminé el Café que el ineluctable paso del tiempo había encogido hasta hacerlo un corralito de voces menores. Allí estaba Ginesito, buscando a los plagiadores de su obra y pidiéndome un tango argentino mientras el piano mudo nos miraba, como citándonos a su lado. “Madrid es un género literario” —decía Umbral, y acertaba—.

Tres claveles rojos morían de soledad en la Almudena, extraviados, pero susurrándome de una punta a otra de la ciudad: “¿por qué buscáis entre los muertos a quien está vivo?”

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Alcira CdeB
Alcira CdeB
5 meses hace

Una pñuma suntuosa, un artículo beñlísimo. ¡Debes volver muchacho!

Germán Losada
Germán Losada
5 meses hace

Pedazo de artículo. Creo que hasta al zorro de Paco le arrancaría una lágrima.

Víctor Hurtado Oviedo
Víctor Hurtado Oviedo
5 meses hace

Romance del Café Gijón

Víctor Hurtado Oviedo vaho50@gmail.com

El Gran Café de Gijón (paseo de los Recoletos) es donde le tout Madrid poetiza con sus muertos. Es piso de un solo piso (que en Hispania es ‘piso cero’) con frente de tres ventanas para que los indiscretos se pinten de Las meninas hacia el museo callejero. Mármol y vidrios dialogan en el frontis de maderos; puertas dobles se definen sin dudas del lado izquierdo. Dentro: el bar, columnatas, mesas y doctos meseros que alfiles de blanco son sobre el piso de tablero. Bajo: viaje hacia la cava, sotanillo, cripta, seno, catacumba, cava-tumba, donde –si alcanzan los euros– ha de gustarse, jocundo, el más pecador sustento. Todas son bajas pasiones si lo son en hipogeo.

La madre de los cafés –o el padre de los cafetos– es Parnaso horizontal y hospicio de los bohemios; de damas de pelo lila, trabalenguas, murmureo; receso de los turistas; coso, arena, burladero de tertulias bien habladas de malhablados poetos, poetisas, poetisos más rapsodas y troveros (mester de cafetería y bon vino de Berceo); de un autor de cantautores y espadachín del solfeo, que, a un ritmo pop-cuaternario, corta en cuatro el silencio; de dramaturgos lucientes de risas cual propio estreno, e histriones que hasta en el público infunden el miedo escénico. Censores de a ciencia incierta –librescos de libro ajeno– los hay en estado crítico, y prosistas prosa-cero, y estilistas más finolis que los más finos aceros toledanos que, a lo largo, de un Tajo tajan un pelo.

El Gijón es breve Prado, mini-Thyssen y museo princesa (filo-Sofía) de pintores pintureros ateos o consagrados: unos, paletas paletos que dejan una silueta de rimas cual un scherzo de curvas para el oído; otros, genios celebérrimos que, en la cava y las paredes, han ya sembrado al voleo el relámpago del iris y luces en blanco y negro. Caricaturas y cuadros son acuarelas, bocetos, gouaches, carbones y tintas. Fueron pintados al fresco de la memoria y son mapas para que torne el recuerdo al abrirse aquellas puertas del café de los aedos.

Ya cruzado el poco o paco umbral que dará el acceso, transida que sea la entrada y ad portas sin ser portero, habrá de verse, atildado, a don Alfonso en su puesto, embajador de los años, anarquista y cerillero; vale decir, el ministro del Tabaco y del Fogueo con que se encienden los ánimos prendidos de este ateneo. Nada que ver este Alfonso con el decimotercero Borbón de bigote en cera que huyó a Roma de romero antes de que le estallase aquel resonado estruendo –niebla de grandes de España, guateque de los pequeños– al que llamaron República: la fuente de los deseos, palacio, mas no de Oriente, sí norte de los plebeyos. Alfonso es chaval de guerra que asperges de bombarderos rociaron de agua maldita: aviones, buitres violentos que en cada niño estrenaban eterno mandil de huérfano. Cerillero iluminado, libertario fiero y bueno, más príncipe que Kropotkin, acratista y caballero, al más pintado insumiso, Alfonso hace hermano lego.

–¿Qué es la acracia, don Alfonso?

–La acracia es un toro negro umbroso como una pena y alegre como un lucero sobre la feria del mundo, que en las astas de los cuernos izará chulos, parásitos, nobles, curas y banqueros.

Muertes tempranas engendran bakuninista cabreo.

Entre la puerta y el fondo, y al lado aún más izquierdo de don Alfonso el flamígero, llueve de luces, sidéreo, cual copa de árbol de copas, de botellas y reflejos, ancho bar donde se toman vino y palabra. Madero del mostrador es esquife del bar mar de los mareos; mas todo va a las discretas pues damas y caballeros antídotos natos son de –vulgo– horteras y horteros. En lo más alto de un muro (más que un muro, es un velero), cual bandera ondea el retrato de un terrestre marinero a medias pintor-poeta y tres cuartos de torero: de Machado a Federico, de Federico a Frascuelo, del Puerto a Madrid y a Roma desde los bravos esteros del Paraná; y, desnucado el toro-exilio matrero, de vuelta hacia los Madriles, al café del ruido ibérico. De un muro, pues, en lo alto, de su mar rocía el salero –tertuliano gaditano– Alberti, don Rafaelo.

De profundis cristalinos, estanques de los espejos son Narcisos que se miran en nosotros; somos ecos luminosos de un café disuelto en la agua del tiempo. Ante estas mesas de mármol con rayos de gris marengo entre su noche de piedra, y en carmín de terciopelo de los sofás y las sillas, sentaron cátedra y cuerpos cansados de odios y guerra, depurados académicos, profesores depurados (por falso y Franco deseo), censores y censurados, presidiarios como Buero y «nacionales» cual Ruano. Juntos y –al final– revueltos, revivirán en lo suyo y en la memoria del pueblo.

El cielo es un cabaret con licencia de convento: por tapas, unos hostiones; por brindis, un kyrie eleison; sobremesas de oración; tertulias de aburrimiento; en resumen –¡vive Dios!–: un gregoriano jaleo. El buen cielo es así, para artistas gijoneros hechos de ameno desorden, un paradisiaco infierno: no café, sí refectorio donde se enervan los nervios.

Una celeste mañana, toma su caña san Pedro (‘caña de pescar’, se entiende) pues no puede con su genio. De incógnito va a Galilea, pero descuida el llavero: ¡tentación divina es para fuga de talentos! Formados en fila indiana y tras de Gerardo Diego, vuelan al café de artistas en cualquier tranvía viejo que rece Cielo-Cibeles. Llegan vestidos de espectro y cruzan paredes y saludos desde otros tiempos: los de Franco deterioro, Movida sin Movimiento; y aun más atrás, desde edades de hambre, cárcel y estraperlo. Regresan «a por» las mesas al lado de los sombreros de sepias multicolores. Piden un vino, un café o la humildad del agua pura a meseros de otros sueños; y tornan los comentarios demosteciceroneos y la ocurrencia-saeta y los alados silencios; y, conversando entre sombras, cada brindis es un verso, cada discurso es un canto y cada amigo es un puerto.

El tiempo cierra las puertas para que no pase el tiempo; pero las luces se acercan porque se acercan los nuevos mozos y musas adonde fantasmean los maestros. Un ¡tin! de copa suspende la sesión: ha sido un juego, una querencia galana, una ilusión de lo etéreo. Si sólo Madrid es Corte, sólo el Gijón es Centro. Se atenúan los artistas, se despiertan a su ensueño, cantan su canto canoro y van de Madrid al cielo.