El escombro fluorescente es un cuento en poemas que narra la peripecia de dos personajes, El Astrónomo y Bronwyn, que tratan de escapar a pie de la Ciudad Sitiada hacia los Campos Semánticos y se topan con diferentes apocalipsis.
En Zenda reproducimos algunos momentos de ese viaje contenido en El escombro fluorescente (Letraversal), de Sergio C. Fanjul.
***
El Astrónomo se presenta y da cuenta de la situación.
Me llamaban el Astrónomo
porque había sido educado
para orientarme por los astros.
El hemisferio norte no tenía secretos para mí:
las constelaciones
representaban códigos binarios
que iban saliendo de mi cráneo.
Allí dentro siempre estaba solo.
El cisne, el cangrejo, Orión, el arquero,
el toro con su ojo Aldebarán,
me estaban ignorando. Tumbado en la playa,
en el punto medio de la vida,
admirando el firmamento nocturno,
me asomaba a un abismo.
Yo fui el que echó sus velas a internet
y no regresó en su sano juicio.
Yo fui el que intentó sabotear
el ferrocarril informativo.
Yo fui el que memorizó cada página
de la vieja enciclopedia y luego olvidó
quinientos megabytes:
no podía pensar en otra cosa
que no fuera otra cosa
y entonces
esa cosa ya era otra.
Cable atravesado, mi cuerpo,
resquemor en cada chispa. Regando
las flores sintéticas, preparando con esmero
la quimioterapia,
atento a las moléculas
bajo una luna muerta.
Sabía predecir el futuro
observando el flujo infinito de los datos,
los suspiros de silicio del robot.
Según mi prospectiva
íbamos a ser bombardeados.
Pero en la Ciudad Sitiada
el cielo neblinoso
era del añil violáceo de Blade Runner:
se fugaba una estrella cada noche
y no sabíamos dónde ir a refugiarnos.
Sublime como costra,
pleno y cielo,
yo era el que quería ser
sangre de ciervo.
***
Primera visión de los Campos Semánticos
Dicen, Astrónomo, que en los Campos Semánticos
no quedan textos.
Los carteles están mudos, no dicen
los ingredientes los envases, en los periódicos
las fotos no traen pie, de modo que todo el mundo
es anónimo y nadie conoce a nadie.
En los Campos Semánticos se han olvidado
de cómo se componen poemas, de qué son
los poemas, de modo que hay pocas guerras,
y las que hay,
se hacen en silencio.
Los enamorados
no graban sus nombres
en las cortezas de los tejos.
***
Bronwyn se integra con éxito en la vida del barrio
Oh, Bronwyn,
los skinheads te traen ramos de flores
y tú flotas sobre las aceras chocolateadas:
cuando te ven llegar, los jornaleros
del carbohidrato, sobre sus precarias
bicicletas, los barrenderos, las floristas,
se ponen contentas
y les importan una mierda
sus condiciones laborales.
Generas tanto bienestar
que resultas contrarrevolucionaria,
los niños antilloran a tu paso,
y no solo antilloran
también sienten otra mar de sensaciones
que aún nadie ha bautizado,
de lo escasas. Oh, Bronwyn,
los skinheads (me refiero a los skinheads buenos),
te preparan tartas de queso con arándanos
y los árboles del barrio te hacen reverencias
cuando vas a reciclar el papel y los envases.
Eres Big Data, tienes dual-core
para amar el doble,
y comes demasiados yogures de ciruela,
(pero nueve de cada diez expertos dicen que eso es sano).
Oh, Bronwyn, la gente arroja tortillas
de patata cuando pasas por la calle Lavapiés,
y caen de los balcones
y ruedan calle abajo
como si fueran las ruedas
del carro en el que el Sol
cruza el firmamento cada día.
Oh, Bronwyn,
eres glutamato monosódico y canela en rama.
Te adoran los parques y jardines, los traperos,
las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado.
Voy a hacerte un contrato indefinido porque,
oh, Bronwyn,
deberías ser consejera delegada en el Ibex-35.
***
La eternidad en el supermercado eterno
La fila del Carrefour de Lavapiés,
abierto 24 horas,
un sábado a medianoche, es una hilera de hormigas
que se pierde en el tatuaje de la reponedora
más triste.
Siempre te hacen líos con los turnos, tienes que afiliarte.
Tú tendrías que estar roneando en la discoteca,
yo he venido en busca de dos bolsas de
Top Corn Frit Ravich y de una razón para vivir.
Traperos cubiertos de miel la lían
en las escaleras mecánicas, los clientes
de AirBnB exigen pizzas congeladas,
los atunes nadan en sus latas;
en la cola me veo atrapado
entre una hermosa hipster
que porta doce rollos de papel higiénico
Scottex doble hoja y un hombre bengalí
de mermelada y de limón:
ahí estoy,
congelado en mitad del mundo,
y la existencia, y la compraventa:
todo me es simétrico.
Miro las redes sociales
y recuerdo cuando me dijiste,
(tú no te vendes, Bronwyn, tú no tienes precio)
que te gustaba el arroz blanco con ajo
y las formas más deformes del amor.
Según se agota la fila y llego a la caja siete
entiendo que todos vamos a morir, pero
este Carrefour seguirá abierto,
igual que seguirán las olas del océano Pacífico
lamiendo las costas de Japón.
Al salir nunca sé dónde cojones
tengo que dejar la cesta
y fuera
me vuelvo a encontrar a ese perrito
que mira hacia dentro en busca de su dueño,
y que siempre me da tanta tristeza.
No me llames, amor,
que me dejé el móvil en casa.
***
Una fantasía ciberpunk
Hay una bruma artúrica que anega el pasillo
/ una cruz de neón que brilla al fondo. Siempre
es de noche / siempre llueve. Me veo reflejado
en tus gafas de espejo / siento lástima del mundo.
Nuestra vida ahora es esto: Bronwyn,
un viaje, un bucle, una fantasía ciberpunk.
Lo imaginaron algunos escritores de los 80:
un futuro distópico / cercano, perfectamente verosímil,
donde el desarrollo tecnológico desbocado
convive con altos niveles de desigualdad / de pobreza.
High tech, low life.
Todo ha salido regular tirando a mal.
Las megacorporaciones dominan a una población inserta
/ presa en una red mundial, una inteligencia artificial
omnímoda somete a la especie humana. Nos deslizamos
por callejones oscuros, sorteando peleas / contenedores
rebosantes de basura, cazarrecompensas virtuales, fluorescentes
en prostíbulos electromecánicos: nos ahoga la desesperanza
y la violencia. Licores furiosos / neuromantes. El cromo líquido
fluye por tu brazo, es una enredadera.
Tal vez toda la superficie del planeta sea ya una ciudad,
de modo que no sea posible escapar de la ciudad.
La irrealidad
se ha comido a la realidad, lo intangible a lo tangible,
manda el bit antes que el átomo, por eso, Bronwyn, me gusta tanto
tocarte. Tú / tu exoesqueleto corriendo descalzos por las autopistas
de la información, atravesando densas nubes de gases tóxicos.
Mira los rascacielos nocturnos donde las pantallas colonizan
las fachadas, los paisajes artificiales / los ciborgs
que ya caminan guiados por smartphones,
con ropa fluorescente y pelos de colores
imposibles de hallar
en la naturaleza.
Se reproducen los errores en el sistema operativo.
Huele a fresas sintéticas y extraño, como tú,
el antiguo fragor de los quioscos.
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Autor: Sergio C. Fanjul. Título: El escombro fluorescente. Editorial: Letraversal. Venta: Todos tus libros.
BIO
Sergio C. Fanjul es columnista y redactor de Cultura del diario El País. Licenciado en Astrofísica y máster en Periodismo, tiene cuatro poemarios publicados y varios ensayos narrativos, entre los que se encuentran El padre del fuego (Aguilar), La España Invisible (Arpa) o La ciudad infinita (Reservoir Books). Desde 1993 es un ciborg óptico mediante el uso de lentes cóncavas.


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