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Que el fin del mundo te pille bailando

Que el fin del mundo te pille bailando

«Annabelle, Cyril y Steve,

perdidos en los meandros de sus mentes,

esperando en una especie de limbo, donde nosotros no

podemos entrar.

Estos sonámbulos exiliados esperan al río Estigia.

También nosotros esperamos y estamos tristes»

Duane Michals

«Que el fin del mundo te pille bailando», canta Sabina acertadamente, insistiendo en una idea que existe desde que el mundo es mundo y los hombres y mujeres habitamos en él: que el corazón no se pase de moda. Como si fuera un alegato y un grito, por qué no, también exclamado al cielo cuando las cosas se ponen un poco feas en nuestra vida. Cuando no sabes cómo salir del callejón en el que, queriendo o sin querer, te has metido, quizás por obsesión o quizás por dependencia. No son pocas las veces que tomamos decisiones precipitadas, o las que nos dejamos embaucar por una muestra de afecto y atención. Pero somos así. Lo damos por ese contacto físico capaz de penetrar el alma dejando una huella o, en el peor de los casos, una herida imborrable y, más difícil todavía, imposible de sanar. ¿De qué depende el cariño, el anhelo de estar piel con piel, de sentirnos vivos a cada roce y tacto? ¿El amor, acaso, puede curarlo todo, salvar, o, por el contrario, la ausencia del mismo no hace sino destruirlo todo, llegando incluso a acabar con nuestra vida? Dice el personaje de Virginia Woolf interpretado por Nicole Kidman en Las horas (Stephen Daldry) que la paz no se alcanza evitando la vida, y que alguien tiene que morir para que los demás apreciemos la vida.

"Escuché hace tiempo que hay lugares en nuestras almas demasiado remotas como para que la luz pueda siquiera alcanzarlas"

Es evidente que nuestra existencia, nuestra vida, no es más que una presencia fugaz. Un para siempre que, como el conejo de Alicia en el país de las maravillas, de Carroll, le dice a Alicia, puede ser recogido en un instante. Y tal vez por eso, mientras vivimos y tachamos los días del calendario, temerosos por ese sentido de finitud con el que cargamos a cuestas desde el día que nacemos, nos aferramos a la eternidad de los momentos. A que los días tengan sentido, a que las personas que conocemos y vamos encontrando logren que nos olvidemos de ese final, de que, tarde o temprano, todo acabará. «Sólo puede haber algo más poderoso que la vida, y es no poder enfrentarte a ella», escribe Mara Torres en Recuérdame bailando. Un libro dedicado a su hermana Alicia Torres, Aly, que parte de Lo inexplicable y donde también ella participa desde ese otro lugar que los vivos tenemos prohibido y aún no conocemos, pero cuyos pensamientos volcados en su diario han quedado, en parte, recogidos en este homenaje que, como su recuerdo, ya es imperecedero y eterno, dejando en el lector un poso de compresión, simpatía y ternura hacia la vitalidad desesperada que siente una conciencia solitaria en medio de la multitud. En ese sentido, escuché hace tiempo que hay lugares en nuestras almas demasiado remotas como para que la luz pueda siquiera alcanzarlas. Ahí donde las verdades que los habitan se acostumbran a la oscuridad y anidan con más seguridad que temor, pues no desean escapar ni ser molestadas ni perturbadas. Y del mismo modo, hay lugares en nuestros corazones impenetrables e inhóspitos donde exorcizamos nuestro dolor y guardamos cosas indescifrables que sólo a nosotros nos atañen.

"Un espacio que nos reservamos a nosotros. Que construimos sólo para nosotros, que decoramos o destrozamos a nuestro antojo"

Sí, hay recodos en nuestro ser que es mejor cerrar con llave y mantenerlos fuera de nuestro alcance y, otras veces, de nuestros seres queridos. Nadie tiene acceso y es posible que lo más apropiado es que siga siendo así, por el bien de todos. Porque el que viva creyendo que puede entrar en ese espacio, ya no sin permiso, sino para conocer más a fondo, puede salir escaldado, salpicado o aterrado. No es un buen consejo, ya que forma parte de la intimidad más profunda de nuestra persona. Un espacio que nos reservamos a nosotros. Que construimos sólo para nosotros, que decoramos o destrozamos a nuestro antojo; donde nos enrabietamos y nos calmamos, donde nos gritamos y nos consolamos, donde tratamos de poner cada pieza del rompecabezas en el hueco o vacío correspondiente. Pero ese caos y ese orden sólo es nuestro. Ese universo y mundo interno sólo nos pertenece a nosotros. «Mi corazón está más lento porque nadie lo alborota», escribe Aly en un momento dado en Frente al espejo, su diario, cuando tuvo la oportunidad de evadirse y empezar de nuevo —o de cero— en el Pirineo, conduciendo a través de carreteras solitarias, rodeadas de valles y de nieve (según la temporada); de nuevos amigos, de nuevos proyectos y comienzos. Madrid quedaba tan lejos que, quizá por eso, tuvo el coraje de descubrir y enamorarse de ese nuevo tempo, de ese saber apreciar y agradecer la rutina que le proporcionaban los días allí, aprendiendo a ralentizar la vida, más aún cuando temía idealizarla. ¿Y cuántas veces no caemos en esa trampa? Decía Chaplin que en esta vida sólo te queda ser amateur. Probablemente, porque era consciente de que ante el riesgo de quien aspira a doctorarse, acaba desengañado o consumido por ella. Y porque, siendo amateur, eterno amateur, mantenemos la esperanza de seguir probando y jugando. No está todo sabido ni todo escrito. El problema, el peligro, empieza cuando de tanto magnificar la vida, al final tendemos a imaginarla o recrearla para que vuelva a bajar, para que vuelva a sernos —o parecernos— accesible y, por tanto, soportable. Entonces vuelve a haber cabida para que sucedan cosas extraordinarias y la dicha nos encuentre ahí donde pensamos que nos había abandonado.

"¿Sentirse amado suena acaso descabellado, o es un impulso y necesidad natural, innato del ser humano?"

La dicha, en verdad, no es nada del otro mundo. Radica en esos pequeños detalles en los que late un pedazo de eternidad, de instante y, por tanto, de vida: tomarte un café con una de tus hermanas o ver a la otra trabajar en directo en televisión, ir a un concierto o a un festival, salir un viernes por la noche, dormir abrazada a tu amante después de hacer el amor, hacer un viaje en carretera escuchando música de fondo, encontrar un oficio y dedicarte a él, organizar tu fiesta de cumpleaños —cosa que Aly hacía de maravilla—, e incluso tener un diablillo —su psicóloga— en el hombro que, en cuanto aprecia el más mínimo desvío, no tiene reparos en darte un toque de atención y, en consecuencia, encauzarte. Refugiarte unos días en la casa de tus padres, sentirte amada, cuidada y protegida alrededor de tu familia. ¿Sentirse amado suena acaso descabellado, o es un impulso y necesidad natural, innato del ser humano? En el diario de Aly, es cierto que parece que su corazón y su cabeza se debaten entre el amor y la calma. Entre la distancia —por seguridad— y la cercanía —por menester— de sentir unos brazos que abarcasen su cuerpo y su espalda, aprisionándola contra un pecho que desprendiera un calor equiparable al hogar o al amparo. A esa inmunidad casi abstracta e imperceptible a los ojos, pero no al sentir. Y ese sentir, para bien o para mal, era lo que a Aly le hacía sentir viva, a pesar del rechazo o los desplantes. A pesar de enamorarse, no del apropiado, sino de aquel que te hace mil pedazos, Aly seguía creyendo. Seguía avanzando, al igual que la otra Alicia en su país de las maravillas, o los autores de todas aquellas citas que le inspiraban tras un ¡Adelante! «Todo avanza, todo va a seguir avanzando, como el insoportable sonido de las agujas del reloj. Pero la vida no funciona con pilas», afirma en otra ocasión quien reconocía parte de su sufrimiento en el De Profundis de Wilde, y era capaz de admitir que la tristeza «no era angustiosa, sino tan pura que resultaba blanca», como la nieve que cubría las montañas que le gustaba contemplar.

"Recuérdame bailando no es un libro, sino un abrazo directo al corazón de Mara y de Alicia Torres escrito entre dos mundos y dos realidades"

«Los ángeles lloran y no pueden dormir», escribió en una de sus fotografías Duane Michals y, en otra, en una carta dirigida a su padre, «nunca encontré el lugar donde había escondido mi amor». En el caso de Alicia Torres, también ella era un ángel que lloraba y no podía dormir. Y, al igual que Duane, nunca encontró el lugar donde habían escondido su amor, no su padre, ni su madre, ni su hermana Eva ni su hermana Mara, ni todos los amigos que la acompañaron hasta el último día de su vida, sino aquellas dos iniciales en las que depositó sueños y esperanzas anhelando ser correspondida en la medida que ella les amaba y que, en palabras de San Agustín, suponía amar sin medida. Amar a veces cuesta la vida, sobre todo cuando no se teme la muerte o cuando, aun temiéndola, se reúne la suficiente valentía como para afrontarla. Sin embargo, celebrad y brindad; «recordadme bailando», como si solo un foco la iluminase en la pista de baile y todas las miradas se posaran en ella. Aquél, quién sabe, posiblemente fuese su éxtasis y su trance. Sentirse deslizar sin pensar, sin importarle que detrás de esa imagen de mujer independiente y fuerte se escondiera un personaje de novela que deseaba ser comprendida y amada. Hallar lo que observaba en los demás, pero en ella no; el engranaje que faltaba para que la marcha de la vida funcionara del tirón y no renqueara. Nadie puede afirmar si en un rincón de Aly el fin del mundo le pilló bailando y, a pesar de ello, tampoco nadie puede negarlo. Personalmente, quiero pensar que sí. Que en una parte de ella sonaba de fondo una canción de Muse, de Depeche Mode, de Nirvana o de El Canto del Loco, y se arrancó a bailar dejándose llevar al son del viento con la ligereza con la que lo hicieran sus cenizas en la cima de El rincón del Cielo ubicado en Cerler. Al fin y al cabo, así es como quiso ser recordada: ingrávida y liviana. Libre, y con la luz que, según Mara, desprendían su sonrisa y su mirada llenando el espacio en el que estaba.

En definitiva, Recuérdame bailando no es un libro, sino un abrazo directo al corazón de Mara y de Alicia Torres escrito entre dos mundos y dos realidades. Uno situado arriba, otro abajo, pero entrelazados y conectados entre sí. Uno que aguanta y vadea el temporal como puede, supliendo pérdidas y rememorándolas en lo que llaman valle de lágrimas, y otro donde la música suena bien alta y el baile nunca se acaba. De modo que, te pille donde te pille, sea el comienzo o el final de algo, sólo espero que sigas bailando. Este escrito, en parte, también está dedicado a aquella persona que empezó siendo una desconocida y acabó convirtiéndose en amiga íntima, tanto aquí como en el otro lado.

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