Sostiene Piñeiro en Aprende a escribir, de Álvaro Colomer, que solo comienza la escritura de una novela cuando el tema le es “revelado a través de una imagen que genera un argumento”. Sostiene Piñeiro que luego se da un tiempo de espera para comprobar que esa imagen sobrevive a otras muchas en una especie de “darwinismo literario”, de selección ficcional.
Por un lado, narra la historia de dos hermanas de padre que viven separadas, sin conocerse: Juliana es escort y Verónica es una periodista política a la que no le interesan mucho los sucesos. Ambas hermanas solo se reúnen en la desgracia cuando Juliana cae al vacío desde un balcón en misteriosas circunstancias, lo que provoca la investigación de Verónica, porque ninguna muerte violenta nos es ajena, sobre todo si es la de alguien de la familia.
Por otro lado, el libro despliega páginas de ensayo, artículos universitarios, fragmentos de libros, recortes de prensa, grabaciones de audio, entradas de YouTube o programas de TV que le dan un marchamo de crónica periodística y que acompañan a la ficción para completar su significado. Uno, que huye del purismo en cualquier ámbito y que también en la literatura es partidario de la diversidad, de las innovaciones y de la ruptura de fronteras entre los géneros, agradece estas páginas que enriquecen y dan profundidad a La muerte ajena, como la oportuna cita de El conde de Montecristo.
Sin embargo, otras digresiones no van a la misma velocidad y no siempre están bien articuladas. En algunos momentos de la segunda parte, la inclusión de tres voces narrativas diferentes se mezclan sin transición clara, se solapan, desconciertan al lector y pierden momentáneamente las virtudes de la primera parte, hasta el punto de que la novela se tambalea. En mi cerebro de lector no acaban de encajar con naturalidad estos capítulos y tengo que hacer pausas entre enunciados para recomponer la continuidad, la perspectiva del relato y la identidad del narrador… Hasta que al fin, en la tercera y última parte, ordenados los capítulos con números latinos (en las anteriores lo están con numeración arábiga), La muerte ajena recupera la armonía de modo magistral, vuelve a coordinarse, todo encaja en su sitio, mira de nuevo a los ojos del lector y levanta el vuelo para elevarlo definitivamente a gran altura. Los tres encuentros finales de la protagonista con los otros tres personajes principales son emotivos e impecables.

Foto: Alejandra López
Procedan de la realidad o de la imaginación de Claudia Piñeiro, los personajes son creíbles, cercanos a cualquier lector: tenemos la sensación de que consumen las mismas comidas y bebidas que nosotros, toman los mismos analgésicos si les duele algo, escuchan músicas similares, estudian los mismos idiomas en Duolingo y, sobre todo, sienten cosas parecidas a las que sentimos los lectores. Es muy grata esa sensación de verismo que transmite la historia, que podría estar ocurriendo en este mismo instante en cualquier lugar de cualquier país, cuando hay tantas novelas negras que resultan absolutamente inverosímiles, por más que aseguren que el género negro es el portavoz plenipotenciario del realismo.
Los personajes y el relato, en los márgenes del género negro, le sirven a Claudia Piñeiro para develar cuestiones sociales, como el poder o la prostitución, sobre la que se describen perspectivas distintas sin ningún fanatismo.
La muerte ajena se lee con ese agrado que produce la escritura cuando cada signo de puntuación va ligado al lugar exacto, cuando cada adjetivo encaja de modo natural con su sustantivo y cada adverbio con su verbo, cuando hay soltura y variedad tipográfica al transcribir los diálogos y todas funcionan. Esa misma naturalidad rige los tiempos verbales: el pasado se narra con pretéritos y el presente, con verbos en presente. La prosa posee soltura, elegancia y una cierta autoridad, porque la autora ya no tiene nada que demostrar. Catedrales, Tuya, o El tiempo de las moscas no son novelas escritas sobre el agua.
Claudia Piñeiro ha ido haciendo su propio camino en la novela negra, a su manera, con sus propios temas y su propio estilo, con personalidad, sin preocuparse de encajar sus pies en las huellas de nadie. Y ese mismo espíritu innovador rige La muerte ajena, donde se mezclan las oscuras aguas del misterio, que empujan la corriente y le dan brío, con las aguas más densas de la política, de la prostitución, de la familia, aunque unas y otras arrastran al lector sin prisas, pero sin vacilaciones, hacia un desenlace muy coherente.
Por fortuna esta no es una novela donde en el primer capítulo ocurre una muerte, en el segundo llega el forense y a partir del tercero comienza la ronda de interrogatorios a los sospechosos. Y tampoco cae en esa peligrosa manía de abusar de los giros en la trama, con vueltas y revueltas que exigen demasiados pasos mentales hasta llegar al desenlace y que al final terminan provocando mareo. Los giros en la novela negra y en las series de televisión están sobrevalorados y en realidad nada es más fácil que hacer giros y piruetas y encadenar sorpresas una detrás de otra, sobre todo al final de los capítulos para despertar la intriga. En literatura, lo difícil no son los giros, en literatura lo difícil es mantener el interés en las líneas rectas, profundizando en los personajes y en el asunto que se trate.
La autora arriesga con valentía al mezclar distintos ingredientes, y aunque en la parte central no acierta con su arriesgada apuesta, ha escrito una estupenda novela que trata del poder, de la prostitución, de las relaciones familiares, de la lealtad y hasta de la propia escritura. De todas esas cosas habla La muerte ajena, y no tanto con las páginas de apoyo que incluye, sino sobre todo “con la potestad que da la ficción, la reina ficción, la diosa ficción”, sostiene Piñeiro.
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Autora: Claudia Piñeiro. Título: La muerte ajena. Editorial: Alfaguara. Venta: Todos tus libros.


A mí me dejó frío y eso que soy lector de Claudia (llevo 5 leídos ya). Con diferencia, este se me hace bola, es pesado, soso, y algo sorprendente; es de esos libros en qué NO he subrayado una sola línea, y eso es muy raro en mí, siempre hay algo que me llama la atención. Me da pena hablar así de esta novela, pero creo que la autora, que nada tiene que demostrar, en eso coincido, esta vez ha pinchado la rueda.