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Los hijos de Elí

Los hijos de Elí

Los hijos de Elí, primera generación de fontaneros sin alma

En el antiguo relato de 1 Samuel (2:12–17, 22–25), Elí, sumo sacerdote y custodio del tabernáculo de Shiloh, prosperaba gracias a su legado religioso. Sin embargo, sus hijos —Ofni y Finees— se convirtieron en pioneros de una corrupción que podríamos calificar de protofontanería: vaciaban los platos de las ofrendas, manipulaban a las mujeres del templo y extraían ganancias personales de lo sagrado, confundiendo la casa de Dios con su propio banco moral. La Escritura los define con frialdad: “hombres impíos, que no conocían a Jehová”, literal y fatal reconocimiento de que pervertían la espiritualidad con su codicia.

Elí, ya viejísimo, cerró los ojos ante el desastre filial. Aunque abroncó a sus hijos, no actuó: dejaba correr la mugre, apilando “sedimentos éticos” en el templo. Como recuerda el profeta, Elí fue tan culpable como sus hijos: los priorizó por encima de Dios. El pueblo, atónito y sin voz, soportó la podredumbre institucional, precisamente porque el poder religioso se convirtió en inmunidad de facto.

Esta escena milenaria encarna a la perfección la analogía moderna que nos ocupa: cloacas del poder y fontanería política, verdugos invisibles del sistema. Aquellos hijos de Elí ilustran el modelo clásico: funcionarios ayunos de responsabilidad, profanadores del espacio sagrado, dispuestos a convertir un templo —sea teológico o democrático— en un nido de sobornos y privilegios. En palabras punzantes: cuando el templo se convierte en cloaca, los trajes ya no huelen a incienso, sino a soborno.

"La idea de las cloacas del Estado evoca hoy esas mismas tuberías secretas y ramificadas donde operan redes institucionales de poder sin rendición de cuentas"

De esa antigua perversión surge la metáfora contemporánea: la idea de las cloacas del Estado evoca hoy esas mismas tuberías secretas y ramificadas donde operan redes institucionales de poder sin rendición de cuentas. Desde que tengo uso de razón, esto es así. Todo ello conforma el aparataje subterráneo que algunos denominan “estado profundo” (deep state), definido por la existencia de redes burocráticas, militares o mediáticas que administran poder más allá de la legitimidad electoral y sin control público.

Desde Shiloh hasta nuestros días, la tesis permanece intacta: cuando la autoridad que debía proteger lo sagrado —sea un templo ancestral o la democracia moderna— se deja infiltrar por fontaneros del poder, lo que emerge ya no es aroma de santidad, sino tufo a cloaca institucional.

De Roma a Watergate: Génesis de una metáfora hedionda

La expresión “cloaca” hunde sus raíces etimológicas en el latín cloāca, término que designaba el sistema subterráneo por el que circulaban las aguas residuales en la Roma antigua. La emblemática Cloaca Maxima, construida en el siglo VI a.C. como canalización a cielo abierto y posteriormente convertida en alcantarillado, sigue cumpliendo su función después de dos milenios, drenando aguas pluviales y fecales del centro urbano hacia el Tíber. Los romanos incluso erigieron un templo para Venus Cloacina, ¡deidad vinculada a la pureza de las cloacas!, como recordatorio de que el saneamiento era tanto higiene física como moral. Quién lo iba a decir.

Cuando invocamos hoy las “cloacas del Estado”, miles de años después, ya no nos referimos a aguas fétidas de pozos ni de alcantarillas públicas, sino a corrientes de corrupción moral en las instituciones, alimentadas por el secretismo, el clientelismo y la manipulación institucional. Es una imagen tan poderosa como repugnante: cuando la fuente sagrada se convierte en letrina, el pueblo huele el tufo, aunque no pueda mirar al conducto.

"De la Italia bizantina de la Corte a los despachos palaciegos españoles, el fontanero político pasó a ser un actor clave, aunque proscrito"

La palabra “fontanero político” nos llega del inglés plumber, aplicada con cinismo al famoso grupo apodado White House Plumbers durante la presidencia de Richard Nixon (1971-1973). Según contaron ellos mismos —un exagente de la CIA dijo a su abuela que cortaba leaks de información, y ella interpretó plumber—, su misión fue cerrar filtraciones como las de los Pentagon Papers. Aquella etiqueta, inicialmente humorística, caló entre el público y se quedó para designar a quienes, al margen de la Carta Magna, sellan fugas para proteger al poder. Con el apogeo del escándalo Watergate (1972-1974), cuando esas tuberías clandestinas se rompieron y fluyó la verdad, aquella troupe silente perdió todos los sellos: el presidente Nixon fue imputado y finalmente forzado a dimitir. Desde entonces, plumber político se ha convertido en sinónimo de “arquitecto de encubrimientos institucionales”.

Pero antes del Watergate, el llamado escándalo Teapot Dome fue el gran hito de corrupción estadounidense. Se descubrió que Albert B. Fall, secretario del Interior bajo el presidente Harding, había vendido reservas de petróleo de la Marina en Wyoming y California sin concurso público a cambio de sobornos de grandes petroleras. Como fontanero político al uso, Fall tapó fugas legales y mediáticas durante un tiempo, pero terminó en la cárcel: fue el primer miembro de un gabinete presidencial estadounidense condenado por corrupción. Este caso demostró que incluso el grifo administrativo de recursos estratégicos puede desbordarse bajo presión.

En 1992, la investigación judicial Mani Pulite —o “Manos Limpias”— sacudió Italia hasta los cimientos. Magistrados como Di Pietro revelaron una trama masiva de sobornos (tangenti) entre partidos, grandes constructoras y entidades públicas, lo que provocó la caída de la llamada “Segunda República” y destruyó partidos tradicionales como la Democracia Cristiana y el Partido Socialista. El sistema de fontanería clandestina —excavado en décadas de intercambios ilegales— perdió su tapa. La gente lanzó monedas en señal de protesta y los operadores políticos de antaño, acostumbrados a guardar silencio, fueron expuestos públicamente. Fue una purga que mostró qué sucede cuando las cloacas se llenan y revientan.

A Españita el apelativo llegó en los tiempos de la Transición, cuando equipos discretos en La Moncloa asumían tareas de control de daños: negociar pactos, calmar filtraciones, neutralizar amenazas mediáticas. De la Italia bizantina de la Corte a los despachos palaciegos españoles, el fontanero político pasó a ser un actor clave, aunque proscrito: no es habitualmente visibilizado, pero es esencial para evitar que el sistema se atragante con sus propias cloacas.

"Los fontaneros políticos desviaban el agua sucia mediante maniobras burocráticas, silencios institucionales y filtraciones selectivas"

Con todo, es difícil saber la verdad. ¿Qué es la verdad? Tanto se preguntaba Saulo de Tarso, convertido después en el apóstol Pablo: “La verdad es el conocimiento de las cosas como son, como eran y como han de ser”. Pues eso.

En julio de 1969 estalló el escándalo Matesa, cuando el director de Aduanas denunció a la empresa de maquinaria textil por falsificar exportaciones para recibir préstamos públicos fraudulentos. La empresa —algunos la vinculan con círculos del Opus Dei— infló ventas inexistentes para cobrar créditos en el Banco de Crédito Industrial. El caso obligó a la intervención bancaria y a dimisiones políticas —como la del ministro Fraga—, desnudando un sistema de cloacas en las altas esferas comerciales bajo la dictadura. Fue la primera gran grieta en el régimen, al demostrar que incluso gobiernos autoritarios pueden derrumbarse por sus propias tuberías de encubrimiento.

La Operación Gürtel representó un inmenso entramado de sobornos, contratos amañados y comisiones ilegales en ayuntamientos y comunidades autónomas, centrado en el PP. Encabezado por empresarios ligados al partido, el caso implicó a figuras como Bárcenas —quien llevaba cuentas B— y Francisco Correa, que utilizaban sobresueldos, falsificación de facturas y manipulación administrativa. Aquí, los fontaneros políticos desviaban el agua sucia mediante maniobras burocráticas, silencios institucionales y filtraciones selectivas, hasta que una sentencia firme en 2018 demostró que el agua ya no cabía en las tuberías del poder.

Pero es verdad que ya con Felipe González las aguas perdieron su cauce socialista, hasta llegar a la actualidad, donde ya no se entiende nada. Porque “desatascar” ahora significa perdonar a ministros, funcionarios o admitir como “grandes de hoy” a gente muy de la calle que parece tener las llaves de toda la verdad. Lo cual es acojonante y, por cierto, no deja de producir cierto pánico en las huestes de nuestra sociedad, que está como los niños pequeños cuando se descentran de verdad.

La historia muestra tribunales secretos, “intercambios grifos-administraciones”, empresas fantasmas y redes invisibles que tapan fugas informativas. Aunque las tecnologías cambian, el patrón se repite: fontaneros políticos que manipulan el caudal del poder, albañales sistemáticos que florecen cuando la vigilancia falla… y ciudadanos que presionan hasta que el sistema revienta. Cada caso es una llamada histórica: si las alcantarillas no se abren y limpian a tiempo, terminan inundando la democracia misma.

En el léxico cloacal, “desatascar” se ha sacralizado: robo de dinero se perdona, medidas se ocultan y responsabilidades se sortean con apariencia de gestión impecable. Así, cuando un ministro anuncia que se “desatascará” una causa, se presta más a encubrir que a limpiar. Y “embragar” —acción de pisar el freno— suena casi como un eufemismo ingenuo en este contexto: aquí se “embraga” decretando prórrogas, se “embraga” autorizando archivos y se “embraga” pactando discreto con fiscales, mientras el resto de la sociedad aguarda en el semáforo político.

"El poder que se construye sobre cloacas pierde su aroma santo y asume el tufo imbatible del soborno bien orquestado"

El meme cloacal viaja en la penumbra hasta que alguien lo viraliza. Una grabación, un documento, un audio… circulan y mutan hasta que reciben su primera retweet adjudicada. En ese momento, lo que era susurro en pasillos institucionales se convierte en titular y boilerplate mediático. Al igual que los memes —aparentemente inocuos— a veces se convierten en fenómenos de masas, un asunto oscuro cloacal puede saltar de los archivos secretos a las sedes del Congreso, dejando un reguero de material manipulable para analistas y guionistas de late night.

Todas estas derivaciones conservan una esencia: el poder que se construye sobre cloacas pierde su aroma santo y asume el tufo imbatible del soborno bien orquestado.

Afligido Epílogo: cuando los hijos no heredan la fe, heredan el desagüe

Así como los hijos de Elí no entendieron la santidad del templo que habitaban, los operadores del poder actual parecen no comprender que hay instituciones que no se manipulan sin consecuencias. La historia bíblica advertía ya entonces: cuando el liderazgo espiritual se convierte en costumbre hereditaria y los herederos no heredan la fe, heredan el desagüe. Y una cloaca, por muy dorada que sea, no puede sustituir al altar. Porque, como entonces, hoy también llega un momento en que las ofrendas dejan de subir… y el humo ya no es incienso, sino señal de fuga. Mis condolencias.

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Mario Raimundo Caimacán
Mario Raimundo Caimacán
3 meses hace

Un gran artículo de la valiente, lúcida y magnífica Rosa Amor del Olmo. Reflexiones profundas sobre las taras morales que engendran la corrupción pública y el robo a las arcas del Estado, un cáncer que puede conducir hasta la disolución del mismo, como acontece con mi patria Costromo, gobernada por una mafia de criminales más peligrosa que la jefaturada por Monipodio en la Sevilla del siglo XVII en “Rinconete y Cortadillo” del genial Miguel de Cervantes. La corrupción pública de gobernantes y funcionarios públicos en complicidad con ladrones disfrazados de empresarios es un mal tan extendido que hasta El Vaticano protagonizó escándalos con el extinto Banco Ambrosiano (irónicamente la ambrosía era el mitológico alimento de los dioses olímpicos, de unos extintos dioses paganos del superado politeísmo de la Antigua Grecia), porque el amor desmedido por el dinero, símbolo de la riqueza material, es un pecado tan poderoso que también lo sufren “los hombres de Dios”. No es casual que exista el viejo refrán que la América Española heredó de España: “Métase con el santo, pero no con la limosna”. Y ciertamente, para muchos que nos entusiasma el Cristianismo Primitivo que pregonaron Erasmo de Rotterdam y Don Quijote, esa expresión”Dad al César lo que es del César” nos parece una nefasta interpolación interesada del ex cobrador de impuestos Saulo de Tarso, antes de convertirse en San Pablo. Y sí bien es cierto que mi admirado y genial Miguel de Cervantes (a quien los hispanoamericanos consideramos nuestro, como toda la herencia literaria española) recaudó tributos para la Corona, lo excomulgaron dos veces porque exigió que unos sacerdotes también cumplieran sus obligaciones tributarias. Y algunos historiadores o teólogos aseguran que el primer soborno en el mundo lo pagó El Diablo con una manzana (?su antecedente será “la manzana de la discordia” de la mitología griega?), aunque es mejor no meternos en “tologias”. Lo cierto es que Rosa Amor del Olmo es brillante, valiente y tiene razón en éste memorable artículo.

Mario Raimundo Caimacán
Mario Raimundo Caimacán
3 meses hace

Pido a todos disculpas por un error que cometí y espero enmendar: Escribí “que nos entusiasma” y lo correcto es “a quienes nos entusiasma”. A veces escribo rápido y no reviso y el bendito celular me hace una trastada, pero ésta vez fue mi error, así que reitero mis disculpas.