En 1975, el escritor texano más elegante de todos los tiempos, John Graves, emprendió un viaje en canoa a lo largo del río Brazos. Era su forma de despedirse. Se acababa de proyectar una serie de represas a lo largo de todo su cauce. Algo que habría de modificar el paisaje, y a la gente, para siempre.
En Zenda reproducimos las primeras páginas de Adiós a un río (Capitán Swing), de John Graves, con ilustraciones de Russell Waterhouse.
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I
Normalmente, el otoño es la mejor temporada para ir al río Brazos y, si hay posibilidad de escoger, octubre es el mes idóneo (si es que por alguna razón os da por ir, lo cual no le sucede a la mayoría de la gente). En esta época los mosquitos y las garra patas están aletargados; a lo mejor ni hay, si las heladas han llegado pronto, las noches son frescas, los días azules y soleados y el aire suave; y en la abundancia general del otoño, aunque sea texano, la caza y la pesca abundan y es esperable que ambas sean buenas. Montones de aves de todo tipo —listas para ser cazadas o simple mente agradables de ver— paran aquí en sus migraciones antes de que los últimos y más virulentos vientos del norte empujen a muchas al lejano sur. En cambio, escasean los hombres y las mujeres.
Octubre es el mes bueno…
No me refiero a todo el Brazos, sino a un tramo del río que ha significado algo para mí durante una buena parte de mi vida, todo lo que puede tener sentido para una persona el tramo de un río. Un tramo de río se puede comprender. Un río entero que realmente sea un río es demasiado para comprenderlo, a no ser que sea el Misisipi, el Danubio o el Yangtsé y dediques toda tu vida a nave garlo; pero, incluso así, lo que comprenderás probablemente sean los cauces y la topografía, y tal vez las tabernas de los pueblos de la ribera. Un río es montaña, ladera y llano; pantano y delta; lecho de piedra, lecho de arena, lecho de hierbas y lecho de barro; es azul, verde, rojo, transparente, marrón, ancho, estrecho, rápido, lento, agua limpia y sucia; es toda clase de árboles y maleza, todas las especies de animales y pájaros y hombres que pertenezcan o hayan pertenecido a sus cambiantes riberas, es un millar de cosas distintas no compatibles entre el punto donde tantas confluencias de las montañas han rezumado hasta formarlo y ese lugar amplio, plano y probablemente desolado donde desemboca en la sal del mar.
También es una entidad, uno de los todos reales, pero percibir el todo es duro, porque saber es aún más duro. Los sentimientos sin conocimiento —también el amor y el odio— parecen fluir con soltura de un momento para otro, pero a mí nunca me han acabado de convencer…
El Brazos no viene de perseguir garzas y gallaretas, ni siquiera de las montañas. Viene del oeste de Texas y, en parte, de una zona igualmente reseca de Nuevo México, y desciende a lo largo de unos mil doscientos kilómetros hasta el golfo de México. En las llanuras altas es un yesoso riachuelo intermitente; más abajo, cerca de la costa, es un raudo río del sur, con sus diques, sus campos de algodón y un antiquísimo lecho de hojas caducas. Parte en dos la historia de Texas del mismo modo que parte el mapa del estado; el primer capitolio del estado se alza allí, cerca de la costa, y el asentamiento fluye hacia el noroeste por su larga vaguada paralelo a la corriente.
He cazado codornices por aquellos riachuelos salinos y, hace mucho, caimanes de noche con una linterna en los cenagales que el río forma en los pantanos cerca del golfo de México, pero no conozco esos lugares. No los llevo dentro. Me gustan como me han gusta do todo tipo de regiones desde Oahu hasta Castilla la Vieja, pero son una parte de ese todo que, tal como yo lo veo, no es comprensible.
Un tramo, por lo tanto… Doscientos cincuenta o trescientos kilómetros de río hacia su centro en el borde del oeste de Texas, donde se retuerce y se enrosca como una serpiente desde la presa del parque estatal Possum Kingdom —entre las accidentadas montañas bajas de la región de Palo Pinto— hasta el territorio arenoso con plantaciones de cacahuetes y robles, pasando por las colinas de caliza oscura como enebro que se ciernen sobre un nuevo lago llamado Whitney. Ese tramo no lo atraviesan muchas autopistas. A lo largo de los años ningún negocio próspero ha atraído a la gente a sus orillas; otros lugares han vaciado este de gente. Un antiguo respeto ante la violencia ocasional del río es la causa de que los granjeros y rancheros construyan en terrenos altos lejos de la corriente, que fluye primitiva y descuidada. Cuando bregas con los remos por su curso, lo que ves es prácticamente lo que veían los comanches y los kiowas sobre sus delgados ponis río abajo hace cien años antes de asaltar los nuevos asentamientos del valle.
Hoy, a muy poca gente le importa un comino lo que vieran los comanches y los kiowas. Y a los que les importa es porque tienen un buen motivo. Es un terreno en su mayor parte inhóspito y, como casi todo el oeste de Texas, no encaja con la nostalgia sajona de paisajes frescos, verdes y húmedos por el rocío. Cuesta hasta adentrarse en él. Si te tomas tu tiempo, la caza y la pesca están bien, pero también cuestan, y el Brazos es traicionero, porque favorece ese haraganeo acuático tan del gusto de la mayoría. El Brazos no se corta. Sus cardúmenes atraviesan las hélices de los grandes y flamantes motores fueraborda y las arenas movedizas y los remo linos se tragan de vez en cuando a alguno, de modo que general mente los turistas se van a lagos privados, como es de esperar, y dejan el río al campesinado curtido que vive allí y a sus parientes, 23 que gravitan de vuelta los fines de semana para alejarse de las fábricas aeronáuticas y de las plantas de montaje automovilístico de Dallas y Fort Worth, y a aquellos como nosotros, para quienes, de una manera u otra, significa algo y nos merece la pena.
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Autor: John Graves y Russell Waterhouse. Título: Adiós a un río. Traducción: Rubén Martín Giráldez. Editorial: Capitán Swing. Venta: Todos tus libros


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