Ya no recuerdo bien cuándo conocí a Pedro Luis, os lo prometo, porque es de ese tipo de personas que se te hacen familiares sin apenas darte cuenta. Sé que le cogí cariño rápido, porque desprende sencillez y tiene dos cucharadas de guasa encima que complementan muy bien con esa elegancia descreída que se gasta. En cambio, lo que mejor define su singularidad es esa manía suya de vivir al mismo tiempo a bordo de muchos barcos y ninguno, sin necesidad de hacerse a la mar. Ni de vivir, siquiera, a la vera de un puerto. Porque Yecla, su ciudad, no tiene mar ni, por supuesto, pantalán alguno que lleve a un barco. Tampoco le hace falta, me explico. Un día, Pedro Luis decidió obsesionarse con lo mismo que trajo de cabeza, siglos atrás, a Felipe II: la gran Empresa de Inglaterra. Y por lo que sé, otra cosa no, pero esa historia ¡vaya si va de barcos! Grandes, medianos, pequeños… todos con las armas imperiales al viento. De acuerdo, lógicamente también va de política. Porque sin el papeleo de unos, el celo de otros y las ínfulas de todos, aquello no hubiera tenido lugar y el tándem Geoffrey Parker y Colin Martin no nos habría metido a muchos el gusanillo cuatro siglos más tarde. A lo que voy: es tal la dimensión humana de la materia, que este buen amigo decidió investigar sobre lo ocurrido, resultando —como bien es conocido— que cuanto más investigas sobre algo menos sabes. ¡Claro que se conocían multitud de cosas! Especialmente sobre los prolegómenos, la logística, los buques y los grandes nombres. En definitiva, aspectos más centrados en lo meramente militar, pero, ¿dónde estaba la memoria de las cientos de personas que quedaron prisioneras tras la letanía de naufragios en las costas de Irlanda? ¿Acaso esas vidas no importan? Si algo tiene la Empresa de 1588 es que la fragilidad, la fe, el terror, la epopeya y la piedad convergen como la crujía y el través en la obra de un velero. El camino de Pedro Luis para que cualquiera pueda tener a esos hombres en un recuerdo que no esté carcomido por la opacidad de la indiferencia corre en paralelo a la relevancia cultural que se ha gestado en diferentes lugares de Irlanda, con el propósito de dar importancia al hecho que nos ocupa y que se imbrica, vigorosa y emocionalmente, en su tejido social. Culpables de ello fueron y son, sin lugar a dudas, los asociados que trabajan desde la Spanish Armada Ireland, pues llevan décadas contagiando su amor por el legado de la Gran Armada a través de la arqueología subacuática y la huella que dejó en Streedagh el capitán Francisco de Cuéllar, tras naufragar, a pocas millas de allí, la escuadra de Levante en la que viajaba. Su nave, una pesada nao de origen veneciano que pasó a servir en la gran flota de Felipe II, acabó destrozada junto a la Juliana y la Santa María de Visión tras el temporal que decidió levantar, no sabemos si Dios mismo o, quizá, Neptuno. En consecuencia, las averiguaciones realizadas por Pedro Luis nos ubican en los abrumadores paisajes del norte de Irlanda y, del mismo modo, en multitud de situaciones que fueron vividas por numerosos supervivientes pero, también, por los que terminaron sucumbiendo al acero inglés tras sortear la hecatombe de los hundimientos. Algunos eran poco menos que niños y sus últimas palabras horadan las entrañas como el clavazón lo hace sobre el forro de un buque. Sinceramente, leer sus testimonios, emanados de la tinta epistolar, sobrecoge, pero escucharlos en boca de Pedro Luis es como estar delante de aquellos marineros y ver cómo la luz que recogen sus ojos habla dando las gracias en un más que preciado silencio. Al menos eso he sentido yo; creo que esa percepción que me sacude sucede cuando alguien a quien admiras y prestas atención consigue conectarse a algo más grande y la naturaleza —ese algo o ese todo que nos rodea— le premia amplificando el entendimiento del entorno del que busca nutrirse. Quedaría bien decir que él no se da cuenta de lo que acabo de escribir, pero sí, es plenamente consciente de ello. Y eso le convierte en un ser humano extraordinario. A todo esto, Yecla seguirá sin tener playa, pero un buen pedazo de océano Atlántico bate sus aguas allí, entre los vecinos, y gracias a uno de ellos. Rubio, flaco, leal… ¡Y viajero, por supuesto! De lo contrario no se puede bogar por la historia para alumbrar la grandeza y la desdicha de nuestras decisiones. Nos vemos en Irlanda, en la tierra de los O’Rourke, ante el horizonte de una Armada que, ahora sí, ya es invencible.



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