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Vivir y morir en L.A.

Vivir y morir en L.A.

Hace poco volví a ver To Live and Die in L.A. Una película abrasiva, cruda. Un thriller policíaco que no da concesiones al paisaje de la ciudad protagonista. Y a mí me gusta ese tipo de paisajes ásperos, máxime cuando el nombre de la ciudad que los cobija está rebosante de carisma. Hoy, Los Ángeles representa un todo. Es glam, es pop, es insolente, excesiva y hasta glamurosa cuando se mira al espejo y recuerda el viejo Hollywood. Resulta curioso, cuanto menos, que una metrópoli como esa, consagrada como icono del superávit y asiento de pobreza maquillada por los estándares del postureo, fuera creada, prácticamente, por dos hombres que eran la antítesis del narcisismo: Felipe de Neve y Junípero Serra. El primero gobernador de Las Californias —sí, donde vivían los californios— y el segundo un franciscano mallorquín que, muy lejos de atisbar neones y estampados animal print vistiendo a fanáticos del café take away, vio transformada su misión de San Gabriel Arcángel en una cabeza de puente para forjar, quizá, eso que muchos conocen como “el sueño americano”. Lo que os voy a contar es la fundación de L.A. (no Confidential), la segunda ciudad más poblada de Estados Unidos y, sin lugar a dudas, la metrópoli que más iconos aglutina en mitad de una de las geografías más rudas del continente americano. Por algo Madonna la bautizó como la Spotlight City.

"La gran aventura de los españoles en California comenzó desde el sur, remontando picos nevados y extensiones desérticas"

Para entender bien esta road movie sin motor, hay que empezar hablando de los horizontes que ciñen la ciudad. Es decir, de las primeras expediciones españolas que pasaron por allí. O mejor dicho, relativamente cerca de allí. Porque la gran aventura de los españoles en California comenzó desde el sur, remontando picos nevados y extensiones desérticas plagadas de saguaros, cascabeles y coyotes. Nos remontamos así a los albores del siglo XVI, momento en el cual tienen lugar la incursiones llevadas a cabo por Hernando Grijalba y Francisco de Ulloa, mientras, en paralelo, Cortés conquistaba Tenochtitlan primero y asentaba México poco después. Esos fueron los primeros tanteos o exploraciones en los que se intentó dilucidar lo que había en esa extraña tierra, cuyo litoral se salpica hoy de flora y elementos urbanos que son cultura televisiva de primer orden. La pica inicial —aunque no fuera en Flandes— se puso poco después, con Antonio de Mendoza como virrey de lo que ya era la Nueva España. A él se debe que Rodríguez Cabrillo, un lusitano al servicio de Carlos V, entrase en la bahía de la actual ciudad de San Diego, a bordo de un buque construido en las riberas de Acapulco. Al timón de esa nave, un pequeño galeoncete que desplazaba doscientas toneladas, Cabrillo y sus hombres navegaron millas mucho más al norte, hasta lo que hoy es Monterrey, lo que quiere decir que, de hecho, durante aquel viaje pudieron recorrer gran parte de la baja y alta California. En medio de ambos puertos, el de Monterrey y el de San Diego —advocación ligada a la muy castellana Alcalá de Henares, por cierto—, el marino tuvo la oportunidad de situar en el mapa el archipiélago de Santa Bárbara y echar el ancla en Santa Catalina, una isla que, desde su fachada este, mira hacia la ciudad que nos ocupa: Los Ángeles. En aquellas fechas tempranas y bullentes de ambición para la corona, esa superficie aún no era más que una mera posición geográfica, sin el nombre que tanta fascinación despierta. Por descontado, quedaban  aún otros cuatro siglos para sentir el ritmo de Jim Jamison y su “I’m always here” sobre la playa de Santa Mónica. Tiempo al tiempo. Durante el siglo XVII, Sebastián Vizcaíno surcó las rutas legadas por Cabrillo con ánimo de ratificar posiciones que sirvieran de abrigo a la “Nao de la China”, en su travesía desde la deslumbrante y exótica Manila. En el interior, tras un intento fallido del padre Francisco Kino, su sucesor, Salvatierra, lograría establecer un primer puesto misional que sirvió como referencia hasta bien entrado el periodo de la Ilustración, ya en la siguiente centuria y reinando Carlos III, momento en el cual da comienzo la política de expansión y poblamiento en California.

Réplica del galeón San Diego

Junípero Serra, el fundador de las misiones de California

"Llegamos al último tercio del siglo XVIII con el mismo clima súbito y el mismo suelo ardiente"

Por lo tanto llegamos al último tercio del siglo XVIII, con el mismo clima súbito y el mismo suelo ardiente, pero momento en el cual confluyen varios factores que son determinantes para el contexto californiano. En síntesis, los dos principales pasan por ser los siguientes: José de Gálvez llega a América como visitador de Indias y el citado Carlos III expulsa a los jesuitas del continente. Esto último ocurrió en julio de 1767, siendo uno de los hombres encargados de darles pasaporte de vuelta a Roma un jienense llamado Felipe de Neve. Este joven hidalgo, de carácter sencillo y buenas dotes de mando, había llegado a Nueva España con el fin de instruir guarniciones y consolidar nuevas milicias. Diligente, como era de esperar, Neve fue ascendido por el virrey Antonio Bucareli a gobernador de California. Prometedor cargo, sin duda, pero henchido de dificultades. No lo iba a tener fácil, puesto que tras la situación política, estudiada tanto por este último como por Gálvez, consideraban esencial crear un proyecto de asentamiento y defensa que, desde las áreas más septentrionales, frenase el avance comercial ruso. Porque, en efecto, los chicos de Pedro III andaban por allí, descendiendo cómodamente desde Alaska. Y no era el único problema, ya que los ingleses también podían hacer daño atacando las posiciones meridionales y estrangulando así las rutas de avituallamiento en el Pacífico.

Estatua del misionero Junípero Serra

Felipe de Neve

"Con salarios de 116 pesos brindados por la corona española, Los Ángeles crecería hasta generar una industria que en entretenimiento y deporte produce un impacto mil millonario"

Para contener el impulso ruso, se hacía esencial crear una red de control y abastecimiento que se articulase desde el noroeste, en Monterrey, hasta el sur, lo que pasaba por optimizar los recursos y reforzar los ya existentes. El primer gran paso fue la expedición de Gaspar de Portolá y Junípero Serra. Este infatigable y audaz religioso llegó con otros franciscanos para suplir a los malogrados jesuitas y, paso a paso, entre cerros y llanuras desfigurados por una luz inclemente, abrió camino hacia el éxito fundando un ramillete de misiones —¡ocho nada menos!— que, junto a los presidios, conformaron la columna vertebral de lo que serían los grandes núcleos urbanos. La primera de dichas misiones se fundó en San Diego con el nombre homónimo, seguidas de las de San Carlos, San Antonio y San Gabriel. Más tarde habría otras, pero fue en esta última, San Gabriel, donde Felipe de Neve reunió a los colonos que iban a ser los primeros habitantes de una fundación a escasos trece kilómetros de aquel refugio de adobe: ese pueblo sería Nuestra Señora de los Ángeles y Porcíuncula. Era un 4 de septiembre de 1781 y en esa tierra de apaches en paz con nativos chumash y comunidades yanga, catorce familias de labranza acababan de hacer historia. Con salarios de 116 pesos brindados por la corona española, Los Ángeles crecería hasta generar una industria que únicamente en entretenimiento y deporte produce un impacto anual mil millonario. Se habla español, se disfruta en español y el paisaje, en cientos de recodos, es una parte de España. Entre tanto, sigue cayendo un sol llameante que se disfruta más en pantalla grande que caminando por el valle de Santa Clarita. Por algo L.A. es el emporio de la claqueta.

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Raoul
Raoul
12 ddís hace

No se dice “cuanto menos” sino “cuando menos”.

Pedro L. Chinchilla
11 ddís hace

Muy buen artículo.