Imagen de portada: ‘Arrangement in Grey and Black No. 1’, de James McNeill Whistler (1871).
En la Escuela de Imaginadores nos encanta descubrir nuevas voces, y, en concreto, descubrir nuevas voces para los lectores de Zenda. Porque ¿a quién no le gusta ser de los primeros en leer a un autor y sentir que se está ante algo especial? Esa es la complicidad, entre zendianos e imaginadores, que motiva y da sentido a esta sección.
Y este caluroso mes de julio traemos una voz cálida, una mirada poética y descarnada, que hunde sus raíces en los recuerdos y los fogones. La imaginadora Laura María Morales (Las Palmas de Gran Canaria) se formó en Derecho y trabaja optimizando procesos y recursos en una gran aseguradora; sin embargo, desde que ganara su primer premio literario siendo muy niña quiere ser escritora, y en estos momentos por fin optimiza sus propios recursos narrativos en nuestro taller de escritura. «La puta de tu madre» es solo una pequeña muestra de lo que hace, pero suficiente para comprobar cuánta carne y emoción hay siempre en sus palabras.
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La puta de tu madre
Has recibido una llamada de la Neus. No las has visto en años. Te inquieta que te llame. No te hace gracia. Te incomoda que de repente te llame la amiga de tu madre, aunque sea la Neus. No es la llamada que más ilusión te hace hoy. Esperas que te llame el Ferrán. El viernes, después del polvo, quedasteis en volver a hablar y hacer un plan de fin de semana, quizás ir a la Barceloneta si salía buen tiempo y no tenías turno.
La Neus conoció al hombre cuando llegó a Barcelona y pidió trabajo en aquel local. Al tiempo que marchó el hombre y dejarle todo, ella se convirtió en una institución. Sentada tras la barra del club charlaba con la clientela y despachaba palabras de amor acordado a hombres que bebían quintos solitarios.
Entonces tu madre y la Neus se hicieron buenas amigas. Lo sabes porque hoy te ha llamado. Y también porque la Neus te contaba cosas cuando eras pequeña, aunque tú no entendías mucho. Te contó que tu madre salió atropellada de su pueblo, despedida por las voces de tu abuelo y el «ay, hija mía» de tu abuela. Que se fue con la vergüenza dentro, en la tripa y los pechos desafiantes ante todos, más generosos que nunca. Que llegó en un autobús de línea con una dirección en un papel de libreta escrito por una conocida del lugar que nunca la juzgó. Que no encontró en el bar a la prima de aquella conocida, pero la encontró a ella, a la Neus que se apiadó al verla llegar así de sudada, se compadeció de la misma forma que lo habría hecho la prima huida. Tu madre llegó con un vestido que apretaba de más su cintura desdibujada, alpargatas y una maleta de madera pesada con el asa de cuero. Que no era mala tu madre, tan solo le habían pasado cosas como lo de Lorenzo el del pueblo.
La Neus ha llamado. Tantos años después. Qué querrá. Quizás sigue intentado poner cordura y protección en la cabeza loca de tu madre, como la madrugada que se fue hasta la comisaría para jurar que tu madre había estado viendo la tele con ella la noche en que en verdad había atizado con un hierro a un cliente violento que había tratado de forzarla. Tu madre, la extremeña, era mucha hembra. Una hembra de belleza salvaje, paleta. De carne prieta y braga de algodón.
—Ja saps què vols? —dice el camarero al tiempo que pule el acero inoxidable de la barra.
—No perdona, no he decidit. —Y relees con atención y en voz alta el menú lleno de pegotes: «Peix a la planxa amb patates, pollastre i croquetes. A triar un plat».
Vuelves a leer mentalmente. Esta vez en castellano, como cuando hablabas con la Neus, que en realidad se llama Maribel y apenas habla catalán. Lees detenido, esperando que se despierte en ti alguna apetencia. Croquetas. Algo te alborota por dentro. Un imperceptible movimiento se produce en alguna hondura de tu cuerpo, cerca del hipocampo y te lleva al olor de las croquetas de la Neus.
Llegas allí despacio, desde las entrañas, cayendo como un buzo en una fosa, para aparecer en la habitación del Raval. De madrugada, tu madre ha vuelto a pelear con el señor en la habitación, lo has oído. Has escuchado el golpear de las gavetas y del cabecero de la cama. Puta, pero tú aún no lo sabes. Es el señor que baja del Eixample los fines de semana para llevarle las flores más bonitas que has visto nunca. Sabes que la Neus ha dejado la puerta de su casa abierta, como hace siempre que tu madre y el señor te despiertan con la trifulca. Tú tienes claro lo que hay que hacer. En pijama te deslizas por el rellano hasta acurrucarte en la cama con la Neus.
Hoy has vuelto allí, sin moverte, desde el mostrador de la cafetería del hospital donde trabajas. Regresas a ese mundo extremo donde no llega la luz del sol, y pese a ello, para tu asombro, ahora hay vida. En medio de esa oscuridad, tus ojos poco a poco se acostumbran, te vislumbran niña, se despiertan con el olor que viene de la cocina de la Neus e impregna las sábanas y el pijama. Los abres un segundo, los cierras, y dudas. Ese olor es la señal que anticipa que tu madre lo ha vuelto a hacer. Han regresado los portazos y los cristales estrellados en la pared. La Neus está haciéndote croquetas de jamón.
Andas a la cocina descalza y ves el cuerpo de la Neus restallar pletórico, exuberante, al tiempo que la estancia, como ella, se empapa de un aroma envolvente, cuajando toda su emoción en la masa de las croquetas, friéndola hasta crujir en el aceite de barrio, dorándose hasta la perfección, hasta la gula. Es la imagen de la ternura.
—Ven, chupa la cuchara. Está muy rica. Ten cuidado no te quemes. —Mientras tú te apresuras, te abandonas, relames los restos de la delicia sin grumos en la madera. Rebañas el fondo albeado de la sartén. Ojalá la Neus fuera tu madre.
El gesto de la mujer al darte lo mejor de las croquetas tiene el efecto de devolverte intacta al mundo. Te enamoras de aquella madre prestada. La contemplas embobada como mueve con gracia su carne mil veces usada, aunque tú lo ignoras. Se desliza por la pista de baldosas al compás de las cucharas, mientras su silueta aparece en los azulejos de las paredes confundiéndose con los motivos geométricos marrones y naranjas. Se apoya sutilmente en el borde metálico de la mesa de formica para coger impulso haciendo una grácil pirueta y la harina cae en una nube ligera, la leche se vierte con suavidad y el aceite humea sonoro en la sartén. La Neus prende la radio. La voz de un cantante nacional se mezcla con el sonido crocante de las bolitas.
—Para hacer croquetas cabales hay que tener pasión. —Y el rostro se le ilumina mientras mueve con inusual elegancia toda su corpórea entidad voluptuosa, con la seguridad de estar creando algo sublime. «Te quiero, te quiero, sólo vivo para ti…», canta girando en medio del febril y lúbrico torbellino en que se han convertido las flores de su vestido que huelen a sofrito.
Tú estás convencida de que esas croquetas son las mejores del mundo. Su bechamel tiene la textura exacta: cremosa, suave, fluida, con el equilibrio que proporciona la untuosidad de la mantequilla y el sabor profundo del jamón cortado con precisión.
Te sientas a la mesa y la Neus te acaricia el pelo. Pone entre ambas un plato de duralex con una servilleta de papel empapada por el exceso de grasa. Tú, impaciente, coges una croqueta. La soplas, la metes en la boca para sacarla acelerada y soplar de nuevo. Quema. La relames porque no puedes esperar a sentir la seguridad que te da la boca llena de la comida de la Neus. Le cuentas que tu madre, agarrada de la cintura por el señor, te llevó ayer a la playa de la Barceloneta. En el paseo él te ha comprado un helado con forma de cohete que te comes sentada en la arena, de espaldas a ellos, ajena a la mano del hombre que se desliza bajo la falda de tu madre.
—No le compres más porquerías a la niña. —Y con pícara sonrisa tu madre le ase del brazo, guiña un ojo y se pone el dedo en los labios con complicidad—. Además está algo gordita —susurra al cuello del hombre, marcándole ávida con la huella de su aliento caliente.
Ese hombre que le hace promesas a tu madre ante el espigón del Gas, un día se despedirá de ella y se irá, como el señor que le dejó las propiedades a la Neus. A tu madre tan solo le dejarán marcas en la piel y en el corazón. Juramentos resecos y ennegrecidos. La llamará un día al teléfono del bar, y tu madre permanecerá callada hasta que cuelgue y se emborrache. Luego subirá a casa a tomarse todas las pastillas que encuentre. Tu madre no es mala, tú duermes, lo único que sucede es que pasan cosas que ella no puede controlar, como encerrarse a llorar en el baño y abrir el grifo del agua caliente, que la bañera rebose e inunde el piso y la Neus la excuse con dulzura delante del guardia urbano diciendo que ha sido una tubería, que hay que hacer reformas.
—No te preocupes, Josep. No habrá más líos hoy. Y pásate por el club pronto. Te tomas un anís del bueno. Ya sabes que paga la casa —le dice atropellada y mansa, empujándole hacia la salida. El hombre, resignado, hace la vista gorda y se va.
Cuando Josep se fue no dijisteis nada durante un rato. Tu madre desmadejada en la cama. La Neus inclinada hacia ella. Tú desconcertada cerrabas los ojos. Ese día supiste que tu madre no era una mujer común. Su corazón latía con más fuerza que los corazones de otras madres. Era como un incendio, como el fuego que escupen los dragones del correfoc durante los juegos del verano, aunque los de tu madre, con sus estallidos, te coloquen en una especie de alambre muy fino que ella, inconsciente, te invita a atravesar, coqueteando irresponsable con la posibilidad de que tengas una caída de consecuencias imprevisibles.
Ya no volverá el señor elegante. Vendrán otros. Zafios, rudos, pervertidos. Tú irás a buscar refugio donde la Neus. Cada vez con más frecuencia. Sin entender, dócil. Hasta el día en que vayas al colegio y te insulten. Nadie te había insultado antes. Hija de puta.
Te peleas con esas niñas. Dices en el despacho de la directora que lo has hecho porque a tu madre le pasan cosas. Se te mezclan en la boca los mocos con la sangre que brota de la nariz. Sabe a cuchara metálica y sal. Tu madre te recoge del colegio en Sant Pau, andáis por las callejuelas. Para ti es un vecindario normal. Nunca hasta hoy te has planteado lo que ves: los chulos, los uniformes, el gentío a la noche, el alterne y la pobreza. Tu madre va gritando y tirando fuerte de tu mano, te zarandea al pararse, eso hace que tenga más fuerza y grite más alto.
—Un día tenías que saberlo. Límpiate esa cara y no me amargues, ¿eh? No me amargues que puta atormentada no gana clientes. ¡Y aprende a reírte! que una puta triste tampoco tiene clientes —te advierte con el dedo en alto, haciendo hincapié con sus bufidos al decir tampoco, negando con ese gesto cualquier señal de emoción o culpa.
Lloriqueas. No eres capaz con tanto meneo de encajar todo lo que se ha roto dentro de ti y recomponerte. Apenas tienes aliento para juntar letras y que te salga la voz. Alcanzas a decir «pero, mamá…», y ella intercepta tu desazón de forma tajante:
—A partir de ahora no me llames mamá, así no serás ninguna hija de puta. Asunto resuelto. —Y sigue tirando de tu brazo, mientras a ti te arde el pecho y cada paso se hace más pesado.
—Disculpa. Tancarem la cuina. T’has decidit ja? —pregunta el mismo camarero que ha perdido la amabilidad e impaciente retuerce el trapo de limpiar con las manos, indicando con ese gesto que quiere acabar pronto y echar el cierre. Interrumpe tus pensamientos. Es mejor así. Ya has tenido suficiente a cuenta de la Neus.
—M ’he oblidat de tot. Perdona —respondes sacudiendo la cabeza para espantar la calle del barrio chino—. Qualsevol cosa menys croquetes. No tinc molta gana. El peix está bé.
Cualquier cosa te basta. Bastó salir del Raval y cruzar las Rondas. Que la distancia sepultara el pasado. Fue la distancia y no el tiempo la que cerró aquella herida. La distancia entre esas dos comidas, entre las croquetas de la Neus y el menú de hoy. Sin embargo, ha bastado una llamada para que todo vuelva con la misma crudeza, para que todo deje de ser inconsciente de nuevo: la maldad de tu madre, el recuerdo de las dos mujeres, tu madre sentada, un cigarro entre los dedos, el cabello revuelto, la Neus de pie a su lado, y esa otra desconocida, la asistente social. Con la llamada ha regresado la aspereza del silencio de la Neus cuando, ante aquellas espectadoras, le preguntaste: «¿no me vas a hacer más croquetas?», y ella sólida como un bloque de piedra te soltó los brazos sin decir ni mu. Algo se quebró en ti para siempre.
—¿Qué pasa? —sollozaste—. ¿Qué ocurre, Neus? —insistes mientras ella ni siquiera te mira.
—Todo va bien —dice la desconocida colocándose las gafas en un tibio deslizar de su mano derecha—. Ahora vámonos. —Te da un blando empujón y a continuación la misma mano aferra hermética la tuya en el descansillo.
La vida te empujó desde entonces. Soñaste con ser enfermera, con tener un apartamento lleno de luz lejos de aquellos callejones. Soñaste con no ser la puta de tu madre. Concentrada en no morir no te detuviste para mirar atrás. La misma concentración que pones ahora al limpiar el pescado a la plancha de ración recién servido. Limpias las espinas con el cuidado de los adultos para no atragantarse, ya no eres una niña, al tiempo que te esfuerzas por comprender esa llamada telefónica y entre recuerdos odias a la Neus tanto como la compadeces. Sobre todo, minuciosa, te preguntas qué habría pasado si aquel día al volver a casa ella hubiera encontrado palabras. Si hubiera elegido abrazarte en lugar de permitir que el silencio lo dijera todo.
La Neus ha llamado. Tantos años después. Qué querrá. Pides que te cobren. Decides no llamarla. Su ausencia ha sido buena compañera. Sabes que su mudez y su hosquedad fueron tu único apoyo. Sentada frente a los restos del almuerzo te das cuenta de que fue hermoso que se convirtiera en una extraña. Te parece hermoso ver belleza donde no hay más. El mantel de papel arrugado también está grasiento bajo el plato vacío. No era mala la Neus. Tú tampoco.


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