Cuando sabía que le quedaban pocos meses para morir, el reconocido neurólogo y escritor inglés Oliver Sacks publicaba en The New York Times (24 de febrero de 2015) una conmovedora carta de despedida a la vida. La titulaba, en explícito homenaje a su admirado David Hume, «De mi propia vida», título homónimo de la epístola que en parecidas circunstancias escribió el filósofo escocés un lejano 1776. Sacks terminaba su testamento con un emotivo agradecimiento: «No voy a simular que no tengo miedo, pero el sentimiento que predomina en mi interior es de gratitud. He amado y he sido amado; he recibido mucho y he dado a cambio lo que he podido. He leído, viajado, pensado y escrito. He tenido una relación especial con el mundo, como la relación extraordinaria que tienen los escritores y los lectores. Y, más que nada, he sido un ser sensible, un animal pensante en este hermoso planeta y eso, por sí solo, ha sido un enorme privilegio y una aventura».
A Oliver Sacks le gustaba la medicina, ansiaba curar, pero no en términos convencionales. Su atención no se dirigía al cuerpo, porque lo que en verdad le fascinaba era el comportamiento humano y, más en concreto, la mente. De haber podido, se habría metido en el interior mismo de la mente humana, en la de cualquiera, para desentrañar sus mecanismos más recónditos. Eso era lo que más le atraía, los misterios del cerebro humano, en especial cuando alguna enfermedad o alteración del mismo daba como resultado algo fuera de lo común. Se complacía en lo insólito, lo que parecía inexplicable. Como cuando examinaba en su consulta a un “hombre que confundía a su mujer con un sombrero”, por utilizar el título de uno de sus libros más conocidos.
Pero Sacks no solo era un neurólogo atípico, sino mucho más que eso. Decir incluso que tenía vocación de escritor no alcanzaría a hacerle justicia. Lo que le dio fama fue su capacidad para amalgamar en una síntesis deslumbrante sus dos grandes vocaciones, la neurología y la escritura. Y, lo que es más excepcional aún, ahondó en esa confluencia con la resuelta disposición de no quedarse en el coto cerrado de expertos, sino con la determinación de divulgar sus conocimientos y hallazgos entre el gran público. No es extraño por ello que Sacks desarrollara su pasión por las especulaciones personales y profesionales en una cantidad extraordinaria de cartas. Era un grafómano compulsivo. Podía escribir cartas interminables, en algún caso hasta de cuarenta páginas, como si fuera una monografía dentro de su especialidad.
Sacks es adictivo. Sus lectores a buen seguro que entenderán lo que quiero decir. Quien haya leído un libro suyo o incluso solo un capítulo o un fragmento de su obra, a duras penas pueden resistir la tentación de continuar leyéndole. Por eso puedo señalar sin temor a equivocarme que los muchos devotos de su obra tienen aquí un auténtico festín: la edición que ha hecho su secretaria Kate Edgar de su correspondencia. ¡Ahí es nada! Sacks en estado puro. Pero un Sacks torrencial, incontenible, abrumador. Estamos hablando de un volumen que supera las novecientas páginas. Cartas filiales, amorosas, profesionales, apasionadas, melancólicas, terapéuticas, desesperanzadas… Todo Sacks.
Se trata de una edición muy cuidada en todos los aspectos. Kate Edgar ha escrito una breve pero muy esclarecedora presentación, a la que sigue la transcripción de las cartas (con algunas adaptaciones de forma y contenido). Están divididas en 16 capítulos que siguen un estricto orden cronológico, desde 1960 a 2015: ¡cincuenta y cinco años, que nos llevan desde un Sacks desorientado y juvenil hasta casi la víspera misma de su muerte! Cada capítulo lleva un breve epígrafe, en la mayoría de los casos una simple palabra, que trata de transmitir la idea principal de las cartas de esa etapa. Y en muchos de los casos, aunque no en todos, la correspondencia del período va precedida de una breve introducción aclaratoria de la editora. El volumen se completa con unos utilísimos apéndices de bibliografía del autor, lista de corresponsales e índice de nombres citados.
En una obra de estas características, ¿pueden señalarse sin miedo a trivializar —o incluso traicionar su contenido— las grandes líneas que lo integran, que vendrían a ser el armazón de toda una vida? Por fuerza, la respuesta tiene que ser cauta. No es lo mismo —ni el mismo— el joven que escribe en los años sesenta del pasado siglo que el hombre maduro y experto de este milenio. Digo que no es lo mismo en un triple sentido: primero, por obvias razones de edad; segundo, por los grandes cambios sociales y políticos que se producen en ese largo lapso de más de medio siglo y, en fin, en tercer lugar, por motivos profesionales, y esto a su vez, tanto a escala personal como colectiva: el reconocimiento (éxito, si se quiere) de la labor de Sacks corre paralelo al fulgurante desarrollo tecnológico del que se beneficia la medicina en dicho período.
Así que, si se busca un fondo común en este caudal de confidencias y consideraciones personales, habría que referirse en primer término a la evolución del protagonista y del mundo que le rodea. Incluso en aquellos aspectos que más se repiten y que, por ende, podrían pasar como rasgos característicos de la personalidad de Sacks, habría que aplicar este criterio diacrónico. Así, pongo por caso, nuestro hombre no dejó de ser a lo largo de su vida un espíritu inquieto, nervioso y torturado pero su inseguridad y desubicación de los primeros tiempos fueron atemperándose al compás de su desarrollo personal y profesional. No es menos cierto, por otro lado, que Sacks se expresa con frecuencia con una sinceridad y una vehemencia que ponen al descubierto defectos o insuficiencias que, de otro modo, hubieran pasado inadvertidos. Da la impresión a veces de que es demasiado severo y hasta cruel… con él mismo.
En este sentido es esencial no perder de vista que Oliver Sacks nunca dejó de ser una rara avis incluso en unos años libertarios —como los que le tocó vivir— y en una sociedad tan abierta en apariencia como la estadounidense. Me repugna tener que aludir en este contexto a la orientación sexual de las personas pero en este caso no tengo más remedio que hacerlo porque la homosexualidad de Sacks tuvo una considerable influencia en su vida. Aunque él procuró asumirla con naturalidad, debe tenerse en cuenta el grado de homofobia de la época. Como nos recuerda la editora, Kate Edgar, en la Inglaterra donde se crio Sacks, la homosexualidad era «delito penal, castigado con la cárcel o (como en el infame caso de Alan Turing) con la castración química». Sacks, por otro lado, se encontraba a sí mismo, como confiesa en algunas cartas, como un hombre poco agraciado: «He vuelto a ponerme enorme y comatoso (…) Sexualmente, me he retirado (…) Estoy gordo, calvo, viejo». Y esto lo escribía en 1963, ¡con treinta años!
Por ese período otro de sus grandes problemas fue el consumo descontrolado de todo tipo de drogas, en especial anfetaminas, pero también opiáceos y alucinógenos. Es muy probable que una parte importante de las cartas fueran escritas en ese estado alterado, de euforia o depresión, un factor que explicaría sus excesos y titubeos. Por último, aunque mencioné antes el reconocimiento que obtuvo el Sacks maduro, habría que matizar que el carácter heterodoxo de sus ideas neurológicas y —¿por qué no decirlo?— su talante excéntrico, siempre despertaron sospechas y hasta animadversión entre sus colegas. En una de sus cartas (enero de 1977) se queja de la tremenda presión que ejerce «la neurología normal y ortodoxa» sobre una postura como la suya, vista como «actividad estrafalaria y marginal»; «ven que soy auténtico —continúa diciendo— y que tengo algo que ofrecer, algo nuevo» y por ello malinterpretan, sospechan y condenan. La «simple honestidad y la autonomía se consideran una herejía». Así era Sacks: hereje, auténtico, genial.
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Autor: Oliver Sacks. Título: Cartas. Traducción: Damià Alou. Editorial: Anagrama. Venta: Todos tus libros


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