Debió de ser a mediados de los años 60 cuando cayó por primera vez en mis manos un libro de las aventuras de Tintín.
Cuando finalizaron la colección de dichas aventuras aparecieron en escena como regalos, intentando seguir dando recorrido a esa vertiente del cómic francófono, los libros de las aventuras de Astérix y Obélix, todo reconociendo, bajo mi criterio, que la lectura ya no era la misma. Personalmente, entiendo que la veracidad que te ofrecen las aventuras de Tintín no tienen parangón con las aventuras divertidas y chistosas del reducto galo cuyo contrincante a batir casi siempre son los romanos, con una cierta imagen de bobos y atontados, o los piratas de navíos que acaban en siniestro total a manos de un Obélix, compañero inseparable de Astérix, obsesionado en apartar a base de tortazos todo lo que se le pone por delante y le incomoda en el camino.
He de reconocer que siempre he sido muy mal lector. Es probable que el motivo haya sido la falta de concentración necesaria para seguir un hilo narrativo. Con los cómics dicha situación no me ha pasado nunca. La mente se me queda encorsetada y atrapada en los dibujos que me proponen en cada momento, y todo lo disperso que me ocasiona el texto seguido sin más se me queda concentrado en las imágenes que me propone el dibujante en cuestión. Si a la reflexión propuesta la acompañamos con la existencia en el mundo real de toda una serie de objetos, lugares y personajes que se entremezclan entre sí para conseguir una historia creíble para el lector, da como resultado unos libros de aventuras fáciles de digerir y de auto-reflejarse.
En nuestra lectura incipiente cualquiera de nosotros podría ser Tintín, Miarka, Zorrino, Chang. Con el paso de los años y ya puestos en cierta madurez, dicha lectura te ofrece la comparativa personal de poder ser Haddock, el señor Sanzot o en mi caso, dada mi dedicación comercial, Oliveira de Figueira, vendiendo paraguas, regaderas y esquís a los bereberes del desierto y encima en dicho paraje. ¡Todo un crack!
No menos importante es la presencia de un gran número de elementos que existen en la realidad y que en el colegio ni te enseñaban ni lo podías pretender, ya que en aquella época bastante tenían los profesores en que memorizaras, por citar algo, las tablas de multiplicar, el Padre Nuestro y los golfos de la Península Ibérica. Artilugios y fenómenos atmosféricos como una “cerbatana”, el “curaré”, un “fetiche”, el “fuego de San Telmo”, un “unicornio”, un “mascarón de proa” e incluso el “péndulo” del Profesor Tornasol nos aparecían escenificados mediante maravillosos dibujos, los cuales provocaban un interés inusitado a los lectores infantiles, ya que se nos descubría todo un abanico de objetos y situaciones realmente curiosas y desconocidas para la mayoría de nosotros.
Retrocedo a mis años de mozalbete y vislumbro mi ilusión por leer y releer dichas aventuras como único acicate ante unos soporíferos días tristes y grises en las vacaciones de Semana Santa, donde las tardes lluviosas y los programas televisivos en blanco y negro repletos de procesiones y encapuchados eran el pan de cada día y nuestro Vía Crucis particular. Siendo como era un chico de barrio con calles sin asfaltar, durante la etapa de adolescencia las lecturas de Tintín se fueron espaciando. La calle se me ofrecía como un nuevo entorno de libertad y experiencia de vida. Compartir juegos con los vecinos (peonza, canicas, cromos, pelota) y los primeros tonteos con las chicas del barrio (miradas, chismorreos, risas, roces carnales en guateques, incipiente seducción) relegaron a un segundo plano las lecturas y visualizaciones de dichos libros, aunque es verdad que ya habían calado intensamente en mi testa.
Con gran acierto, intentando aplacar mi libertad o libertinaje golfeando por las calles de mi barrio, mis padres me apuntaron a la Agrupación de Boy Scouts de Nuestra Señora de Fátima como “llobetó”, todo engalanado con un uniforme ciertamente marcial pero en el que pude constatar los valores que ya de por sí emanaban de las aventuras de Tintín. No en vano George Prosper Remi (Hergé) también fue boy scout. El compañerismo, la amistad, el esfuerzo compartido, el ganar, el perder, el escuchar, el protestar, el respeto, fueron aspectos puestos en práctica que me fueron fraguando una incipiente personalidad.
Compañeros como Pellicer, Hoste, José Ramón, Cristina, Diego, Siscu, Margarita, habiendo pasado unos buenos 50 años son motivo recurrente de recuerdo y nostalgia. Durante mis nueve años de etapa escolar en La Salle Horta, en más de una ocasión utilicé las narrativas de los libros de Tintín como salvavidas en asignaturas como la de Literatura castellana.
Debía de tener unos 14 años, finalizando lo que se le llamaba por aquel entonces Bachiller Elemental, cuando ante unas vacaciones de Semana Santa el profesor Vidal (profesor de lengua) nos daba como tarea a presentar a la vuelta de dichas vacaciones una redacción de temática libre de no menos de tres folios. Con dicha edad yo me pasaba los días en la calle, hasta el punto de que unos ojeadores de la U. A. Horta me vieron jugar de portero y me propusieron que fuera a hacer una prueba. Mi etapa de boy scout ya había pasado y mis padres accedieron a que me presentara en el campo de dicho equipo. Mi madre me acompañó y recuerdo que el entrenador, el señor Pesquer, me bombardeó a balonazos. Acabé sin aliento. El resultado fue ofrecerme gestionar ficha federativa para ingresar en el equipo alevín de dicha entidad. Explico esto porque fueron unos días de unas emociones trepidantes, en las que la redacción libre pedida por mi profesor quedó en último plano. La noticia de mi fichaje por dicha entidad ocasionó un gran revuelo tanto en el barrio como en el colegio, ya que proporcionaba un gran prestigio deportivo. No todo niño con afán de jugar a fútbol federado era escogido. Cada martes se presentaban entre diez y quince niños intentando acceder a dicho éxito. Pero claro, dicho galardón federativo no me excusaba de mis obligaciones escolares.
Finalizados los días ociosos de vacaciones, me encontré con una nula inspiración y la tarea encomendada por el señor Vidal por realizar. Me quedaban a lo sumo entre 24-48 horas para solventar el tema, ya que si no cumplía con mis obligaciones escolares pendía de un hilo mi exitoso fichaje balompédico y la posibilidad de un fracaso deportivo y personal por culpa de mi inoperancia delante de una redacción libre me abrumaba. ¿Qué hago ? ¡No se me ocurre nada! ¿Qué explico? ¡Estaba empanado! ¡HORROR!
De pronto se me ocurrió la fantástica idea de plagiar una aventura de Tintín, para lo cual elegí mi libro favorito: La Isla Negra. Una redacción repleta de emoción en la que no faltaría un animal malvado y unos tunantes falsificadores de monedas de 25 pesetas de la época. Y así, una tarde de sábado me cerré en mi habitación y me sumergí en una atmósfera tintinesca, reemplazando meticulosamente personajes y sus nombres. Recuerdo que sustituí al gorila Ranko por un oso pardo llamado Twingo y el protagonista era un explorador llamado Fredy, en honor a mi primo-hermano Alfredo, con el cual también compartía juegos y chicas en vacaciones estivales.
Al final presenté dicho trabajo sufriendo lo indecible para no ser descubierto hasta ser evaluado por el profesor Vidal. Eran unos tiempos en los que si un profesor te castigaba por cualquier motivo, cuando llegabas a casa tus padres te estaban esperando para sancionarte el doble si cabe, y mi flamante y nueva actividad futbolística como arquero estaba en juego. Finalmente no fui descubierto y conseguí una calificación de 7 sobre 10. ¡Buf! ¡No está mal! Y todo gracias a poder crear una adaptación escrita de la aventura tintinesca de la Isla Negra.
Pasaron los años y mi actividad lectora de Tintín se fue difuminando delante los retos que me presentaba la vida. Acabados los estudios de Bachiller Superior, tenía enfocada mi vida en el fútbol, llegando a percibir emolumentos considerables como “amateur compensado” para mi escasa economía, y también empecé mi etapa de aprendizaje como tipógrafo (cajista) minervista de Artes Gráficas en el taller que regentaba mi tío Salvador.
Posteriormente me llegó la etapa del servicio militar, la cual no me cogió por sorpresa, ya que personajes tintinescos como el coronel Sponz, el general Alcázar, el coronel Tapioca y el coronel Boris ya me habían puesto en antecedentes de lo que me esperaba. Encontrarte arrestada una piscina o una excavadora era mucho más cómico que cualquier secuencia de los militares citados que aparecen en las aventuras de Tintín.
Acabado el servicio militar, y ya dispuesto a lograr mi independencia personal, adquirí compromiso de noviazgo, me casé y emprendí una nueva vida al lado de Mª Carmen, persona la cual ha sido el eslabón necesario e imprescindible en mis andares tintinescos, en sus distintas facetas. Los inicios de vida conjunta no fueron nada sencillos. Tal como nos casamos, emprendí un negocio de artes gráficas junto a mi hermano y los años pasaban sin más pena que gloria, con mucha escasez y sin capacidad de ningún dispendio.
En los momentos citados hubo un hecho que actuó como una espoleta que activó un estallido tintinesco que se fue expandiendo lentamente con el tiempo. Por aquel entonces nuestro ocio se limitaba a pasear por Barcelona visitando tiendas en las que salíamos de ellas tal como entrábamos, o sea, con las manos en el bolsillo. Una de ellas era la tienda Tintín situada en el Barrio Gótico de Barcelona, concretamente en el Carrer del Pi, 13.
Recuerdo que entraba como abducido por las imágenes que me ofrecían los escaparates y que solo entrar la atmósfera que te envolvía me evocaba los recuerdos de lectura infantil. En su interior encontrabas espléndidas prendas de vestir, tazas, llaveros esmaltados, libros y sobre todo las espectaculares figuras de resina policromada realizadas por maestros escultores tales como Leblon Delienne, Michel Arroutcheff, Patrick Regout, Pixi, etc. Dichas esculturas era como si te hablaran: te estaban explicando cuál era la aventura donde aparecían, la escena que se desarrollaba, los textos encerrados en los bocadillos, los escenarios en los que transcurría la acción, etc.
La embriaguez a la que te encontrabas sometido finalizaba de cuajo cuando girabas la etiqueta para descubrir el precio y constatabas tu paupérrima realidad. Precios que para nuestra pírrica economía suponían un sueño inalcanzable. La frustración era palpable, la tristeza me abatía. Tanto era así que ante mi desazón Mª Carmen me decía: “Vámonos, Enrique, vámonos, que esta tienda no es para nosotros. Vámonos, que tenemos que comprar pañales para Pau, nuestro hijo”.
Dicha fustración de no poder comprar ni un llavero caló muy hondo en mi interior y marcó un antes y un después en nuestro andar tintinesco, como iré explicando en posteriores artículos. Recuerdo los momentos de abundante escasez con orgullo, ya que tuvimos la paciencia, actitud y coraje necesarios para sobreponernos a las vicisitudes referidas y muchas más que nos surgieron con posterioridad, con el entusiasmo e ilusión de pensar que por suerte… siempre nos quedará Tintín.





Muy interesantes siempre tus artículos llobetó.
Muchas gracias amigo. “Llobetó, Ranger, Pioner”, toda una escuela de vida.
Cuando alguien nos pregunte por qué Tintín, recomendemos este artículo: porque Tintín forma parte de nuestra vida, de nuestra formación, de nuestras alegrías y frustraciones, de nuestro, ya largo, día a día. Por eso.
Exacto Joan Manuel. Y espera que con Tintín lo mejor está por llegar.
Muy bonito relato.
Siempre nos quedará Tintin
Efectivamente. Esa es la ilusión y esperanza. Muchas gracias.