Mi amiga Emma Suárez

Hace ahora justo 40 años, en el verano de 1985, yo era un diletante en el cine profesional. Incapaz de comprender que mi verdadera vocación consiste en ver películas y escribir sobre ellas, que no en hacerlas, había dejado los estudios de montaje, donde aprendí a cargar moviolas que no tardaron en caer en desuso y otras mañas de idéntica inutilidad cuando al montaje empezó a llamársele “edición”. Aunque ya había leído a Jaime Gil de Biedma, aún no me había dado cuenta de que la vida va en serio, de que no volvería a ser joven. De modo que, a mis 25 primaveras, creía tener todo el tiempo del mundo para perder. Entre semana me empleaba como técnico de sonido en los rodajes donde se me requería y los fines de semana, con una frecuencia solo comprensible desde ese prisma, apasionado hasta la vehemencia, con el que se acometen las industrias de la juventud, era un cortometrajista aplicado. En estas producciones sin apenas presupuesto —las rodábamos entre el sábado y el domingo porque, alquilando la cámara el viernes y devolviéndola a primera hora del lunes siguiente, solo se nos cobraba un día, ya que el fin de semana era imposible entregarla de vuelta porque el almacén estaba cerrado— me desempeñé en diversos oficios de los equipos de producción y dirección. Incluso realicé yo mismo algunos cortometrajes.

En fin, eso era lo que había cuando, en el verano de 1985, me llamaron para ese rodaje que habría de ser la epifanía de aquellas filmaciones de mi juventud. Algo así como el de La noche americana (1973) al gran Truffaut. Nosotros en particular era su título y Domingo Solano, un prestigioso director de fotografía, su realizador. Creo que el equipo técnico y artístico de aquella cinta ha sido el único grupo, en toda mi vida, en el que me he sentido integrado. Yo de artista tengo poco. Ya digo: siempre he sido un mero diletante. Pero la confraternización de técnicos y actores que se dio entonces aún me emociona, lo que ya es decir en un individualista nato como yo.

Versando su asunto sobre un joven sacerdote que entra en crisis, el reparto de Nosotros en particular estaba integrado por algunos de los jóvenes actores —y actrices— que ya descollaban en la pantalla española: Juan José Artero, Carlos Santurrio, Fernando Guillén Cuervo… Y fue en aquel rodaje donde conocí a Emma Suárez.

"¡Modernas, claro que sí! Ese desparpajo, esa llaneza en el trato, esa cordialidad, ese buen rollo cuando el buen rollo era bueno, no una artimaña de las alegres comadres de lo público"

La que hoy es una de las intérpretes más destacadas de las dos pantallas y la escena autóctonas —tres Goya, un Feroz y la Medalla de Oro al Mérito en las Bellas Artes solo son algunas de las distinciones que obran en su palmarés— ya entonces destacaba por su talento para la recreación de los personajes que le confiaban los cineastas. Se había ganado el aplauso de todo el mundo —crítica, público y el resto de la profesión— incorporando a la Valentina de 1919, Crónica del alba (Antonio Betancor, 1983). Más aún, desde que irrumpió en la interpretación protagonizando con tan sólo 15 años Memorias de Leticia Valle (Miguel Ángel Rivas, 1979), sobre la novela de Rosa Chacel, Emma Suárez era una de las actrices jóvenes más destacadas de aquella época: ya apuntaba maneras, el fulgor de su estrella empezaba a despuntar.

Parecía especialmente dotada para la recreación de los personajes imaginados por los novelistas de antes de la guerra. Pero a mí, nada más conocerla en aquel rodaje, dada su falta de afectación, pese a ser quien ya era —creo que incluso me cortó cuando iba a empezar a elogiar su creación de Valentina— me pareció, antes que nada, una chica de aquellos días, de los felices 80. Aunque esto, como aquello de que la vida va en serio, lo comprendí más tarde. Las cosas, como es sabido, solo se valoran cuando se han acabado. Y toda esa grandeza de las chicas de los años 80 —que, al ser mis contemporáneas, las de mi juventud, junto con las de los 70, las de mi adolescencia, a fe mía son las mejores chicas que ha dado la humanidad— la comprendí después, ya en el curso del tiempo, ya convertidas las de entonces en las chicas de ayer. “Modernas”, las llamaban despectivamente los más necios. ¡Modernas, claro que sí! Ese desparpajo, esa llaneza en el trato, esa cordialidad, ese buen rollo cuando el buen rollo era bueno, no una artimaña de las alegres comadres de lo público y demás solidarios para fines no tan bondadosos.

"En las pausas se diría que prefería estar con los técnicos antes que con los responsables del cotarro. Al fin y al cabo, entonces, nosotros éramos los jóvenes, la gente de su edad"

Desde que hace 62 años vi a Elsa Martinelli caminar al compás de “Baby Elephant Walk”, de Henry Mancini, en ¡Hatari! (Howard Hawks, 1962), las actrices, en las cintas que interpretan, son para mí lo que Dios al ermitaño en su retiro. Las actrices también eran un mito para el ayudante de producción de Nosotros en particular, Federico Bermúdez de Castro, quien se jactaba, y no en vano, de ser cuñado de Ornella Muti. Antes de conocer a Emma Suárez yo había trabajado, por ejemplo, con Giannina Facio —actual esposa de Ridley Scott— en Poppers (José María Castellví, 1984). Y por lo general, el trato de los intérpretes con los técnicos —los de las ayudantías, claro está, no los directores ni los jefes de equipo— no iba más allá de las cortesías de rigor. Que Emma Suárez nos tratase a todos por igual ya dice mucho en su favor: su bonhomía no iba a la zaga de su talento interpretativo. En las pausas se diría que prefería estar con los técnicos antes que con los responsables del cotarro. Al fin y al cabo, entonces, nosotros éramos los jóvenes, la gente de su edad.

Cuando aquel rodaje acabó organizó una fiesta en su casa y, como al resto de los técnicos de Nosotros en particular, me invitó. Excusaré decir el orgullo con el que fui: llegué el primero. Simpatizaba con mi cinefilia, sabía de mi actividad como cortometrajista y me decía que cuando escribiese un guion se lo enviase para considerarlo. Pero soy cinéfilo, no cineasta: nunca escribí aquel guion.

Lo que sí empecé a escribir fueron artículos sobre cine. O, por mejor decir, puse más ahínco en ello, porque llevaba haciéndolo desde que publiqué el primero en 1980. En los años que siguieron a aquel rodaje en que la conocí, siendo yo jefe de prensa en el Imagfic, el Festival de Cine de Madrid, en una de sus proyecciones me la encontré en el vestíbulo del Real Cinema, y aunque ella ya había alcanzado cimas aún más altas en su actividad actoral, me saludó tan afectuosa como aquel verano del 85 en el decorado de Collado Villalba, donde rodamos una buena parte de Nosotros en particular.

"No quise decirle nada para que nadie tomase por vanagloria mi amistad con Emma Suárez. Fue ella quien me reconoció y habló a los compañeros de aquel rodaje en que nos conocimos"

Una vez, en el año 89, coincidimos en el metro. Me comentó, muy contenta, que acababa de leer un artículo donde se decía que yo era de los novelistas que estaban partiendo con la narrativa al uso. No he llegado más que a dar con la cabeza en un pesebre. Pero sé que a mi amiga Emma Suárez, toda una institución en la interpretación española, nunca le va a faltar una sonrisa para mí.

Mientras interpretaba a las primeras chicas de Julio Medem, a menudo me la encontraba en el Madrid de los Austrias, en los aledaños de la Plaza de la Paja. A menudo ella iba acompañada de gente de mucha valía y mucho postín, pero nunca le faltó el más cordial de los saludos para mí, aunque a veces yo fuera bebido hasta el punto de que cualquiera me hubiera rechazado a puntapiés. Ese fue el caso de un semáforo en Alonso Martínez. Yo iba tan ciego que ni la había visto y mi amiga Emma Suárez, toda ella bonhomía, como las chicas de los 80, me saludó. Recuerdo que me hizo sentirme como el protagonista de “Chanson pour l’Auvergnat” (1954), la inmortal canción de Georges Brassens.

Ya andando el Tercer Milenio, fui invitado a la presentación de Besos para todos (Jaime Chávarri, 2000). Allí estaba ella, protagonista del filme. No quise decirle nada para que nadie tomase por vanagloria mi amistad con Emma Suárez. Fue ella quien me reconoció y habló a los compañeros de aquel rodaje en que nos conocimos. Me hizo sentirme importante entre los chicos de la prensa. Como esa noche que me la encontré en una extraña fiesta —no había música— en el Valmoral… Y sus grandes creaciones como pareja artística de Carmelo Gómez, y sus trabajos para Pedro Almodóvar y, en fin, la excelencia de esos 115 títulos que han hecho de Emma Suárez esa institución de la interpretación española que es. Para mí sigue siendo una chica de ayer. Yo sigo siendo un diletante. Pero todavía es ahora, cuando, si lee alguno de mis artículos, me deja una nota afectuosa en Instagram.

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Manuel
Manuel
4 meses hace

Pues entonces Emma Suárez lo tiene todo, sin más. Leyendo este artículo, uno se queda con ganas de conocerla o de haberla conocido. Su personaje de Lisa en “La ardilla roja” nos dejó a muchos un inquietante enamoramiento. Me uno a la celebración, cómo no!

Irene
Irene
4 meses hace

Me gusta mucho Emma Suárez, y me ha gustado mucho lo que ha escrito usted. Muchas gracias, Javier.