Montaje de portada: Fabio Castaño
Todos recordamos la secuencia. O mejor dicho, cómo se abre la escena: un primer plano en el que los pescadores de Amity, haciendo piña sobre los pantalanes del puerto y con la prensa local quemando carretes a flashazos, le descubren la boca al que creen que es el tiburón que se ha merendado a Chrissie y al pequeño Alex; el muchacho que, indudablemente, tenía que haber hecho caso a su madre y quedarse a jugar en la arena o, a lo sumo, en la orilla. Pero no, nada más lejos, ese no es el tiburón “devora hombres” por muy amenazante que parezcan sus enormes tragaderas. La cofradía de pescadores, que se lo ha pasado teta saliendo a faenar en un frenesí de lanchones y fuerabordas más propio de las procesiones del Carmen en Huelva, ha dado con otro escualo que, aunque bastante impresionante, no es el que todos tenemos en mente. Porque Bruce —que así lo llamó Spielberg— sigue nadando gustosamente con su lomo de nueve metros y sus flamantes hileras de piños, al acecho de jugosos bañistas mientras en el muelle de la isla prosigue el júbilo —lololo… ese tibu lololo—. Sumándose a la jarana llega el jefe Brody, que pregunta si lo ha pescado Ben Gardner, mientras se le ve caminar hacia el difunto escualo, que se tuesta al sol, y a cuya vera también está el bueno de Larry Vaughn. Sí, me refiero al alcalde de Amity, que, luciendo una de sus fantásticas americanas de estampado playero, maneja el cotarro para vender exclusivas. Larry, que entra en el cuadro con una sonrisa de oreja a oreja, convencido, naturalmente, de que el pedazo de bicho que pende del anzuelo es el causante de su mal sueño, cruza impresiones con Brody, pensando ambos que acaban de salvar la temporada de verano in extremis. Recordad que el 4 de julio está llamando a la puerta y Amity lo tiene que volver a petar, como si eso fueran las Cíes en plena canícula ibérica. Por supuesto, nadie les quiebra la alegría hasta que entra en juego Matt Hooper, quien, cinta métrica en mano, comprueba in situ que las cosas no cuadran. Los pescadores del pueblo, que siguen con su jolgorio como si se tratase de un convite de Jara y sedal, se interpelan por si alguno sabe qué leches de tiburón es al que han dado matarile. Tintorera dice uno, mako dice otro… En ese momento es cuando Hooper les responde: “Un tiburón tigre”. Seguidamente se hace un silencio incómodo, como de mandarle a esparragar; le miran durante unos segundos como hago yo cuando veo el magacín de Susanna Griso, y siguen a lo suyo. Cabe recordar que poco antes, en interior, Hooper revisa los restos de Chrissie sobre una mesa forense y afirma delante del jefe Brody que semejante destrozo apunta a un pez con cara de muy pocos amigos. En román paladino: pueden buscar y pescar lo que quieran, pero lo que tienen que encontrar es un gran blanco. Un gran blanco que no tiene ganas de dejar las aguas de Amity, porque el menú diario le sale a cuenta. Conclusión, el tiburón tigre —que, por cierto, era real— pagó los platos rotos.

Watson y el tiburón, de John Singleton (1778).
Curiosamente, esta especie de tiburón fue avistada por vez primera por los europeos en una de las aventuras de Hernán Cortés. El genio de Medellín, aún a las órdenes del gobernador Diego Velázquez, estaba a punto de adentrarse en Tierra Firme desde la costa oriental del Yucatán para cambiar el curso de la Historia, así, en mayúsculas. Precisamente fue en aquellos días —nos situamos en 1519, durante las navegaciones de exploración entre Cozumel e Isla Mujeres—, cuando el conquistador se topa por allí con Jerónimo de Aguilar, un español que naufragó en esas aguas once años antes y sobrevivió, quedando como cautivo del pueblo maya, sin margaritas, ni tamales, ni aceite de coco. Prisionero y punto. Y mirad lo que os digo. Pim, pam, pum, alegrón, abrazote y a funcionar, que no había tiempo que perder. La expedición seguía su curso y por ahí andaba Andrés Tapia, un capitán de Cortés que tuvo la fortuna de recoger en una de sus crónicas —era un plumilla— cómo, en un arrecife cercano, los marineros de una de las naos con las que habían partido de Cuba, estaban pescando un gran tiburón tigre mediante anzuelos y un barullo de maromas. Se comenta en su testimonio que tuvieron que zurrar al pescado a bofetada limpia y buenos mamporros, porque la fuerza del “boquerón” era tremenda y bien podría haber volcado el buque. ¿No os recuerda a eso de “necesitamos un barco más grande”? La cara de Brody era un poema y al bueno de Quint se le erizaban los pelánganos al pensar en su recompensa. Pero resumiendo, y de vuelta al siglo XVI: lograron capturarlo y, cuando lo subieron a bordo entre unos cuantos, le abrieron el buche de un tajo —como en Tiburón, efectivamente— para ver qué tal iba la flora intestinal. Y vale, no le salió del estómago la matrícula de una autocaravana, pero sí otras muchas cosas que dejaron a los allí presentes de una pieza. Atentos a la carta, que ni le quito ni le pongo una coma al testimonio recogido y compilado poco después por López de Gomara: «Halláronle dentro más de quinientas raciones de tocino, en que, a lo que dicen, había diez tocinos que estaban a desalar colgados alrededor de los navíos; y como el tiburón es tragón, que por eso algunos le llaman ligurón; halló aquel aparejo y pudo engullir a su placer. También se halló dentro de su buche un plato de estaño que cayó de la nao de Pedro de Alvarado, y tres zapatos desechados, y más un queso». Casi nada, pero sobre la naturaleza de los tiburones que merodeaban en las Indias —marrajos y martillos además del tigre— apunta Andrés Donantes de Carranza que «se han tragado y ha acaecido hallarles botijas enteras, piernas enteras de caballo, cabezas de toros o novillos con toda su cornamenta, y a uno se halló un negrillo de ocho a diez años, aunque esto a mí se me hace increíble».
No era la primera vez que los españoles veían un tiburón, pero el avistamiento y la captura de un gran escualo durante la travesía del que fuera marqués del Valle de Oaxaca popularizó a dichas especies entre aventureros y marinos. Eso sí, nada equiparable a la fama que le llegaría al gran tiburón blanco 456 años después gracias a un chaval de 28 años que resultó ser un prodigio. Bueno, a él y a un genio de la música clásica como John Williams, que, inspirado por la estela de Bernard Hermann, hizo de dos notas en staccato una dicotomía perfecta entre la vida y la muerte, provocando un nerviosismo pelopúntico que se ha hecho intergeneracional. ¿Nos vamos a la playa o al cine? Tiburón celebra su 50º aniversario.



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