Montse Serrano falleció a finales de noviembre de 2024. Ese día Barcelona perdió a una de sus libreras más queridas: la de la librería +Bernat, sita en el número 6-8 de la calle Buenos Aires. Sus compañeros le rinden ahora homenaje rescatando la novela en la que ella misma contó los orígenes de su vocación.
En Zenda reproducimos la Introducción que la propia Montse Serrano escribió para su novela Todo pasa en la calle Buenos Aires (Edicions +Bernat).
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Introducción
Soy librera. Lo soy desde mi juventud y lo soy porque vivir rodeada de libros, de la gente que lee y de la gente que escribe, ha sido un regalo que me ha dado la vida. Cumplo cuarenta años de librera y voy a contar mi experiencia porque es la mejor manera de dar las gracias a los libros y a su gente, de devolver el enorme favor que este mundo me ha regalado.
Y también de la gente que me ha rodeado en la librería Bernat, “la Bernat”, como la llamábamos, ahora “la +Bernat”; de las amigas y los amigos que me han ayudado a sostenerla. Una librería que, con una intuición memorable, mi padre decidió regalarme cuando temió que, debido a mis circunstancias de salud, yo no fuera capaz de trabajar a no ser que pudiese hacerlo en un pequeño negocio propio.
También os hablaré de los amigos, de los que venían no solo a comprar libros, y lo siguen haciendo, sino del grupo que se fue formando en torno a esta librería que poco a poco acabó siendo, también, un centro de tertulias, un lugar que atrajo a los sabios del barrio, a los lectores corrientes, a gente que vino una primera vez y formó muy pronto la gran familia de la Bernat.
Hoy es 10 de agosto de 2016. Me voy a enfrentar a un montón de páginas en blanco y quiero intentar llenarlas de palabras a la vez que organizo mi memoria. Enfrentarse a una hoja en blanco es muy difícil, sobre todo cuando el texto más largo que he escrito son dos páginas a tamaño cuartilla. Lo que quiero es escribir mis memorias. Poner en orden mis pensamientos y contar mi experiencia como librera. Todavía tengo cuerda de librera para rato, pero estos cuarenta años hay que celebrarlos. Os contaré cómo empecé y los momentos muy graves que he pasado. Y sabréis cómo, cuando en ocasiones estuve a punto de tener que dejarlo, hubo amigas y amigos que me ayudaron a salir adelante.
Si consigo contarlo, será el regalo de mis cuarenta años de librera.
El destino lo tenía todo preparado para que yo fuera una desgraciada, pero no lo ha conseguido, porque, como suelo decir a mis amigos, a mí no me ha dado la gana. Por eso tengo tanto que contar. Hay experiencias que tal vez no mencione, pero son muchas las que quiero compartir contigo, lector. Que nadie espere encontrar aquí el relato de una vida de orgía y desenfreno. No he tenido una vida trepidante. Pero sí he vivido y sigo viviendo una vida coral, y siempre he querido sacarle jugo a mis días. He conocido a mucha gente interesante y divertida. También a gente no tan interesante ni tan divertida. Pero hablaré sobre todo de las personas que han dejado huella en mi carácter e influido en mi saber. Mi máxima aventura ha sido pasar, de la cuna a la cama, cincuenta y seis años durmiendo en la misma habitación de un piso situado en la calle Buenos Aires de Barcelona. La calle Buenos Aires que encierra toda mi vida. Nací en otro piso de la ciudad de Barcelona, pero llegué aquí con mi familia siendo aún una niña. En esta calle he vivido desde muy pequeña y en esta calle está la librería que ha representado mi universo personal, un lugar de encuentro para muchos amigos y conocidos. Uno de ellos me dijo en una ocasión: “Si la Bernat no existiera, tendríamos que inventarla”.
Esta frase habría que enmarcarla. Me llena de felicidad que alguien haya tenido este sentimiento y lo haya sabido expresar tan bien.
Pero vuelvo donde estaba. Me iréis perdonando que en este viaje que os propongo tengáis que dar vueltas y más vueltas, y que os lleve por un camino que demuestra bien lo que os decía: que esta es la primera vez que escribo. Os estaba diciendo que toda mi vida ha transcurrido en un mismo sitio. Así queda bien definido mi carácter. No me gustan mucho los cambios, me alteran.
Esta calle nace en el año 1900, y forma parte de un barrio barcelonés cuyas calles tienen nombre de ciudades: Londres, París, Córcega, Mallorca. Me gusta mucho más que las que llevan nombre de generales. En el año 1900 reinaba en España la madre de Alfonso XIII, y en Barcelona vivían 1.054.541 personas. Eran los tiempos en que Stefan Zweig publicaba Los prodigios de la vida, Vicente Blasco Ibáñez, Cañas y barro,y Thomas Mann, Los Buddenbrook.
Llegué a la calle Buenos Aires en 1962 de la mano de Conchita, mi hermana mayor. Mi madre estaba embarazada de seis meses de la que iba a ser mi hermana Nuri, que nacería en marzo de 1963, nada menos que ocho años después de mí. La cuarta hermana, Cristina, nació dos años después con parálisis cerebral, que le produjo un estado de discapacidad intelectual grave. El 62 fue el año de la gran nevada en Barcelona. Nosotros no la vivimos. Nos habíamos ido a pasar las navidades a Brive la Gaillarde, una ciudad a mitad de camino entre Toulouse y Limoges, donde vivía un hermano de mi padre, exiliado político.
La calle que conocimos en aquel entonces no tiene nada que ver con la actual. Recuerdo que los coches circulaban en dos direcciones y que mi padre aparcaba siempre delante del portal de casa. No se usaba cinturón de seguridad y en muchas ocasiones el coche transportaba siete personas, te amontonabas y no pasaba nada. En la radio del coche escuchábamos “Carrusel deportivo”. Había un urbano subido al pie del semáforo central, que aún hoy existe, en la confluencia de las calles Buenos Aires con Urgell. En esa época, y durante mucho tiempo, en los bajos de los edificios de mi calle en lugar de tiendas había bares de putas, pero ni mis hermanas ni yo sabíamos nada de eso. Convivíamos todos con normalidad. El número 6 de la calle era un solar vacío, pendiente de que alguien construyera algún edificio. De hecho, había ya una nave que alojaba lo que hoy en día llamaríamos un coworking, y se usaba para eso. La nave ocupaba la calle desde el número 6 hasta el 20 y alquilaban espacios para distintos artesanos. Había talleres de curtido de pieles y otro donde fabricaban cuchillos. En 1970 destruyeron la nave y empezaron a construir un edificio.
Sin yo saberlo, también construían mi destino.
Nuestra familia había empezado a tener una vida muy trágica, castigada por las enfermedades. Yo aún no sabía que el futuro continuaría siendo igual de adverso y que a mí también me alcanzaría la tragedia. Mi madre nos había enseñado a todos una máxima, que no nos transmitió con palabras, sino a través de su comportamiento. Ella era capaz de convertir la tragedia en normalidad. Nos enseñó a hablar de la vida, no de la muerte. Todos llegamos a aprender de su actitud. Siempre con una sonrisa en la boca. Dicen que yo he heredado su sonrisa. Al escribir esto se me caen unas lágrimas. ¿Podré continuar y contároslo todo?
Respiro hondo y continúo.
¡Qué suerte tuve de que mis padres eligieran el colegio Nelly para sus hijas! Supongo que lo decidieron solo por su proximidad. La escasa disciplina que imperaba en el colegio me permitió ser feliz todos los años que pasé allí. La responsabilidad que me imponía a mí misma para contribuir a suavizar los problemas de mi familia la olvidaba en cuanto traspasaba la verja del colegio. Allí conocí y compartí parte de mi vida con mis amigas María Rosa y Teté, con las que sigo manteniendo amistad. El cuarteto lo cerraba Alicia, que luego se ha alejado de mí, pero de la que nunca he olvidado su risa contagiosa. Con Teté siempre he compartido las lecturas que ella me sugería. Fue ella quien me iba diciendo que leyera La Tía Mame, El enamorado de la Osa Mayor, Cristo de nuevo crucificado, Éxodo. Aquellas lecturas de adolescencia que recomendaba Teté me iban ayudando, sin yo saberlo, a preparar mi futuro. Teté y yo éramos las más atrevidas y las más inquietas, y las demás compartían nuestras aventuras. A pesar de que las cuatro tenemos un carácter muy diferente, siempre hemos estado muy unidas. Nos queremos. Hemos cosechado y compartido muchas anécdotas. Decíamos que Pertegaz en persona le hacía a María Rosa el uniforme del colegio, pues lo llevaba pinzado a lo largo de su maravilloso cuerpo, y corto, por encima de la rodilla, así que ella era la sexi del grupo. Años más tarde nos confesó que se lo arreglaba la modista. También comentábamos de ella que nos robaba los novios porque era la más mona, así que en broma le decíamos que no pensábamos salir con ella. Esto nos unió para toda la vida, ser cómplices desde niñas.
Yo necesitaba libertad porque fui una chica rebelde, gamberra, inquieta. Pero siempre aprobaba todos los cursos, así que pasé a la universidad y me puse a estudiar la carrera de Ciencias de la Información sin ningún criterio claro de por qué había tomado esa decisión. En la facultad fui feliz durante cinco años, volví a conocer a grandes amigos que han seguido siéndolo siempre: Mercedes, Isabel, Santi, Jorge, Miguel, Guillermo, Javier…
Y seguí leyendo. Durante mi periodo en la universidad tuve que enfrentarme a la muerte de mi hermana mayor y a que me diagnosticaran un linfoma. Recibí estas noticias, pero seguí haciendo una vida normal. Apliqué la fórmula de mi madre. Convertí la tragedia en normalidad. Apartaba de mi mente lo que me preocupaba y me angustiaba, y así logré, pese a todo, vivir. Simplemente, vivir.
Para entonces, el edificio de la calle Buenos Aires nº6 ya estaba terminado y los bajos se convirtieron en dos locales. En el que estaba situado a la derecha pusieron al principio una tienda de venta de coches de segunda mano. Años más tarde se convertiría en un sex shop. El local que estaba a la izquierda fue desde su inicio una librería, la librería-papelería Bernat, o, mejor dicho, Llibreria-Papereria Bernat. Fue uno de los primeros rótulos de Barcelona que estaban escritos en catalán. Para mí fue un placer tener una librería justo delante de mi casa y empecé a frecuentarla. Al frente del negocio estaban Bernat y Núria, su esposa, simpáticos, charlatanes. Era muy distinta de otras librerías de Barcelona. Para empezar, se distinguía por su diseño innovador, en ese momento algo muy infrecuente en el mundo de las librerías. Era obra de una decoradora, lo que actualmente se llamaría diseñadora. Las otras librerías de Barcelona tenían siempre estantes de madera oscura que servían para clasificar los libros. Tenían un mostrador convencional y con eso ya cumplían los requisitos del sector. En la Bernat utilizaron los colores verde y naranja, tanto en el exterior como en el interior, lo que le otorgaba un toque moderno y distinto. Moqueta y techo pintados de verde oscuro y los perfiles de las estanterías de mecano pintados de color naranja. Un mostrador blanco frente a la estantería más larga, próxima a la puerta, y presidiéndolo una máquina registradora que todavía conservo en la actual +Bernat, aunque ya no la usamos. Los libros y la registradora eran lo único que no fallaba en ninguna de las librerías de esa época. En la calle había un espacio para la prensa y las revistas. Solo se utilizaban un par de estanterías para los productos de papelería, cuya presencia fue creciendo con los años. Bernat, que puso su nombre a la tienda, montó la librería en lo que fueron los últimos años de la dictadura. En nuestro país existía censura y Bernat almacenaba los libros prohibidos en la trastienda, para la conveniente discreción de la venta clandestina. Le llegaban los ejemplares desde México y desde París. Libros prohibidos por el gobierno español, y editados, entre otras, por la editorial Ruedo Ibérico, fundada en 1961 por un grupo de cinco exiliados españoles de la Guerra Civil. Llevaban años publicando y enviando clandestinamente a España títulos como Historia de la Guerra Civil española, de Hugh Thomas; El laberinto español, de Gerald Brenan, y La muerte de Federico García Lorca, de Ian Gibson, entre otros muchos.
Como clienta de Bernat yo misma empecé a conocer, sin yo saberlo, a los que más adelante serían mis primeros clientes.
El mes de junio de 1978 acabé la carrera de Ciencias de la Información. Se suponía que, terminados mis estudios, debía entrar en el mundo laboral, del cual sabía muy poco. Había hecho prácticas en una multinacional y poco más. Las circunstancias no me dejaron pensar sobre mi futuro.
Un día entré a comprar los últimos libros de mi carrera, y salí diciendo que tenía una librería. Porque ese día Bernat me dijo que iba a traspasar la librería, ya que iba a fundar una editorial. Y yo, en aquel momento, me asustaba cada vez que pensaba en mi futuro. Era una persona que dependía de la enfermedad que me habían diagnosticado: un linfoma que empezaba a dejar las secuelas que durarían toda mi vida y a las que he tenido que enfrentarme. Comenzaba a depender de los demás. Quedarme con la librería suponía quitarme un peso de encima, al menos era una solución para entrar en el mundo laboral de una manera indirecta, trabajando para mí misma.
Él, Bernat, decidió mi futuro.
Yo sabía que si le pedía a mi padre que nos quedáramos con la librería no me lo iba a negar. La librería tenía un sí asegurado. Eran muy pocas las cosas que nuestros padres nos habían negado. Bastante teníamos sus hijas con los problemas de salud. La discapacidad de mi hermana Cristina, y la desviación de columna de mi hermana Nuri, una escoliosis que iba a más, se habían añadido a la muerte prematura de Conchita, mi hermana mayor, a los veinte años. Para compensar todo este sufrimiento, nuestros padres siempre estaban dispuestos a pagarnos todo lo que estuviera a su alcance. Esto nos suavizó la vida. No eran caprichos sino alegrías que se podían pagar con dinero. Otras cosas era imposible conseguirlas por mucho dinero que se disponga. Nada puede el dinero para devolverte la salud, para recuperar a mi primera hermana muerta, para curar repentinamente mi enfermedad, diagnosticada poco después de su muerte. Siempre digo: si no puedo ir a una tienda y comprarme un día de andar, no tiene mucho sentido el apego al dinero.
Así que ese día, tras escuchar la noticia que me dio Bernat, llegué a casa y mi actitud fue francamente directa y expeditiva.
“Papá, tenemos que quedarnos con la librería” le dije en cuanto le vi.
“¿De qué me estás hablando?” contestó, mientras se fijaba en mi excitación. Me sudaban las manos y el corazón me palpitaba como si hubiera subido las cuatro plantas de mi edificio a pie y corriendo. Tardó varios minutos en reaccionar, y mientras tanto ya se había sentado mi madre a su lado dispuesta a escuchar otra de mis tantas aventuras, que siempre compartía con ellos dos. Pero esta vez la aventura era más importante que de ordinario, y además exigía que mis padres se implicaran muy en serio. Mientras se lo pensaban, yo me acordaba de que mi padre siempre nos decía, antes de comprarnos unos zapatos o ropa: “Pedírmelo, y a final de mes os lo compro”. Nos educó en el mundo de la espera, a esperar todo lo que fuese necesario antes de conseguir lo que deseábamos. Pero también nos decía: “Si queréis un libro, no hace falta que me lo pidáis. No tenéis ni que pedirme permiso”. Así que, mientras yo recordaba estas máximas, mi padre, que era directivo de una multinacional, iba dándole vueltas a cómo se las arreglaría para pagar los 6 millones de pesetas que pedían por el traspaso de la librería más un alquiler de 27.000 pesetas mensuales. Mientras escribo esto siento una inmensa ternura por él, una persona que no había sido criada en un entorno intelectual, pero ese mundo que le era ajeno es el que le gustaba para sus hijas y siempre nos facilitó el camino hacia los libros.
Yo sabía que era un sí y mi padre, que es muy calculador, también lo sabía. Él y yo nunca lo hemos hablado, pero supe que, con la oportunidad de hacerse con la librería, había visto de golpe la solución a la difícil responsabilidad que tenía como padre, sobre todo pensando en que yo, su hija Montse, ya estaba enferma, y que lo estaría de por vida. Y en aquel momento decidió cuál sería nuestro futuro profesional a largo plazo.
Si compraba la librería iba a tener colocadas a sus hijas para siempre en un negocio que nos permitiría ganarnos la vida, suponiendo que supiéramos hacerlo bien. Entendió que de esa manera nos creaba un futuro en el que estaríamos protegidas de un jefe, o de varios sucesivos. De gente que nos iba a exigir mucho. Y eso era algo que nuestra salud no iba a resistir. Mi padre me compró la joya que yo quería en ese momento, qué maravilla.
Quizás elegí este oficio porque suponía que ejerciéndolo iba a poder seguir aprendiendo continuamente, y porque encajaba con mi pasión por leer y saber más. Y elegí bien, porque, además de un trabajo, la librería iba a ser mi refugio.
El 1 de septiembre de 1978 ya era propietaria de la librería Bernat. La joya de la calle Buenos Aires. No sabía nada del negocio. Lo único que sabía era leer.
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Autora: Montse Serrano. Título: Todo pasa en la calle Buenos Aires. Editorial: Edicions +Bernat. Venta: Todos tus libros.



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