Hablando de arte, la dicotomía entre abstracción y figuración comenzó a evidenciarse en las primeras décadas de la centuria pasada: ¡siempre mi amado siglo XX! Sí señor, movimientos como el cubismo y el expresionismo empezaron a romper con la representación tradicional de la realidad, dando paso a formas más abstractas: ¡siempre mis amadas vanguardias! Desde aquellas jornadas, gloriosas como lo son todas las que asisten a una ruptura con lo establecido, la abstracción puede considerarse como una heterodoxia respecto a la figuración, pues parte con la representación tradicional y busca nuevas formas de manifestar ideas y emociones sin depender de figuras reconocibles. Todo un desafío a los procedimientos tradicionales del arte, que se remonta a la epifanía de Louis Daguerre (1839), lo que es como decir: cuando la fotografía desplazó definitivamente a la pintura en su afán de la reproducción exacta de la belleza del mundo.
Artista multidisciplinar, hombre de múltiples talentos, hoy vengo a escribir sobre el Julian Schnabel cineasta, otro heterodoxo, también en esa línea de demarcación que separa la heterodoxia de la ortodoxia dentro de sus propias secuencias, e incluso dentro de su filmografía. Iniciada su actividad fílmica con un biopic tan ortodoxo como Basquiat (1996), poco o nada cabía imaginar en aquel acercamiento a Jean-Michael Basquiat, otro artista neoexpresionista y de Brooklyn, como el propio Schnabel, incorporado en la cinta por Jeffrey Wright. Pero el cineasta —sin duda amigo de Basquiat, puesto que el ascenso de uno y otro se produjo en los mismos cenáculos artísticos del Nueva York posmoderno de los años 80—, en el tributo al compañero finado se queda en la superficialidad de un pintor que, como poco, hubiera merecido una película tan desgarradora como Montparnasse 19 (1958), aquella impagable crónica de la autodestrucción de Amedeo Modigliani —y de aquel París de las vanguardias que me tiene fascinado desde que en mi remota adolescencia leí por primera vez sobre él—, aquella obra maestra legada a la posteridad por el gran Jacques Becker. Muerto de una sobredosis el 12 de agosto de 1988, Basquiat —que firmaba sus graffitis en el Soho y en los vagones del metro de su ciudad como SAMO— hubiera merecido mucho más que esos insertos de planos de diferentes texturas que, entre algunas otras propuestas, vienen a ser una representación de toda esa imaginería urbana que le inspiraba. Recuerdo especialmente ciertas imágenes televisivas de unos windsurfistas deslizándose sobre las olas, reproducidas en aquellas 625 líneas de la televisión de entonces y ampliadas hasta distorsionar las figuras. Más que ante el tipo de la tabla en sí, yo creo estar ante una prueba irrefutable de ese vaivén entre la figuración y la abstracción donde la crítica sitúa la obra de Schnabel.
Pero de ese irrefrenable impulso autodestructivo de Basquiat, aunque común a tantos artistas, heroinómanos o no —a mi juicio, más o menos subrepticiamente, obedece a esa idea, asaz macabra, de que la obra es más valiosa si el artista ha muerto y no puede crear más—, sólo hay uno de esos atisbos con los que Schnabel nos sorprende a veces. Es una historia que nos cuenta el propio Basquiat, tal y como se la contó a él su madre, aquella señora que, antes de perder la razón, le llevaba al MoMA a ver el Guernica (1937) de Picasso. El cuento en cuestión habla de un príncipe cautivo en una torre, aquellas torres de marfil de los príncipes, abolidas, que han inspirado tanta literatura. Aquel prisionero jamás salió de su celda, pero el sonido de los lamentos con los que penaba su cautiverio llenó todo cuanto había alrededor de belleza.
Y ya en 2000, Schnabel estrenó Antes que anochezca, filme que aplaudo por su denuncia del estalinismo cubano que, como el resto de las tiranías socialistas sudamericanas, siempre ha contado con un apoyo sin fisuras de toda la izquierda internacional. Aún recuerdo cuando los comunistas españoles llamaban “gusanos” a los infelices que conseguían llegar huyendo a Canarias, huyendo de los secuaces del comandante para quienes “todos los artistas son contrarrevolucionarios”. Reynaldo Arenas —recreado por Javier Bardem en aquel segundo biopic de Schnabel—, además de por artista (escritor y poeta), fue un contrarrevolucionario por homosexual: los comunistas no habían hecho suya, todavía, la causa de la libertad sexual.
Y el comunismo, en su conjunto, fue toda una ortodoxia de un tiempo que tuvo dos de sus grandes parámetros entre Freud y Marx: una cultura que obvia los cien millones de asesinatos que en la centuria pasada se le contabilizan a los paladines de la dictadura de los miserables, desde la represión en la España republicana durante la Guerra Civil hasta el exterminio de la población urbana de Camboya. Claro que es heterodoxia alzar la voz contra tanta barbarie a través de los padecimientos de Reynaldo Arenas, antiguo camarada del partido, como el grueso de las víctimas de Stalin. Ahora bien, hacerlo mediante una cinta inmersa en la ortodoxia de Hollywood acaba atenuando el carácter de la denuncia de algo que, por otro lado, cualquier lector de los artículos del gran Néstor Almendros sabía de antiguo.
Yo admiro sin fisuras, como la izquierda internacional apoyó, apoya y apoyará al comunismo, la heterodoxia de Julian Schnabel en La escafandra y la mariposa (2007) porque se abre con un plano focalizado por la mirada de alguien que ha sufrido un accidente cerebrovascular y ha quedado postrado en una cama, sin poder mover más que el párpado de un ojo, confinado en lo que la ciencia llama el síndrome del cautiverio. Ese plano inclinado, de encuadre tan extraño como sugerente, desenfocado en el ángulo inferior derecho, me lleva a esa demarcación entre abstracción y figuración en la que cifro la heterodoxia de Schnabel.
Jean-Do (Mathieu Amalric), antiguo editor de la revista Elle, paciente absoluto con el síndrome del cautivo, contará en su terapia con la ayuda de dos logopedas, que el médico le anuncia como “dos mujeres hermosas”. Y en efecto, Henriette Roi (Marie-Josée Croze) y Claude (Anne Consigny) al día siguiente se ponen delante de él para que pueda verlas. Al intentar asomarse a su escote, el hombre vegetal parece volver a interesarse por la vida. Y después está el redescubrimiento de las piernas de su exmujer, Céline (Emmanuelle Seigner), cuando finalmente le lleva a los niños.
A mí, esa idea de la capacidad curativa de la belleza femenina, que para el neofeminismo —la actual ortodoxia— será machista y fascista, me conmueve. Ese plano de Henriette Roi pidiéndole a Jean-Do que le mande un beso, para que aprenda así a mover la lengua y poder tragar en un futuro, es uno de los mejores que he visto en lo que va de siglo XXI. El protagonista de Schnabel es alguien que cuando le pasean y da con su propia imagen en un espejo, se ve a sí mismo como recién salido de un frasco de formol, dentro de un “batallón de tullidos, personas rígidas y mudas”. Sin la dichosa empatía, con ellas convertidas en rapsodas del alfabeto, el antiguo redactor jefe descubrirá un procedimiento mediante el que podrá comunicarse y escribir un libro contando su experiencia.
Este es el Schnabel que yo aplaudo, el heterodoxo que organiza los flashbacks mediante los recuerdos y las ensoñaciones de su protagonista. Puro romanticismo, subrayado además con ese homenaje al gran Truffaut que es esa imitación de los planos de las alturas de París al comienzo de Los cuatrocientos golpes con la inconfundible melodía de Jean Constantin. Y el romanticismo, en una época tan materialista como la nuestra, en la que hasta el amor heterosexual está a punto de ser declarado fascismo y machismo, también es heterodoxia.



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