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Cartas a Mateo (XXII): Mamá, ven

Cartas a Mateo (XXII): Mamá, ven

Por volver donde alguien te quiere sin que vuelvas

Roberto Iniesta, “Pedrá”

Querido Mateo,

Sé que te hablo con mucha frecuencia, quizá demasiada, del veloz transcurso del tiempo. Los años nos han pasado por encima, como esa séptima ola que te pilla desprevenido cuando paseas en la orilla mientras sube la marea. Sin que casi nos hayamos dado cuenta, de repente enciendes la pequeña lámpara que hay junto a tu cama, coges tu yogur de la nevera, te cepillas los dientes, haces preguntas que nunca dejan de sorprender y luego te recuestas en el sofá con un Astérix en las manos. Todo en Mateo está muy cambiado. ¿Todo? ¡No! Algunos pequeños detalles resisten todavía y siempre al tiempo invasor. Y es que, hasta hoy, con más de cinco años y medio (que es como te gusta decir ahora tu edad), sigues dejándonos saber que ya te has despertado con la misma frase, eficaz pese a su laconismo, que vienes usando desde que te recuerdo hablando: “Mamá, ven”. Nunca es papá quien se asoma a tu boca recién despierta, nunca es un “buenos días” lo que nos llega por la puerta a medio abrir. Invariablemente, es a mamá a quien llamas. Y aunque no sería fácil de explicar por qué, quizá no esté de más aprovechar esta carta para dejarte alguna de mis ideas al respecto.

Debería empezar por el principio, pero no creas que eso es fácil de establecer: tu madre te soñó desde mucho antes de que llegaras y, así, vuestro vínculo se fue desarrollando durante tantos meses de espera, entre cuidados médicos, inyecciones diarias y una sucesión de paseos interminables en los que ella imaginaba cómo sería tu cara, el calor tranquilo de tus manos, la sonrisa de tus ojos cuando la observasen por primera vez.

"Recuerdo con frecuencia una imagen muy concreta, supongo que por encontrarla casi a diario. Es una fotografía que tenemos en el salón, enmarcada con el gusto que es propio de tu madre"

Luego vino ese tiempo extraño, a pocas semanas de tu nacimiento, donde el calendario que todos teníamos previsto tuvo que acelerarse. Imagino que, a tu manera, tenías prisa por comenzar a experimentar todo aquello de lo que te hablábamos a diario. Tal vez sentías una primitiva e innata curiosidad por ponerle cara a aquellas dos voces que te llegaban en los ratos en los que estabas activo, amortiguadas por todo lo que rodeaba a tu alojamiento materno. Recuerdo, de un modo más agrio que dulce, aquel hospital donde tan bien os cuidaron, convertido en nuestra sede provisional. Desde el ingreso, los médicos tenían claro que aquello era cuestión de dos semanas y que, pasado ese tiempo, con los cambios que esperaban ir viendo en ti, ya estarías listo para unirte a la familia. Dos semanas pueden parecer un suspiro (sólo un segundo en el reloj de Dios, que decía el poeta), pero a tu madre se le hicieron muy largas: reposo casi absoluto en la cama, que le causó problemas gástricos y de piel; algunas subidas de tensión, ocasionales contracciones que obligaban a trasladaros a otra zona de aquella planta del hospital, las dificultades para descansar en un entorno que tiene vida propia y que nunca se para. Y pese a todo, allí seguía ella, con la sonrisa que lograba imponer al dolor, al cansancio, transmitiéndonos tranquilidad. Durante esas dos semanas, tu madre permaneció ingresada sin hacer ruido, leyendo libros que no terminaba y mirando por la ventana como si, de alguna manera que nadie sabría explicar, esperase verte aparecer por allí.

Recuerdo con frecuencia una imagen muy concreta, supongo que por encontrarla casi a diario. Es una fotografía que tenemos en el salón, enmarcada con el gusto que es propio de tu madre. En ella estás tú, recién nacido, apoyado sobre su pecho. Tus ojos están abiertos, como si ya entonces quisieras entenderlo todo, como si supieras que el mundo había cambiado para siempre. Tu madre lleva la bata del hospital, las gafas donde se puede ver el reflejo de la luz artificial de aquella sala de recién nacidos, y una expresión donde se mezclan de manera milagrosa el cansancio absoluto y una alegría serena, limpia, casi sagrada. Aunque ya os conocíais desde hacía tantos meses, aquella fue la primera vez que os visteis: fue durante la tarde siguiente a tu nacimiento, tras unas cuantas horas de descanso en vuestras respectivas salas de reanimación, como si os estuviesen preparando con la debida cautela para un momento tan trascendente.

"Yo no soy antropólogo, ni filósofo. Pero estoy seguro de que ese tipo de amor, querido Mateo, no se enseña en ninguna parte"

En casa, durante tus primeros meses, solo podías dormías encima de ella. Alguna siesta de circunstancias en el carrito durante los paseos ocasionales pero, por lo demás, tu mundo se organizaba en torno al pecho de tu madre. Era como si todavía no hubieras terminado de salir del todo, como si hiciese falta un período de transición para aclimatarse. Allí gestionabas tus interminables comidas diarias, y allí mismo dormías, acunado por el latido que te era tan familiar, al calor del organismo que te había ido formando con paciencia y cuidado durante tantas y tantas semanas. Ella pasaba horas sin moverse apenas, para no despertarte. Dormitaba sentada, apoyada en un pequeño fuerte de cojines, con la cabeza ladeada a medias y los ojos entreabiertos, como quien no se permite bajar del todo la guardia. Te sostenías en una cama imposible, que se diseñaba desde cero en cada ocasión, haciendo equilibrios entre sus brazos, el pecho, y un cojín de pequeñas estrellas blancas sobre fondo gris que era casi una extremidad más de ella.

Yo no soy antropólogo, ni filósofo. Pero estoy seguro de que ese tipo de amor, querido Mateo, no se enseña en ninguna parte. No está en los manuales, no se encuentra en los consejos de los bienintencionados, ni siquiera se aprende por repetición. Es algo que se tiene o no se tiene. Y tu madre lo tuvo, y te lo mostró, desde un principio. Es una forma de estar que no exige ni interrumpe, que sostiene sin hacer ruido. Que nunca te dejará solo. Y créeme: por desgracia, estoy convencido de que no todos los niños tienen esa suerte. Me temo que no todos crecen, como sin duda merecerían, con la certeza de que existe un lugar al que pueden volver sin tener que explicar nada. Pero tú sí. Y ese patrimonio vital, esa conexión que es un regalo inabarcable, te acompañará para siempre, como un refugio que llevarás contigo vayas a donde vayas, suceda lo que suceda.

Y si alguna vez, dentro de muchos años, despiertas en un lugar lejano y, sin pensarlo, dices en voz baja “Mamá, ven”, me gustaría que esta carta te acompañe todavía. Que te recuerde que siempre hubo una mujer que te soñó, te esperó, te sostuvo… y te amó más que a su propia vida, desde mucho antes de que supieras decir su nombre.

Muchos besos, hijo.

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