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Katharine Ross, atrapada en un viaje en el tiempo

Katharine Ross, atrapada en un viaje en el tiempo

Llamo aventuras cínicas a aquellas cintas que, derogado en 1967 el infausto Código Hays, por el que se había regido Hollywood desde los albores del cine sonoro, contaban asuntos donde los villanos tradicionales comenzaron a ser presentados con cierto romanticismo, solo reservado a los héroes con anterioridad. En efecto, antes de 1968, cuando el reglamento por el que se autocensuró el cine estadounidense fue sustituido por el sistema de clasificación por edades de la Motion Picture Association, mucho menos restrictivo, todos aquellos cuyas conductas fueran punibles por el Código Penal también eran condenados en una pantalla que tenía por norma que el criminal no podía ser objeto de ninguna justificación y, de una u otra manera, sus acciones debían ser castigadas de cara al espectador. Recuérdese El halcón maltés (John Huston, 1941), todo un clásico, pero tan marcado por esa impronta moralizante del Código que aquel Sam Spade, recreado por Bogart, entrega a Brigid O’Shaughnessy —la dama incorporada por Mary Astor— a la policía, anteponiendo así la observancia de la ley al amor que ella le inspira. En la novela original el final es semejante, pero no igual. Los sentimientos de Spade son mucho más ambiguos.

Con los nuevos criterios, olvidado ya aquel espíritu aleccionador que imponía el Código, pudo hablarse de los forajidos con el romanticismo que George Roy Hill retrata a su Butch Cassidy (Paul Newman) y a su Sundance Kid (Robert Redford) en Dos hombres y un destino (1969).

"La música es harto sabida: Raindrops Keep Fallin' on My Head, del gran Burt Bacharach, en la voz de B. J. Thomas, su intérprete original"

Las aventuras cínicas fueron un hito que cambió la historia del cine estadounidense. Indiscutible. Pero, en un orden más íntimo, en ese ámbito de mi mitología personal donde imagino a las actrices, en sus creaciones para la cinta que visiono, como supongo el ermitaño en su retiro adora a su dios, lo que en verdad cuenta para mí de estas películas es que, en una de las secuencias de Dos hombres y un destino —filme que otrora negué como solo se niega aquello en lo que se creyó—, descubrí a Katharine Ross. Me refiero, claro está, a ese paseo de Etta Place —el personaje de mi dilecta en aquella ocasión— en el manillar de la bicicleta de Butch. La música es harto sabida: “Raindrops Keep Fallin’ on My Head”, del gran Burt Bacharach, en la voz de B. J. Thomas, su intérprete original. Mientras fui un mero espectador aplicado, y el cine fue para mí un entretenimiento, aquellos planos de la bicicleta por el campo se me antojaron muy bonitos. Ahora bien, cuando el cine empezó a ser una entrega, esa necesidad imperante de ver películas y estudiar debidamente cuanto concierne a su realización, lo de la bicicleta me resultó una ñoñería, más digna de un anuncio de perfume que de un western crepuscular. No sólo paraba la narración para incrustar una pincelada, supuestamente poética, sino que sentó además todo un precedente. A partir de entonces, menudearon las películas que enjaretaban una canción en la banda sonora y montaban todo un videoclip al servicio de sus compases, deteniendo para ello la historia a contar. Más aún, toda esa nostalgia que gravita en los lances postreros de Butch Cassidy y Sundance Kid me pareció superficial, como suele serlo todo en el cine comercial estadounidense concebido al servicio de sus estrellas.

De haber seguido vigente el ignominioso Código Hays, buena parte del cine de Peckinpah hubiera sido inconcebible. A mi juicio, aquel reglamento asistía a sus últimos estertores, cuando se estrenó la primera aventura cínica: Bonnie & Clyde (Arthur Penn, 1967). Dos hombres y un destino llegó después, pero con un añadido: fue la respuesta de Hollywood al spaghetti western. Y también podría señalarse algo al aporte de Katharine a la nueva moral: había sido la Elaine Robinson de El graduado (Mike Nichols, 1967). Era Elaine una joven que acababa dejando a su novio en el altar para irse con Ben Braddock (Dustin Hoffman), el tipo a quien en verdad ama pese a haber sido el amante de su madre. Con la misma lasitud moral, Etta Place, la novia de Sundance Kid, partirá con él y Butch a Bolivia, cuando los forajidos comprenden que Wyoming se les ha quedado pequeño desde que se ha impuesto la ley y que La Force y sus alguaciles nunca van a dejar de perseguirles.

"Creo que el estigma, que también obra sobre Katharine Ross, básicamente, lo sufrimos sus admiradores. A partir de los años 80 abandonó la cartelera internacional, aunque siguió haciendo teatro"

Katharine Ross, mi admiradísima Katharine Ross, en el Hollywood de finales de los años 60 fue una de las más genuinas representantes de las jóvenes de un tiempo en el que las buenas costumbres se empezaban a relajar. En El graduado, incluso lo fue al compás de “Los sonidos del silencio” y algunas de las piezas más celebradas del repertorio de Simon & Garfunkel, otro ejemplo meridiano del nuevo entendimiento que trajeron aquellos días. Californiana auténtica —no solo por haber nacido en Los Ángeles en 1940, también por su belleza, como de windsurfista de la Costa Oeste— antes de las películas legendarias —hay una copia de Dos hombres y un destino en la biblioteca del Congreso de Estados Unidos por “ser cultural, histórica o estéticamente significativa”—, Katharine ya intervino en un título digno de encomio: La muerte llama a la puerta (Curtis Hurrington, 1967). Era aquella una de esas delicias inquietantes con las que, de vez en cuando, anima la cartelera la Universal. Jennifer Montgomery, el personaje de entonces, era una coleccionista de arte que, hastiada de su vida conyugal, decide invitar a una vendedora a domicilio a los juegos de amor y muerte que práctica junto a su marido. Cinta en verdad encomiable, fue la primera de una constante, que bien podríamos cifrar en torno al thriller de extraña dimensión, entre la fantasía y la realidad. No por ser ésta menos sonada que sus creaciones de chica representante de la nueva moral de los años 60 ha de merecernos menos admiración.

Creo que el estigma, que también obra sobre Katharine Ross, básicamente, lo sufrimos sus admiradores. A partir de los años 80 abandonó la cartelera internacional, aunque siguió haciendo teatro —lo prefería al cine— y televisión, aunque a veces la propuesta fuera tan dudosa como Los Colby (W. Bast, P. Huson y E. Pollock, 1985-1987).

Rechazó el personaje de la Cathy de Bullit (Peter Yates, 1968), que acabó siendo interpretado por Jacqueline Bisset. Otra de las grandes cintas que protagonizó para la Universal, en cuyo reparto volvió a coincidir con Robert Redford, fue El valle del fugitivo (1969), de Abraham Polonsky. Katharine era la Lola de este western proindio, una nativa estadounidense que, a diferencia de Etta, que se marcha de Bolivia porque no quiere ver cómo matan a Sundance y a Butch, sí decide quitarse la vida junto a su amante, un joven payute que se ha escapado de la reserva.

George Seaton se dispuso entonces a emplazar su cámara para el rodaje de Aeropuerto, uno de los grandes éxitos de la Universal de 1970. La casa intentó imponerla el personaje de Gwen Meighen, una de las azafatas de aquella producción y acabó colgándola el sambenito de “actriz difícil”. Katharine —que siempre se jactó de no querer ser una estrella de Hollywood—, con muy buen criterio, se atuvo a las consecuencias. El personaje volvió a recaer en Jacqueline Bisset.

"Así imagino ahora a mi admiradísima Katharine Ross, como una actriz atrapada entre el final de los 60 y los 70"

Dentro de ese thriller inquietante, en el que Katharine Ross encontró uno de sus espacios de confort, hay que destacar un título mítico: Las esposas de Stepford (Bryan Forbes, 1975). Basada en una novela de Ira Levin —también autor de La semilla del diablo, original de la obra maestra de Roman Polanski—, aquella historia nos hablaba de un lugar donde hay un inteligencia entre todos los maridos para convertir a sus esposas en muñecas sumisas, poco más que autómatas. Joanna, su creación de entonces, ha quedado como el tercero de los grandes personajes de mi dilecta Katharine Ross. Merced a ella fue reclamada en el Reino Unido, cuando el esplendor de su fantastique ya declinaba, para protagonizar El legado (Richard Marquand, 1978).

Pero la despedida de Katharine Ross del cine fantástico vino dada en El final de la cuenta atrás (Don Taylor, 1980), una bonita historia de viajes en el tiempo en la que nuestra actriz recreaba a una mujer de 1979 que se queda atrapada en una analepsis que la lleva a 1941, en el bombardeo de Pearl Harbor.

Así imagino ahora a mi admiradísima Katharine Ross, como una actriz atrapada entre el final de los 60 y los 70. Solo hubo una excepción, cuando en 2001 recreó a la profesora de Donnie en Donnie Darko, otro título de culto debido a la maestría de Richard Kelly, uno de los grandes de la ciencia ficción actual, también sobre un viaje en el tiempo.

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Fernando Rodríguez Badimón
Fernando Rodríguez Badimón
3 meses hace

«Pero la despedida de Katharine Ross del cine fantástico vino dada en “El final de la cuenta atrás” (Don Taylor, 1980), una bonita historia de viajes en el tiempo en la que nuestra actriz recreaba a una mujer de 1979 que se queda atrapada en una analepsis que la lleva a 1941, en el bombardeo de Pearl Harbor.»
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Para su personaje no hay tal analepsis en esa exhibición de supremacía naval. Más bien deviene proléptico.
Vean la película y disfruten de la banda sonora, compuesta por John Scott:

https://www.facebook.com/fernando.rodriguezbadimon/posts/pfbid02sPxsdYMp5vs81fJXtHW64HvLzAgtUGGLy5az3TU3dMKcecvTVZQ2SPeNf5ifj11pl

Benito Ordieres
Benito Ordieres
3 meses hace

Me parece que el autor de este articulo no ha visto la pelicula “El Final de la Cuenta Atras”, ya que el personaje que interpreta Katherine Ross no es de 1979 y no es transportada a 1941, si no que ella es de 1941 y es su compañero de rodaje James Farentino, quien interpreta al comandante Richard “Dick” Owens, el cual procede del año 1980 y se queda atrapado en 1941 en compañia de Katherine Ross, para vivir sus vidas juntos y reaparecer de nuevo, en 1980, como una pareja de ancianos. Perdon por los “spoilers”, pero cuando se publica algo hay que investigar los hechos y publicar la verdad, con precision.