En el 150º aniversario del nacimiento de uno de los grandes intelectuales europeos del siglo XX, además de defensor de la democracia en la época de los totalitarismos, Nórdica rescata la autobiografía en la que el propio Thomas Mann narró los acontecimientos más relevantes de su vida.
En Zenda publicamos las primeras páginas de Resumen de mi vida (Nórdica), de Thomas Mann.
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Nací en Lübeck en 1875. Fui el segundo hijo de Johann Heinrich Mann, comerciante y senador de la Ciudad Libre, y de su esposa, Julia da Silva Bruhns. Mientras que mi padre era nieto y bisnieto de ciudadanos de Lübeck, mi madre había venido al mundo en Río de Janeiro: era hija de un alemán, propietario de algunas plantaciones, y de una brasileña, medio criolla, medio portuguesa, a la que habían trasplantado a Alemania con siete años de edad. Era de tipo manifiestamente latino, de joven había sido una belleza muy admirada y de una extraordinaria sensibilidad musical. Si me pregunto de quién he heredado mis aptitudes, tengo que pensar en el famoso versito de Goethe y afirmar que yo también poseo «la rigurosidad en la vida» de mi padre, pero la «naturaleza jovial», es decir, la inclinación artística y la sensibilidad y, en el más amplio sentido de la palabra, el «gusto por contar cuentos» de mi madre.
Aborrecía la escuela y nunca cumplí con sus exigencias. La despreciaba en su entorno, criticaba las formas de sus directores y pronto me vi situado en una especie de oposición literaria a su espíritu, su disciplina y sus métodos de adiestramiento. Mi indolencia, necesaria tal vez para mi particular desarrollo, mi necesidad de tener mucho tiempo libre para el ocio y la lectura sosegada, así como un espíritu verdaderamente perezoso, del que sigo adoleciendo aún hoy, hicieron que me resultara odiosa toda obligación a aprender y tuvieron como consecuencia que, tercamente, hiciera caso omiso de ella. Puede ser que la rama humanística hubiera sido más adecuada a las necesidades de mi espíritu. Destinado a ser comerciante (al principio incluso a heredero de la empresa), asistí a los cursos de ciencias del Katharineum, pero lo único que llegué a conseguir fue el diploma que me autorizaba a hacer un año de servicio militar voluntario, es decir, hasta que tuve que pasar al segundo curso del bachillerato. Prácticamente todo el tiempo que duró esta carrera, entrecortada e insatisfactoria, me unió al hijo de un librero declarado en quiebra y ya fallecido una gran amistad, que fue fortaleciéndose con las burlas y los sarcasmos absurdos y de humor negro que proferíamos acerca de «todo», aunque fundamentalmente sobre «la institución» y sus funcionarios.
Con estos últimos me perjudicó mucho el hecho de que yo «escribiera poesía». No fui muy discreto en lo tocante a ello, probablemente por vanidad. Un romance a la heroica muerte de Arria, Paete, non dolet, con el que quise presumir ante un compañero y que este, en parte por admiración, en parte por maldad, entregó al catedrático, hizo que mis superiores vieran ya con claridad en octavo curso mis peculiares aptitudes en contra de las normas jerárquicas. Me había iniciado con unas piezas de teatro infantil que representaba con mis hermanos pequeños ante mis padres y mis tías. Luego siguieron unos poemas dedicados a un amigo muy querido, que con el nombre de Hans Hansen ha cobrado cierta vida simbólica en Tonio Kröger, aunque en la vida real sucumbió luego a la bebida y tuvo un triste final en África. No puedo decir qué fue de la compañera de clases de baile de morenas trenzas a la que dediqué mis posteriores poemas de amor. No fue hasta mucho después cuando empecé a hacer algunos intentos narrativos, incluso hasta haber dejado atrás una fase de críticas y ensayos. Porque en una revista estudiantil, de carácter poco escolar, titulada Der Frühlingssturm (La tormenta de primavera), que yo mismo edité en los primeros años del bachillerato junto con algunos revolucionarios alumnos de último curso, destaqué sobre todo como redactor principal de artículos de carácter filosófico y provocador.
Hace cinco años (con ocasión del séptimo centenario de la Ciudad Libre) que volví a encontrarme en Lübeck con mi profesor de Alemán y Latín de primero. A este profesor de pelo cano, ya jubilado, le dije que, a pesar de haber dado siempre la impresión de ser un completo holgazán, en silencio había sacado mucho provecho de sus clases. Para demostrárselo le repetí la frase con la que continuamente solía elogiar ante nosotros las baladas de Schiller como una lectura incomparable: «Esta no es la primera cosa buena que leen ustedes, ¡es lo mejor que pueden ustedes leer!». «¿Yo decía eso?», me preguntó, y le divirtió mucho.
Mi padre murió relativamente joven, cuando yo tenía quince años, a causa de una septicemia. Gracias a su inteligencia y a sus dotes para el trato era un hombre muy apreciado en la ciudad, popular e influyente, pero hacía ya años que no le causaba demasiada alegría ocuparse de la marcha de sus negocios privados, así que tras un funeral que, en lo tocante a honores y asistencia de público, sobrepasó todo lo que se había venido viendo en ese orden desde hacía mucho tiempo, se disolvió la empresa de cereales, que tenía más de cien años de vida. También se vendió la casa de la ciudad, igual que habían hecho antes con la de la abuela, y cambiamos aquel espacioso hogar, en cuyo salón de baile con suelo de parqué los oficiales de la guarnición habían hecho la corte a las hijas de las clases altas de la sociedad, por uno más modesto, una casa con jardín en las afueras. Pero mi madre abandonó muy pronto la ciudad. A ella le gustaba el sur, las montañas, Múnich, que había conocido en los viajes con mi padre, y se trasladó allí con mis hermanos pequeños, mientras que a mí, para que terminase provisionalmente los estudios, me dejó como pensionista en casa de un profesor del liceo, junto con otros hijos de terratenientes y aristócratas de Mecklemburgo y de Holstein, que iban a la escuela en Lübeck.
Recuerdo aquella época con mucha alegría. La «institución» no esperaba ya nada de mí, me había abandonado a mi suerte, absolutamente oscura para mí mismo, pero cuya inseguridad no conseguía angustiarme, porque, a pesar de todo, yo me sentía sano y con ingenio. Iba a clase, pero en todo lo demás, por decirlo de alguna manera, iba por libre y me entendía bien con mis compañeros de pensión, en cuyas tempranas reuniones estudiantiles participaba de vez en cuando con campechana alegría. Después, tras haber alcanzado la meta de la formación escolar con la que me conformaba, seguí a los míos a la capital bávara y allí, con la palabra provisional en el corazón, ingresé como voluntario en las oficinas de una compañía de seguros contra incendios, cuyo director había llevado antes en Lübeck un negocio similar y había sido amigo de mi padre.
Un episodio curioso. Entre funcionarios resfriados yo copiaba formularios al tiempo que escribía a escondidas, en mi pupitre inclinado, mi primer relato, una novela de amor titulada Gefallen (La caída), que me proporcionó mi primer éxito literario. No solo porque se publicase en Die Gesellschaft (La sociedad), la misma revista de carácter socialista y naturalista, de M. G. Conrad, que ya en mis años de escuela me había publicado un poema que había gustado mucho entre jóvenes, sino porque además me valió una carta calurosa y alentadora de Richard Dehmel, y un poco después incluso la visita del admirado poeta, cuya entusiasta humanidad había percibido alguna huella de mi talento en aquel producto manifiestamente inmaduro, aunque quizá no carente de melodía y que desde entonces, hasta su muerte, siguió mi camino con simpatía, amistad y honrosas profecías.
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Autor: Thomas Mann. Título: Resumen de mi vida. Traducción: Isabel Hernández. Editorial: Nórdica. Venta: Todostuslibros


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