Dicen que los escritores son muy conscientes de la muerte, y yo creo que es cierto. Sin embargo, no se escribe para perdurar, ni creyendo que así algo de nosotros traspasará el muro del olvido. Se escribe para alargar la vida. Cuantos más mundos te inventas, más oportunidades tienes de hacer algo que valga la pena recordar. Puedes salvar a la humanidad de una invasión alienígena o viajar en el tiempo y, cual sagaz dama de comienzos del siglo XX que crea vivir dentro de una novela de Agatha Christie, resolver un enigma imposible.
Con frecuencia, cuando publico una novela —y tras la explosión promocional de las primeras semanas—, una de las preguntas estrella es «para cuándo la siguiente» o si ya tengo pensada la temática de la próxima historia. Me parece curiosísimo. Los escritores solemos disponer de una gran imaginación, así en general, pero no somos surtidores de historias. Al menos, no al ritmo que el público solicita. Mi experiencia personal me dice que las buenas historias tardan años en cocinarse. Les puedo asegurar que casi todo lo que escribo nace de una semilla que lleva años cultivándose en algún lugar de mi cabeza. Mi primera novela —Puerto escondido— la escribí cuando tenía treinta y cinco años. ¿Creen ustedes que habría salido igual si la hubiese escrito con veinticinco? Ya les digo yo que no. Ojalá dispusiese de la efectividad e inteligencia narrativas que tuvo Mary Shelley con diecinueve años para escribir Frankenstein, pero con esa edad yo todavía era un cerebro en precaria construcción.
Hace unas semanas tuve una interesante conversación con un escritor, un compañero al que aprecio y admiro y del que no diré el nombre. Dispone de un estilo literario característico, afable y envolvente; su éxito va en aumento en cada publicación, y creo que su paulatino e imparable triunfo es merecido. Sin embargo, él mismo me planteaba una duda muy propia de nuestro oficio: ¿y si nos quedamos sin ideas? ¿Y si de pronto, tras conseguir el sueño de dedicarnos a escribir, de sacar casi un libro por año, se nos seca el cerebro? Buena pregunta, que también yo me planteo. Ya sabemos crear una estructura narrativa aceptable y conocemos el negocio, pero ¿y las historias? Sin una buena trama no hay novela, al igual que sin un buen peldaño de arranque no hay escalera que uno pueda subir. No importa que todo lo que contamos sea un invento, porque hasta la fantasía más alocada guarda un poso de verdad, de algo que hemos vivido o conocido de alguna forma. Nunca he escrito auto ficción, por lo que no tengo el problema de que las anécdotas de mi vida privada se agoten; pero los artilugios literarios que me invento, como decía, reposan sobre asuntos que he estudiado de forma deliberada o sobre lugares que he podido explorar.
¿Qué podemos hacer los escritores cuando ya nos hemos vaciado por completo? O también, ¿qué puede hacer esa persona que quiere escribir pero que, cuando llega al ordenador, solo se topa con la odiosa página en blanco?
No se preocupen, tengo la solución. Pierdan el control, desháganse de sí mismos y caminen por esos senderos que nunca les apeteció transitar. A lo mejor se trata de un curso de cocina japonesa, o de un viaje a Australia, o incluso de un nuevo hábito que se inventen: apuntarse a un club de lectura, o a clases de submarinismo, o a patinaje sobre ruedas cuando jamás han montado ni en bicicleta. Yo sé que las historias duermen en todas partes, pero también soy consciente de que, cuando la vida no nos las escupe, hay que buscarlas. A veces da pereza, y miedo, pero para tener algo que contar no hay nada como empeñarse en vivir.


Sí, es cierto que para tener algo que contar -algo bueno que el público quiera leer y disfrutar- hay que empeñarse en vivir, pero me preocupa sobremanera el alto número de suicidios que están acaeciendo en España. No creo que haya que educar en la competitividad y en ser mejor que nadie. El mundo ha tomado una deriva muy loca.