En los años 80, los cortometrajistas buscaban la hora mágica, ese momento del crepúsculo en que las últimas luces se confundían con las primeras sombras y la amalgama resultante parecía implicarse dramáticamente en el asunto de sus breves historias. Unos tenían como norte la luz lógica del gran Néstor Almendros, muy celebrado entonces por el Oscar con que le había distinguido Hollywood merced a la iluminación de Días del cielo (Terrence Malik, 1978); otros, de aquellos realizadores de brevedades de los viejos tiempos remotos, se remontaban más allá en sus inquietudes lumínicas y hablaban del desdichado Luis Cuadrado, discípulo que fuera de Raoul Coutard, quien dio a Al final de la escapada (Jean-Luc Godard, 1959) esa factura de atestado policial, de documento, que destaca entre las virtudes de tan legendaria cinta. Sí señor, Luis Cuadrado trajo esa luz de la Nouvelle Vague a este lado de los Pirineos, poniendo así fin a esa iluminación grandilocuente, a la antigua usanza, que venía marcando la pauta en la pantalla española desde los días de la gloria de Cifesa (1942-1945).
A la larga, ambas iluminaciones obedecían a una inquietud idéntica —Almendros fue el fotógrafo del gran Truffaut y de Éric Rohmer—: dotar a las secuencias de esa belleza con que la luz del sol ilumina las cosas, y no suplir al Astro Rey —incluso en exteriores— por un HMI de 18.000 watios.
Y luego estaba lo prosaico, los cortometrajistas de los 80 tenían el presupuesto muy limitado. Supongo que tanto como los de ahora. Pero entonces rodar era mucho más caro y había menos subvenciones. Esa precariedad, lejos de amilanarles, era un acicate para los nuevos realizadores de entonces. Y también fue la causa de que, en Cinema del Callejón, productora de unos amigos con la que yo colaboraba entonces, proliferasen los cortometrajes que se reducían a un plano secuencia, a ser posible en exteriores. En uno de ellos, en el que Cristina Marsillach evolucionaba por un lugar fabuloso, localizado en los jardines de Cecilio Rodríguez del parque de El Retiro madrileño, yo era el que soltaba el playback.
La cosa me salió sobre la marcha. A falta del Nagra, el magnetófono que usábamos para aquellos menesteres al ir sincrónico con la Arriflex, el tomavistas, recuerdo que me las ingenié con uno de aquellos casetes gigantescos —como los utilizados por los bailarines callejeros— que cogí prestado a un buen amigo: el guionista y escritor Carlos Asorey.
La interpretación cinematográfica puede llegar a ser una forma de exorcizar la timidez, sutil vergüenza que, a su vez, puede ser tan fotogénica como hipnótica para las miradas más pausadas. Cristina Marsillach, con la que no crucé ni una palabra —yo era el que soltaba el playback; ella, la que avanzaba por un jardín fabuloso, en sintonía con la música del playback, seguida tras la cámara— me pareció una actriz inmersa en esa tesitura.
Debemos de estar hablando del 84 o del 85. Hace 40 inviernos ¡ahí es nada! Lo que quiere decir que ella ya era una joven actriz, muy reconocida. Con independencia de su apellido, había incorporado brillantemente a la Mari Carmen de El poderoso influjo de La Luna (Antonio del Real, 1981), la Laura de Adolescencia (Germán Llorente, 1982) o la Lucía de Estoy en crisis (Fernando Colomo, 1982). Pero, sobre todo, Cristina Marsillach había recreado a la Isabel de 1919: crónica del alba (Antonio José Betancor, 1983).
Aquella segunda parte de la aplaudida adaptación de Crónica del alba, la emotiva novela de Ramón J. Sender, llevó a la mayor de las hijas de Adolfo Marsillach a recrear a una chica de principios del siglo XX, de cuando el levantamiento anarquista del cuartel de Palafox (1919). Sin embargo, cuando acababa el rodaje era una de las interpretes más representativas —junto a Emma Suárez— de esa nueva generación de actrices que se estaba dando a conocer entonces: Patricia Adriani, María Barranco o Mamen del Valle fueron algunas de ellas. Para quienes tanto las admiramos, entre otras muchas cosas porque eran chicas de nuestra quinta, como las que inspiraban nuestro día a día, fue una verdadera lástima que el destino reservase una filmografía tan breve a varias de ellas.
En las formas —no llevaba el pelo naranja ni lucía crestas—, Cristina Marsillach no era la clásica chica de los años 80. Pero en el espíritu, en el buen talante que manifestó, sin ir mas lejos en aquel cortometraje rodado en un plano secuencia, que protagonizó sin cobrar nada pese a ser una de las actrices jóvenes más consagradas, era genuinamente ochentera. El de nuestra juventud fue un tiempo de grandes esperanzas, el del nacimiento de las discográficas independientes y las películas rodadas en cooperativa, el de la democratización del arte contemporáneo y el de la nuevas narrativa española. Lo nuevo se antepuso a lo viejo sin tutelajes ministeriales. Y Cristina Marsillach, como el común de las jóvenes actrices de entonces, iluminadas con la luz lógica, hubiera estado dispuesta a trabajar en cooperativa —en esas cooperativas que nunca repartieron beneficios—, a darlo todo —que se dice ahora— en cualquier proyecto de su interés de un realizador joven.
En aquel plano-secuencia me pareció una de esas actrices que abandonan su espacio de confort —como personas— para recrear a personajes que poco o nada tienen que ver con su personalidad. Si bien no era el caso de la Isabel de 1919: crónica del alba —personaje muy erotizado por las características del papel—, en aquel rodaje en el que solté el playback recreaba a una autentica musa: la cámara la seguía y ella era algo así como la flor más radiante del jardín. Tuve la sensación de que el papel no le gustaba. Como actriz, lo suyo era la sutileza, la delicadeza, la timidez, si cabe, hasta la seducción. Nada que ver con ese desparpajo hasta la chabacanería que, todos sabemos por qué, empezó a enseñorearse de la interpretación femenina en los años 80.
Ante tanto buen hacer, era previsible el arranque de su carrera internacional en Mil veces adiós (Moshé Mizrahi, 1986), donde recreaba una joven de origen sefardí, que hablaba ladino y enamoraba a un piloto de la RAF, convaleciente en Israel, interpretado por Tom Hanks. Pero cómo imaginar entonces, ante aquella actriz casi etérea que, poco después, acabaría siendo musa de un cineasta como Dario Argento —Ópera (1987)—, el maestro del giallo, o Sergio Corbucci —I giorni del commissario Ambrosio (1988)—, grande entre los grandes del spaghetti western.
La filmografía italiana de Cristina Marsillach está llena de sorpresas. Lo que no imaginaba nadie era que, en 1994, su actividad actoral quedase interrumpida.
Decían que se empleaba como anticuaria, que hacía teatro en pequeños formatos, que dirigía un festival de documentales. Solo he vuelto a verla en Flâneur (2021), un cortometraje sobre el mal de Alzheimer, colgado en YouTube, dirigido y protagonizado por ella misma. Todos los de los 80 ahora tenemos más de 60 inviernos. Pero hablando de esa degeneración de la memoria, Cristina Marsillach aún me conmueve como cuando era una chica de ayer, una actriz de veinte años.


¡Magnífico, señor Memba! Estupendo artículo, que me hace regresar a aquellos tiempos. Que me conmueve, me emociona y me alegra el día y el final del verano… Muchas gracias.