El Nobel de Literatura en 1922 fue sometido al silencio por la censura franquista hasta 1944. Tres años después, el dramaturgo se prestó a escribir, por indicación del régimen, este artículo en defensa del mariscal Pétain. Tanto en el título como en el último párrafo, Jacinto Benavente quiso dejar claro que se trataba de un texto de encargo. Sección coordinada por Juan Carlos Laviana.
Admirable es siempre la compasión en cualquier sentido que se manifieste, y más cuando acude al reparo de enconadas persecuciones políticas, en donde la Justicia, perdida de su serenidad, más puede parecer venganza. La más alta prerrogativa del Poder es la clemencia y nunca es agravio a la Justicia la petición de indultos o conmutaciones de pena. Pero bien estaría que estas peticiones fueran respetuosas y desapasionadas, esto es, sin preferencias. Digo sin preferencias porque en estos tiempos hemos visto que la sensibilidad compasiva sólo se ha manifestado a favor de comunistas y anarquistas, culpables de atentados contra la propiedad o las personas, robos y asesinatos, que no dejan de serlo por disfrazarse de delitos políticos. Cuestión de ideas, dirán algunos; razón para disculpar todos los crímenes. No hay criminal que no tenga su idea. Raskolnikov, el protagonista de Crimen y castigo, también era hombre de ideas; por la idea de una mejor distribución de la riqueza asesina a la vieja usurera, a quien él considera un ser inútil y pernicioso. Los que asesinan a su mujer, a sus padres o a sus hijos no hay duda de que también sus ideas respecto a la institución familiar. Lo malo de esta preferente compasión por comunistas y anarquistas es manifestarse en las peticiones de indulto, con alharacas amenazadoras de huelgas y de nuevos atentados. En España, siempre con trato de favor en estos casos, hemos tenido sobradas demostraciones de estos movimientos de opinión; desde el famoso asunto de Ferrer, a quien se llegó a levantarle una estatua en Bruselas, hasta recientes intromisiones de la misma índole.
Me hallaba yo en París cuando una mañana al salir a la calle me sorprendió, sobre la desanimación del tránsito callejero, los escaparates de los comercios cerrados y sus puertas entornadas, ver retenes de soldados con ametralladoras apostados en todas las calles afluentes a los grandes bulevares. ¿Qué sucedía? Se trataba de la posible ejecución de los famosos anarquistas de Chicago; no recuerdo sus nombres ni hay para qué recordarlos. En el Consulado americano había estallado una bomba; un restaurante americano, situado frente al Consulado, había tenido que cerrar sus puertas y tuvo que cerrarlas definitivamente porque nadie se atrevía a pasar por donde hubiera algún establecimiento americano. Sería largo cuento el de manifestaciones parecidas, siempre a favor de comunistas o anarquistas. Por supuesto, nunca faltaban en ellas los pliegos de firmas de los más descollados intelectuales del mundo, acompañamiento obligado de todo barullo revolucionario. Esta vehemencia compasiva a favor de cualquier delincuente que haya tenido la precaución de afiliarse antes a un partido político avanzado contrasta con la insensibilidad, el silencio ante algún caso de flagrante apasionamiento en la justicia, en que estaría más justificada la petición de indulto. Sin la disculpable presión del momento, en este caso la más estricta Justicia hubiera pronunciado un fallo absolutorio.
Yo esperaba, no creo haber sido yo solo en esperarlo, un movimiento de opinión, un pliego de firmas de intelectuales, una voz siquiera, algo, en fin, para implorar la clemencia a favor de quien por su limpia historia, por lo que ha sacrificado y padecido por servir a su patria, por su venerable ancianidad, cuando toda otra consideración se hubiera olvidado, bien merecía algún movimiento de opinión, de esos tan prodigados a favor de cualquier comunista o anarquista. Aceptar el Gobierno es el más doloroso trance de la historia de Francia. Bien sabía el mariscal Pétain que era ofrecerse como víctima expiatoria de los errores cometidos por sus antecesores en el Gobierno de Francia. Sólo quien alejado por sus años de manejos políticos parecía limpio de toda culpa podía tener autoridad en aquellos difíciles momentos para encauzar en lo posible la existencia de Francia. ¿Colaboración con el vencedor? ¿Podía ser otra cosa? ¡Colaboracionismo! Lo preciso, y nunca más de lo necesario. Muy endurecida, muy embotada tendrá su sensibilidad quien no comprenda la angustiosa situación del noble mariscal, defensor de Verdún en la guerra anterior, al verse obligado a pactar y transigir con el enemigo ahora vencedor. Y sin duda, en la visión ideal de lo futuro, el mariscal Pétain vislumbraba que en la posible cooperación de Francia con Alemania podía estar la salvación de una Europa en ruinas y con ella de un mundo desquiciado. Pero a esta visión ideal se sobreponía en lo humano el sentimiento patriótico, aguzado por la sangrante herida. Hitler deseaba, buscaba la cooperación con Francia; desde el principio de la guerra se advirtió ese deseo; conseguido el armisticio, no quiso ensañarse con ella; pero también lo humano se sobrepuso: era mucho pedir que un pueblo vencido abriera sus brazos al vencedor en plena humillación de su derrota. Para conseguirlo hubiera sido preciso que alguien se olvidara de lo humano por lo divino. A Hitler le faltó el aliento de la divinidad; pudo acercarse a Dios y se contentó con ser hombre. Si con magnanimidad sobrehumana hubiera sido generosa del todo, si sus Ejércitos hubieran salido de Francia dejándola libre de regir sus destinos, sin otra condición que la de no volver a combatir si la guerra con Inglaterra y los Estados Unidos persistía, los franceses, por compromiso de honor, se hubieran visto obligados a cumplir lo pactado. Y, ¿quién sabe?, si en esa marginalidad, aun sin proponérselo, no hubiera hallado el maquiavelismo la mayor satisfacción a sus propósitos. Abandonada Francia a su propio gobierno, ella sola se hubiera bastado para destruirse y Hitler hubiera parecido siempre generoso y magnánimo. El mariscal Pétain, ¿qué podía hacer? ¿Quién podrá culparle de antipatriotismo?
No es intromisión en asuntos particulares de Francia, ni a Francia deben extrañarle las intromisiones. ¿No habrá una voz autorizada, jefe de Estado o padre de la Cristiandad, una voz siquiera que pida el indulto, la libertad del mariscal Pétain? Francia es la primera que debe agradecerlo. Cuando la historia pueda recobrar su majestuosa serenidad, cuando hable sin pasión y sin rencores, no creo que sea una página gloriosa en la Historia de Francia la condena al mariscal Pétain, el haber permitido que sean las puertas de una prisión las que se abran para dar paso a la Eternidad al defensor de Verdún, al glorioso anciano de limpia historia, de acendrado y doloroso patriotismo.
Yo no sé lo que podrá parecer este artículo a los lectores. Yo sé que obedece a una verdadera obsesión que ha llegado a inquietar mis sueños. Si alguna vez he podido creer que escribía al dictado, nunca como en esta ocasión. Sea ésta mi disculpa. Si al dictado lo hubiera escrito, no hay duda para mí de que el dictado llega de muy alto: de donde la Justicia no se confunde con la venganza y la Clemencia está más alta que la Justicia.
Conforme y firmo,
Jacinto Benavente.
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Artículo publicado en el diario ABC el 28 de noviembre de 1947


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