No llegué a conocer el Kwai, aquel bar de Fernando VI donde grabaron videoclips Siniestro Total y Os Resentidos y en el que dicen que paraba Buero Vallejo a tomar un piscolabis cuando salía de cobrar sus derechos en el Palacio de Longoria. Lo regentaba Constante, un asturiano del occidente que pertenecía a esa estirpe de camareros que, como Casto el del Palentino, devienen en institución y al que hicieron célebre su mal humor y sus pechugas, unos combinados de la casa tan generosos en alcohol barato como escasos de refresco. La periodista Irene Alonso, que frecuentó el negocio, me cuenta que cerró cuando iba mediada la primera década del siglo y que Constante, mimetizado hasta el alma con la causa que él mismo había levantado, sólo llegó a sobrevivirlo un año. Por las fechas compruebo que aún estaba abierto el Kwai las primeras veces que vine yo por la ciudad y me entretenía persiguiendo por sus calles el rastro de ciertas mitomanías, pero ni nadie me llevó hasta él ni tuve las mañas suficientes para localizarlo en aquellos tiempos en los que los teléfonos móviles no venían equipados con mapas ni buscadores, las redes todavía no eran lo que son y para ciertas indagaciones tenía uno que conseguir primero una guía telefónica y después armarse de paciencia para navegar por el orden alfabético hasta averiguar, y no siempre se lograba, por qué inicial habría decidido el titular dar cuenta de sus señas. Tampoco estoy seguro de que tuviese yo noticias del Kwai por aquel entonces. Fue uno de esos establecimientos que, al modo y manera del Rock Ola de Padre Xifré o el Elígeme de San Vicente Ferrer, tomaron el pulso de una época y se ofrecieron como emblemas de una ciudad que cada vez se parece menos a la que una vez pretendió ser, pero a diferencia de aquéllos el de Constante era un refugio casi clandestino, una cueva para iniciados que huía de los focos y se mantenía en segundo o tercer plano, agazapado en la trastienda de unas noches que comenzaban o terminaban al pie de su barra, pero cuyos nudos gordianos se dirimían en otras latitudes.
El caso es que, sin haber estado yo allí nunca, me acordé del Kwai cuando murió Xuan Bello porque una vez leí en un artículo de Julio Llamazares que Constante había colgado en una de las paredes del bar una fotografía de gran formato del puente de Brooklyn a cuyo pie se leía la inscripción Vista parcial de Cangas del Narcea. Imagino que los parroquianos se tomarían el asunto como una boutade, una pequeña broma que servía de homenaje al lugar en el que había nacido y al que seguramente suponía que ya no iba a volver, pero no estoy tan seguro de que ésa fuera la cuestión. Los asturianos llevamos la patria a cuestas cuando salimos al mundo —entendiendo aquí la patria tal y como la formuló Sancho Panza cuando alcanzó a vislumbrar su pueblo tras su tercera y última salida junto a don Quijote: el reducto ínfimo y familiar del que provenimos, lo que nos conformó en buena medida y lo que en parte nos explica— y, en sentido inverso, nos cargamos el mundo a las espaldas cuando regresamos para plantar en el suelo que nos vio partir las semillas que hemos ido recogiendo en el camino. Por eso creo que Constante, cuando en los ratos perdidos se distraía contemplando aquella estampa neoyorquina, intuía al otro lado del East River la pendiente en curva de la Cuesta de la Vega, el campanario de la colegiata de la Magdalena o los robles de Muniellos, de la misma manera que Xuan era capaz de respirar el aire de las callejuelas del Trastevere en la esquina más insospechada del Oviedo antiguo, hallaba reminiscencias claras del Largo da Portagem de Coímbra en el crepúsculo atisbado desde su jardín de Caces o apreciaba la sombra de los rascacielos de Manhattan sobre el perfil sinuoso y familiar de los montes de Tineo.
Unas horas después de que regresaran sus cenizas a la tierra, cuando ya todo él era memoria, me envió una fotografía al teléfono móvil el escritor Pablo Antón Marín Estrada, uno de los cómplices queridos que he ido haciendo con el paso de la vida. Se veía en ella el nicho en el que habían depositado los restos de nuestro amigo, una pequeña lápida cuadrada que aparecía rodeada de ramos y coronas. «Equí despidimos a Xuan, en San Frichosu. Con tola tristeza y tamién con tola fuerza que nos dexó», me decía en un mensaje. Cuando le respondí que algún día iría por allí, puntualizó: «Nun tien perda. El cementeriu ye piquiñín y seguro que va siguir teniendo flores, que tanto-y gustaben». Iba culminando lentamente el atardecer de aquel jueves de julio y subí a la azotea. Se iba oscureciendo el cielo con parsimonia veraniega. Tenía ante mí las Torres Blancas y el edificio Iberia, y si giraba un poco la cabeza me encontraba con la esbeltez de la Torre Picasso, algunas de las cumbres del complejo Azca y algo más al fondo, casi ocultas entre los edificios, las siluetas de los dos rascacielos inclinados de la Plaza de Castilla. Me quedaba a la espalda la antena del Pirulí elevándose sobre los tejados lejanos de Moratalaz y asomaba por un costado la corona de la Telefónica. Se desplegaba ante mis pies Madrid, expansiva e inabarcable, pero lo que acertaban a contemplar mis ojos medio comidos por las lágrimas era una entristecida vista parcial de Paniceiros.


…yo sí que recuerdo el Kwai, las pechugas de Constante, la barra de madera empapada y la foto de Clin Eastwood con su poncho.
A mis amigos y a mí nos dio mucha tristeza su cierre, no así las resacas de su garrafón. Tiempo después, en ese lugar pusieron una tienda, de ropa creo recordar y, en el interior del local, a la altura original, mantuvieron mientras duro el negocio (poco), las letras rojas del KWAI.