Para mi sobrino Pablo, que ya tiene veintidós años, este cuento que escribí para él en el mismo año en que nació.
***
Tú no sabes lo que es el Imperio Romano. Eres demasiado pequeño para saberlo, pero un día irás al colegio y te lo explicarán. Ahora sólo tienes que imaginar que es un lugar muy grande, un país muy grande compuesto por muchos países.
Hace muchos años, muchos, tantos que para contarlos necesitamos otra palabra, muy seria, “siglos”, hace muchísimos años había un rey muy poderoso, muy valiente y muy triste que se llamaba Constantinón.
No, no te rías. El nombre hoy nos parece gracioso, pero entonces estaba lleno de toda la gloria de su dueño. En el lugar del que te hablo, tan grande, pronunciar el nombre de Constantinón era despertar el respeto y el cariño de todo el mundo. Tú sabes que los nombres no son más que la sombra de los que los llevan. Por eso el nombre de Constantinón era un nombre grande, querido.
Pero a él no le hubiera importado que tú, esta noche, tanto tiempo después, sonrieras al oír su nombre.
Este rey era tan poderoso que no lo llamaban rey. Lo llamaban Emperador, que significa algo así como “el que manda sobre los reyes”. También lo llamaban César, el César, porque tuvo un abuelo muy famoso que tenía ese nombre.
Pero yo no te quiero enseñar, Pablo, nada que no puedas aprender con tus padres o en el colegio. Sólo quiero contarte un cuento.
A casi todo el mundo le gustaría ser Emperador, porque a casi todo el mundo le gusta decir “haz esto” o “haz lo otro”. Pero a Constantinón no le gustaba.
Nuestro Emperador no quería ser Emperador, pero tenía que serlo. Lo habían elegido porque gente muy sabia había pensado que era el mejor, y él no podía decirles que no a gente tan sabia. Los más sabios en Roma eran los senadores, y Constantinón no podía decir que no a los senadores.
Pero Constantinón no era un hombre triste por eso. Nadie sabía por qué lo era. Un hombre joven, muy joven, y muy guapo, como él, alto y delgado, pero muy fuerte, no tenía por qué estar triste. Tenía todo lo que una persona podía desear, pero él no deseaba “todo lo que una persona podía desear”. Y nadie sabía lo que quería el buen Emperador.
Nadie sabe lo que desea hasta que se lo encuentra, y Constantinón aún no lo había encontrado.
Pero como su pueblo era increíblemente feliz con él, como era justo como el mejor rey, y generoso como el mejor hermano, inteligente y sabio como los que le habían dado el poder cuando casi era un niño… a nadie le importaba mucho que estuviera triste. Además, él intentaba que nadie lo notase, porque no quería que su pueblo se entristeciera por su tristeza.
Un pueblo feliz no se preocupa si su rey es desgraciado, su querido rey, porque le parece imposible tener un rey desgraciado siendo él tan feliz.
Dirás seguramente: “Pues qué bueno Constantinón. Algo malo tendría…” ¿Y te parece poco estar siempre triste?
¿No te parece malo desear lo que parece que nunca va a llegar, y que nadie conoce, algo que quizá no exista? Eso es lo que pensaba el más bueno de los Emperadores romanos, y el más desgraciado también.
Pero tú quieres saber algo más de Constantinón. ¿Cómo era? Tenía una larga barba blanca, gris, y el pelo, peinado hacia delante, como lo llevas tú ahora, después de todo un día de juegos, pero con rizos, lo tenía como cubierto de ceniza. Como esa cosa que algunas veces ves dentro de mi pipa y que cuando la tocas desaparece.
El Emperador era un buen hombre y había sido un gran hombre. Había dirigido los mejores ejércitos del mundo, y luchando sólo contra los que amenazaban la paz de su pueblo, como tú te enfadarías si alguien quisiera hacer daño a mamá o a papá. Pero tampoco en esto era un Emperador normal.
En aquella época vestía una armadura plateada que todos admiraban. ¿Sabes lo que es admirar? Admirar es cuando uno disfruta lo que otro tiene, porque es bueno, valioso o bonito, y no quiere quitárselo. Le es suficiente con mirarlo, admirarlo.
Se puede admirar muchas cosas, no sólo un juguete, una bicicleta, un coche. También se puede admirar una forma de hablar, un comportamiento… Pero eso te lo dejo para que te lo explique tu padre.
Ya te he dicho, Pablo, que yo no te quiero enseñar nada. Sólo quiero contarte un cuento.
Hay un detalle de la historia que seguro que te gusta más. Constantinón montaba un precioso caballo blanco, con la crin dorada y el pelo suave y fuerte, que son los caballos que aparecen en los cuentos. Su casco brillaba al sol, era otro sol, y la capa roja que le colgaba de los hombros bailaba al viento y parecía volar sobre la hierba gastada de los caminos.
Cuando sus soldados lo veían aparecer en el campo de batalla levantaban bien altas las cabezas, orgullosos y felices, y empuñaban con fuerza sus espadas, sus lanzas, sus escudos. Aunque sabían que no las iban a utilizar porque el Emperador tenía el poder de apaciguar a los ejércitos enemigos. ¿Y cómo hacía esto el Emperador? Es un misterio.
Por entonces sus cabellos eran negros, y el galopar —los caballos galopan cuando caminan rápido, cuando corren— de Estandarte, el caballo blanco con crines doradas, la capa roja, el vuelo del Emperador y sus palabras tranquilas hacían amigos a los enemigos.
Era como un sueño, un magnífico sueño, pero también nos acostumbramos a los sueños y nos parece mentira que en algún momento podamos despertar. Eso es lo que le ocurría a Roma, dormida en su sueño.
Así pasaron sus primeros diez años de mandato.
Ya te habrás dado cuenta de que había Emperador pero no había Emperatriz. Muchos romanos se preguntaban si no sería por eso que su Emperador estaba triste, era triste.
Pero un día llegaron extrañas noticias a palacio. Roma, el centro del Imperio, la ciudad más importante, la capital, estaba en peligro. Y no lo estaba como otras veces. Lejos, muy lejos, tan lejos que el viaje era largo y había que hacerlo a través de la nieve, los ríos y los senderos de enormes piedras y altísimas montañas, habían aparecido unos nuevos enemigos.
Constantinón, como siempre hacía, mandó preparar a su ejército. Estandarte estaba dispuesto a las pocas horas, y el Emperador ya vestía su armadura plateada, el casco brillante de mechón verde, la capa roja que vuela como los pájaros, bailando el viento.
Días, semanas y meses duró el lento viaje hasta las lejanas tierras. Y llegaron a un campo verde, entre bosques, con un río que bajaba como enfadado. Allí estaba el ejército enemigo, una gran sombra marrón, y al fondo un bosque enorme de altos árboles. Miles de guerreros alzando sus armas y vociferando raras lenguas contra el poder de los romanos.
El Emperador salió al campo de batalla, Estandarte limpio y esplendoroso como no lo estuvo nunca. Sus soldados, miles de soldados, que habían caminado detrás de él todo el viaje a través de ríos, nieves, montañas y piedras, levantaron la cabeza y empuñaron poderosamente sus armas.
El ejército de Constantinón permanecía quieto, como siempre antes de las batallas que nunca llegaban a empezar. Pero los soldados no tenían la confianza de otras veces. Tampoco Constantinon.
Recuerda, Pablo, que nadie habla de este Emperador porque él prefirió vivir en los cuentos de los niños y no en la Historia de los hombres.
La armadura de plata, casco brillante, el mechón verde en lo más alto de su figura, y la capa roja, la que baila el viento, y Estandarte veloz, nuestro caballo, ya se andaban hacia los enemigos. ¿Verdad que lo ves?
Tienes que pensar que Constantinón estaba muy solo en esos momentos, más solo de lo que lo estuvo nadie en el mundo. Por eso te he dicho que era un hombre muy valiente.
Y mira lo que quedaba a las espaldas del buen Estandarte, volando por la hierba verde, hacia el enemigo. Era el ejército romano, invencible, la cabeza bien alta todos los soldados, empuñando las armas bien fuerte, pero deseando guardarlas en el baúl de sus antepasados.
El ejército romano viendo volar la sombra de luz de plata, verde y roja, entre la hierba del Norte.
Fue a hablar Constantinón. Levantó una mano, pacífico. No le dejaron pronunciar ni la primera palabra. Las pieles oscuras se lanzaron contra él, las espadas quisieron entrar en la piel de Estandarte, en la plata de la armadura de Constantinón.
El Emperador no llevaba ni espada ni lanza. Ni siquiera escudo. Sólo su armadura de plata, el casco brillante y la espesa pluma verde, la capa roja que baila el viento. El Emperador sólo tenía a Estandarte, su fiel caballo, que incluso entonces destacaba como un tesoro en el campo de batalla.
Se removió, dio unas vueltas, se levantó, encabritado, como la cabeza de los soldados, el noble caballo. ¡Cómo relucía su dorada crin, su blanco cuerpo, sus músculos de caballo veloz y noble!
Las tropas romanas despertaron, los cuerpos hacia delante. Pobres soldados. Tenían miedo. Pobre Emperador, solo. Pobre Estandarte, el veloz y noble caballo.
Los soldados de Constantinón, miles de soldados, corrieron hacia el ejército enemigo. Espadas y escudos.
Estandarte seguía saltando, derecha e izquierda, y Constantinón apenas se sostenía sobre la silla de montar.
Pero no temas. No perdió la vida un solo hombre en aquella batalla. Estandarte consiguió vencer a todos los demás caballos, a todos los guerreros enemigos, con la fuerza de sus músculos.
Su galopar esquivaba a todos los enemigos, y su velocidad era vertiginosa. Era tan rápido y brioso que parecía un millar de caballos moviéndose al mismo tiempo. Tenías que verlo.
Pero ya sé que lo estás viendo, querido Pablo.
Salvó la vida de su amo. El casco brillante del Emperador, el que protegía sus negros cabellos, descansaba sobre las doradas crines de Estandarte. Constantinón estaba como dormido sobre Estandarte, el cuerpo como olvidado sobre el lomo y la cabeza del valiente caballo.
El Ejército romano se retiró en seguida. Todos entendían lo que había ocurrido. Por eso no hubo ninguna muerte en aquel campo de batalla. Pero Roma ya no era invencible, y el poder valiente y triste de Constantinón se había evaporado.
Cuando le retiraron el casco aparecieron sus cabellos de ceniza. Tenía la cara muy blanca. Y cuando la armadura dio paso a la tela de su traje, y la tela a la piel, sus generales se asombraron de cómo había envejecido el bravo Emperador.
Fue entonces cuando le creció la barba. Ya comenzó a crecerle gris, del mismo tono ceniciento de su pelo. Unos pocos días fueron para Constantinón muchos años, como si tú cumplieras todos los años de tus abuelos en una semana, en unos segundos.
Pobre Constantinón, el más valiente, el más bueno y el más triste. Ya se terminó la armadura de plata, el casco reluciente, la capa roja que baila el viento, el mechón verde en lo alto de su cabeza. Y Estandarte volando por todos los rincones del Imperio.
Ya no quedaba nada de eso. Sólo un hombre triste, más triste que nunca, un hombre joven que parecía un viejo, y un Imperio que vivía al mismo ritmo que su Emperador. Sin embargo no hemos recordado esta historia durante casi dos mil años por ser triste. Es una historia alegre. Pero para que algo sea alegre antes tiene que haber sido triste, al menos un poco triste.
Algunos cuentos, Pablo, tienen varios finales, y éste no es el verdadero final de nuestra historia.
El Emperador se encerró en su palacio. No salía para nada. No había fiestas públicas en Roma. Sus habitantes guardaban el luto de su señor.
Nubes negras se paseaban por la que siempre había sido la ciudad de la luz. No había caza ni bailes, y el Emperador olvidó dónde habían guardado su armadura de plata y su casco brillante. La capa roja reposó en un oscuro baúl. Estandarte sólo cabalgaba en los patios, y sus ejercicios sólo los dirigían los capitanes del Emperador.
Éste es el primer final de nuestro cuento, Pablo. Esta noche ya es muy tarde, pero mañana te contaré el resto de la historia. No temas por Constantinón, ni por Estandarte, ni por el pueblo de Roma que vivía sin saber qué le dolía a su Emperador.
Todos pensaban que era la derrota de aquella batalla, aunque nadie la perdió ni la ganó en realidad. Pero Constantinón seguía siendo un Emperador triste, ahora mucho más triste. Dejémoslo esta noche con su tristeza. Tú sabes, Pablo, que la tristeza suele ser lo que viene antes de la alegría. Ya te lo dije antes. Duerme tranquilo y sueña con Estandarte volando por la verde hierba, con una capa roja al viento, una armadura de plata y un casco con plumas verdes en lo más alto.
Cierra los ojos y duerme ligero como tu querido caballo. Llévate la imagen de Estandarte y espera con él a que regrese su amigo. Mañana amanecerá otro día, con una nueva luz.
2
Por fin ha llegado el momento que esperabas. Tienes los ojos abiertos, pero pronto te quedarás dormido. Sé que me escuchas, aunque parezca que no me entiendes. Los niños muy pequeños como tú tienen una manera muy curiosa de entender. A Constantinón le hubiera gustado conocerte, Pablo.
Pero yo debo seguir con mi cuento. Para eso estamos aquí. Espero que mis palabras te lleguen claras a lo más profundo de tu cuna. Ya te estoy viendo sonreír.
Un día amaneció especialmente despejado, brillante, con un sol que parecía de aquellos lejanos tiempos en que el Imperio Romano era feliz porque su soberano también lo era. Pero Roma estaba inquieta. Aquel día el Emperador debía recibir a los embajadores de los países del Norte, los bárbaros (los romanos, Pablo, llamaban bárbaros a los extranjeros), los más peligrosos, a los que más temían. Una de esas tribus fue la que hizo caer en desgracia al pobre Constantinón.
Sin embargo, una luz llena de fuerza y salud recorría todas las calles de Roma, bañando los muros, las fuentes, las escalinatas, los edificios públicos, las plazas y los jardines.
En un día así no se podían recibir malas noticias. Pero Constantinón sí las esperaba, como las llevaba esperando desde hacía seis años, cuando sus enemigos no respetaron su señal de paz en las lejanas tierras del Norte.
En su palacio él también se preparaba para recibir a los enviados de aquellas tribus. A primera hora había mandado llamar a su barbero, que no sabía qué hacer con los cabellos y la barba cenicientas de su señor. Llevaba el pelo largo, hasta los hombros, y la barba aún más larga, hasta la cintura.
El barbero ignoraba para qué le seguía llamando el Emperador. Un día, atrevido, se lo preguntó:
—Señor, ¿por qué insistís en que siga viniendo si luego no me dejáis tocaros ni el cabello ni la barba?
—Por no perder las costumbres, mi buen Marco. Por no perder las costumbres.
Aunque te parezca incomprensible, Pablo, un Emperador no podía dejar de recibir a su barbero por lo menos una vez cada quince días. El pueblo hubiera murmurado. El pueblo, al final, se enteraba de todo.
Sin embargo, el mismo barbero se había dado cuenta de que el Emperador estaba un poco menos triste aquel día, aunque siguiera estando triste. Pudo verlo en su trono recibiendo a los embajadores. Lo hacía con menos indiferencia que otras veces, aunque aparentemente no existía ninguna razón para ello.
Las delegaciones de las tribus del Norte llegaban con sus trajes toscos que chocaban con los de los romanos y romanas, sus barbas y cabellos largos, casi tan largos como los del Emperador pero peor aseados. Traían mensajes de paz, pero también peticiones y condiciones para que esa paz fuera duradera: mayor libertad en las fronteras, intercambios comerciales…
El Emperador miraba con curiosidad a aquellas gentes que hace años, muchos años, le derrotaron, sin derrotarle, por primera vez. Los miraba sin ningún odio. Simplemente como extrañado, como si nunca hubieran sido sus enemigos, pero tampoco sus amigos. Como si se hubieran presentado en su palacio sin nada que los presentara, ni bueno ni malo.
Sí, el Emperador los miraba con curiosidad, una curiosidad que no había mostrado por nada ni nadie en los últimos años, y habían sucedido cosas extraordinarias en este tiempo, por ejemplo algunas personas extraordinarias le habían ido a ver.
Pero había alguien que le miraba con una curiosidad aún mayor. Entre los cientos de personas que se reunían aquella mañana en el gran salón de recepciones del palacio imperial, había una joven que no perdía ni un segundo los gestos de Constantinón. Como si toda su vida la hubiera dedicado a estudiar esos gestos y ahora tuviera la oportunidad de contemplarlos cara a cara.
No ocupaba un lugar destacado en la comitiva de las tribus. No iba a ser la encargada de hablar al Emperador. Tampoco le entregaría los regalos de su pueblo, ni formaría parte del grupo de danzantes que bailaría para el Emperador.
Estaba oculta entre muchos otros, y su aspecto, en lo referente a la limpieza, no era mejor que el de sus compañeros. Salvo el embajador y los danzantes, ninguno de los representantes de las tribus había aceptado el ofrecimiento romano de visitar las termas, gozar del agua, fría, templada y caliente, lavar sus cuerpos y relajar su espíritu antes de la recepción.
Por eso Roelia, que así se llamaba (un nombre hoy desconocido), no destacaba de ninguna manera. Pero ella, como habrás adivinado, era el motivo por el que Constantinón, aquella mañana, estaba más contento de lo habitual. Si el Emperador triste estaba menos triste, mucho menos triste, era por ella. Naturalmente ni él ni ella lo sabían todavía.
Es cierto que Roelia, hija del jefe más poderoso de las tribus del Norte, le había pedido con insistencia a su padre acompañar personalmente a la comitiva. Es cierto que Roelia, que era muy niña cuando sucedió esa batalla tan desgraciada que ya conoces, se había interesado tanto por los romanos que su misma familia llegó a preocuparse.
Durante mucho tiempo Roelia no quiso otra cosa que visitar Roma y conocer a su Emperador. Pero no quería hacerlo como la hija de un jefe, sino como una más de las personas que estuvieran presentes en el momento de formar una nueva alianza, la esperada alianza entre las tribus del Norte y Roma.
Ahora, en este momento que tú puedes ver con tanta claridad, Roelia no deja de mirar los ojos brillantes de Constantinon, y hay un instante en que esos ojos cansados y tristes, el brillo de la tristeza, se cruzan con los de ella y, sin saber muy bien de dónde viene esa fuente de calor, nota cómo sus miembros rejuvenecen y la barba y los cabellos, blancos como la ceniza de mi pipa, ya no le pesan.
Estaba alegre Constantinón. Ignoraba por completo el motivo, sí, pero le daba igual, no se lo preguntaba.
Sus súbditos miraban asombrados cómo bromeaba con el embajador extranjero, un hombre que representaba a un pueblo entre amigo y enemigo. El Emperador felicitaba con energía, entre bromas, los bailes de los danzantes.
Era una personalidad nueva. ¿Nueva? No, en realidad no lo era. Ésa era su verdadera personalidad, pero algo había impedido a Constantinón mostrarse como era. Tú lo sabes de sobra, Pablo: ya sólo quedaba que el Emperador se encontrara con aquella joven que durante tantos años lo había buscado. Él también la había buscado, incluso antes de que ella hubiera nacido.
Pronto pensarían cuánto se necesitaban el uno del otro, convencidos de que cada uno de ellos necesitaba más al otro. Pero era falso. Los dos habían nacido como un mismo todo, y habían esperado muchos años para encontrarse y descubrir qué era lo que perseguían.
La curiosidad de ella, que parecía cultural, política, o simple curiosidad, era algo más importante, más complicado, aunque no por eso dejaba de incluir lo otro. La tristeza del Emperador significaba la manifestación más clara de esa misma falta. La falta de Roelia precisamente.
Nadie podía imaginar que de aquel combate en el que Constantinón salvó la vida, porque allí estaba su caballo, el gran Estandarte, y porque no podía perderla en ese lugar… de aquel combate surgiría, de algún modo, la mujer que borrara su tristeza.
El pueblo, después de tanto tiempo acostumbrado a la pena de su señor, no sabía cómo reaccionar. ¿Se había vuelto loco Constantinón? No, no se había vuelto loco. Estaba enamorado. Siempre lo había estado, y por eso, lejos de su amada, había vivido tan triste todos estos años. La pena, querido Pablo, que da la derrota del amor cuando se sabe lejano.
El pueblo, en el fondo, no se sorprendió cuando de entre la multitud de espectadores de la danza, apareció la joven de cabellos negros, la ropa raída de distantes viajes, apartó con ligeros y suaves gestos a sus embajadores, se enfrentó al Emperador, lo miró a los ojos, valientes, dulces ojos, y se le quedó mirando durante un tiempo que, excepto a ellos dos, les pareció a todos una eternidad.
Y no es necesario contarte, querido Pablo, cómo termina esta historia. Constantinón y Roelia vivieron y viajaron felices por las tierras del Imperio, y aún otras, desconocidas, que todavía no conocían ese amor capaz de borrar todas las fronteras del sufrimiento y del tiempo. Y los cabellos del Emperador nunca más volvieron a ser cenicientos, del color que ves dentro de mi pipa cuando me asomo a tu cuna, ni dejó que la barba le volviera a crecer más allá de lo permitido por Roelia.
Roma volvió a tener sus costumbres de siempre, ahora bañadas por el inmenso amor que se tenían el Emperador del Sur y la princesa del Norte, porque también en el Norte, donde las bárbaras tribus, hay princesas, Pablo.
Y el barbero personal, el simpático peluquero, volvió a tener trabajo en palacio, y acompañó a los emperadores en casi todos sus viajes.
Y lo más importante, querido Pablo, para que veas que esta historia que olvidó el papel, no se olvida al llegar a tus oídos de lo más importante: Estandarte, tu querido caballo, ya mayor, pero no viejo, tuvo de nuevo quien lo montara. Pero esta vez no uno, sino dos, dos jinetes, un jinete y una amazona, volaban sobre su lomo por encima de la gastada hierba del Imperio, persiguiendo los más bellos lugares de la Tierra.
Y el Emperador ya vestía otra vez su armadura plateada, el casco brillante de mechón verde, la capa roja que vuela como los pájaros, bailando al viento.
Algún día, dentro de muchos años, me recordarás esta historia, querido Pablo.


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