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Dandy de noche, basurero de día

Dandy de noche, basurero de día

En 1824, en el último baile de la Ópera, varias máscaras se quedaron impresionadas ante la belleza de un joven que se paseaba por los pasillos y por el vestíbulo, con el semblante de quien busca a una mujer a la que circunstancias imprevistas han retenido en casa. […] El joven dandy estaba tan absorto en su inquieta búsqueda que no se daba cuenta de su éxito. 

Honoré de Balzac, Esplendores y miserias de las cortesanas

Muchos niños aspiran a ser futbolistas o astronautas. Yo soñaba con ser basurero. Me fascinaba el camión de la basura y el ruido que hacía al volcar en su interior los contenedores. Ser basurero, pensaba, era una profesión de lo más chic.

Tan ferviente era mi vocación que, cuando cumplí tres años, mis padres me reservaron para el final de mi día la mayor de las sorpresas: ver de cerca el camión de la basura. Aquella noche bajamos a la calle y nos situamos en primera línea de acera para disfrutar de la Sinfonía de los contenedores, interpretada por la Orquesta Filarmónica de Inmundicias, como si estuviéramos en el Concierto de Año Nuevo de Viena. Solo nos faltó dar palmas al ritmo de la Marcha Radetzky.

Tras la actuación tocaba irse a la cama, pero, como el espectáculo siempre debe continuar, nos dimos cuenta de que nos habíamos olvidado las llaves en casa y hubo que llamar a los bomberos para que entraran por el balcón y nos abrieran desde dentro. Fue el mejor cumpleaños de mi vida.

Esta afición basurienta de la infancia hizo que, varias décadas después, me interesara por una noticia en la que se informaba de que, en el barrio madrileño de Usera, para combatir el abandono de residuos en la vía pública, el Ayuntamiento había colocado un cartel explicativo en chino. En el texto se especificaba que era la primera vez que se usaba este idioma en la señalización pública, y en la foto salían, posando junto al cartel, tres concejales acompañados de varios representantes de la comunidad china. Parecían muy contentos estos chinos de que el Ayuntamiento les hubiese puesto un cartel en el que les decía, en chino, que o tiraban la basura al puto contenedor o les iba a poner un multazo.

"Para un devoto de Alberto Olmos, visitar Usera es como visitar Praga para un admirador de Kafka"

Como el sistema universitario incita a sus miembros a hacer publicaciones, se me ocurrió escribir un artículo académico recabando las opiniones de los vecinos de Usera sobre ese cartel público escrito en una lengua no oficial, como se ha hecho en otros estudios de sociolingüística. Sí, ya sé lo que estáis pensando, pero no me juzguéis con severidad. Solo soy un tipo que intenta sobrevivir. Ya me gustaría que me valoraran estas pajaritas que escribo en Zenda, pero a la Universidad le importa un carajo mi dandismo.

Así pues, aprovechando que tenía que ir a Madrid a la gala de los premios Zenda, incluí una visita a Usera en mi plan de viaje. En los cuatro años en los que había estudiado en la capital, nunca había puesto un pie allí, así que sería interesante descubrir esa zona, pero no tanto por el artículo que acababa de idear, sino porque Usera era el barrio de residencia de uno de mis escritores favoritos, Alberto Olmos, el cual lo había mencionado en varias de sus columnas. Esta circunstancia convertía a Usera en un centro de peregrinación de resonancias míticas. Para un devoto de Alberto Olmos, visitar Usera es como visitar Praga para un admirador de Kafka. A esto se añadía que Alberto Olmos era miembro del jurado de los premios Zenda, por lo que un recorrido por su barrio me brindaba un tema de conversación que me permitiría congraciarme con él en la gala.

Fue el día antes de esta gala, una mañana de enero, cuando salí de mi apartamento lisboeta y me embarqué en una travesía no exenta de peligro, pero que encaraba con el ánimo resuelto y el pulso firme (Si vas a emprender el viaje a Usera, pide que tu camino sea largo, rico en experiencias, en conocimiento).

Llegué al aeropuerto con bastante antelación y, tras pasar el control de seguridad, me tomé un café y un pastel de nata. A continuación, me dirigí al cuarto de baño. Cuando me lavaba las manos, vi en el espejo que un hombre a mi izquierda me estaba mirando. Tardé un par de segundos en reconocerlo y, cuando lo hice, me dio una profunda alegría. Era Carlos J., el dandy principal (y principesco) de Lisboa. “¿Qué hace un dandy como tú en un baño como este?”, le pregunté, y me respondió que se iba al Pitti Uomo, el mayor encuentro de dandys de todo el mundo, que se celebra dos veces al año en Florencia.

"De noche, me retiré temprano. Quería descansar para estar fresco en la gala de los premios Zenda. Además, por la mañana tenía una cita con la historia"

Coincidió que nuestras puertas de embarque eran contiguas, así que nos sentamos y nos pusimos a hablar de lo que hablamos los dandys cuando nos encontramos en los aeropuertos: de nuestras mierdas. Él me contó que se había hecho un traje de rayas con chaqueta cruzada 4×2 y pantalones con boca de 22 centímetros, y yo improvisé una oda en endecasílabos blancos a las corbatas confeccionadas en cachemir.

Así de acaramelados estábamos cuando llegó el momento de embarcar. Me despedí entonces con un abrazo de Carlos J. (a partir de ahora, Carlos Pitti Uomo) y nos dirigimos cada uno a nuestro destino: él a Florencia y yo a Usera.

El vuelo transcurrió sin incidencias y aquella misma tarde, en Madrid, tomé café con Miguel Santamarina, que me contó que iba a sacar un libro de efemérides de la Segunda Guerra Mundial. Después lo acompañé al hotel en que se alojaba Fernando Arrabal, Premio Zenda de Honor, por si era necesario brindarle nuestra asistencia durante las entrevistas que le iban a hacer. Lo único que necesitaba Arrabal era una Coca-Cola Zero porque a sus 92 años seguía teniendo energía de sobra para lidiar con cualquier periodista.

De noche, me retiré temprano. Quería descansar para estar fresco en la gala de los premios Zenda. Además, por la mañana tenía una cita con la historia. Había empezado la cuenta atrás para mi asalto a Usera.

Al día siguiente, lo primero que hice al salir del hotel fue ir al barrio de Salamanca a desayunar como un lord. Entré en un bar llamado Jurucha y me pedí un café con leche y un pincho de tortilla. El café me lo sirvieron en taza porque los señores del barrio de Salamanca tienen las manos delicadas y no gustan de quemarse las yemas de los dedos. La tortilla estaba deliciosa, con sabor a confort y a cuenta corriente saneada.

"Yo estaba acostumbrado a ver los contenedores de tres en tres, pero en Usera estaban agrupados de doce en doce"

Tras el desayuno, fui caminando hasta Gran Vía y allí tomé el metro en dirección a Usera. Nada más salir de la estación, comprendí por qué durante los cuatro años en que había vivido en Madrid jamás había visitado ese barrio. Me vi de pronto inmerso en un paisaje postapocalíptico, en un territorio cuya única ley era el sálvese quien pueda. En cualquier momento pasaría un padre con su hijo arrastrando un carrito (los protagonistas de La carretera, de Cormac McCarthy). Tuve una sensación de extrañamiento, como si durante mi viaje en el metro se hubiese producido una grieta en el espacio-tiempo. ¿Estaba en Madrid en 2025 o en Sarajevo en 1992? Luego es verdad que Usera mejora, pero la salida del metro acojona.

Lo primero que me llamó la atención, una vez pasado el shock inicial, fue la cantidad de contenedores que había. Yo estaba acostumbrado a ver los contenedores de tres en tres, pero en Usera estaban agrupados de doce en doce. Realmente impresiona ver tanta basura junta, y no creo que se le esté sacando el suficiente partido. El Ayuntamiento debería usarla como reclamo turístico: “La basura en Usera is different.

Me había marcado en Google Maps los once puntos, repartidos por toda Usera, en los que, según la noticia, el Ayuntamiento había colocado un cartel (siempre, naturalmente, junto a unos contenedores) así que me dirigí al punto que me pillaba más cercano. Al llegar, vi que no había ningún cartel en chino, sino únicamente en español. Busqué y rebusqué entre la hilera de contenedores, pero ni rastro del cartel. Aquí me empecé a mosquear, pero no desistí de mi empeño.

Lo que siguió fue una larga marcha por las calles desiertas de Usera (¿dónde estaba la gente?), con un frío del carajo, para comprobar, en cada punto al que llegaba, que no había ningún puñetero cartel en chino. Curiosa forma esta de viajar. Uno puede recorrer Lisboa visitando sus miradores o Usera visitando sus contenedores.

"Había algo épico en mi misión y, al transitar la geografía de Usera en busca de aquel cartel, me sentí como un héroe de novela"

Estaba tiritando y al borde del desfallecimiento cuando un oasis emergió para ofrecer reposo al peregrino. Era la biblioteca José Hierro, que me impresionó por sus instalaciones, y esta vez fue para bien. Me senté en un sillón del vestíbulo y permanecí allí el tiempo suficiente para recuperar el calor.  Debía, no obstante, cumplir con mi cometido sin ceder al desaliento, así que a los pocos minutos me puse de nuevo en pie y me encaminé a los dos puntos que faltaban con el firme propósito de vencer o morir.

Había algo épico en mi misión y, al transitar la geografía de Usera en busca de aquel cartel, me sentí como un héroe de novela. En concreto, me sentí como el protagonista de Tiempo de silencio, de Luis Martín Santos, cuando acude a un poblado chabolista de Madrid para comprar unos ratones que le permitan realizar sus investigaciones. Tantas décadas después, la ciencia en este rincón de Europa seguía exactamente igual.

Fue en el último punto del recorrido, junto a sus doce contenedores de rigor, donde localicé el ansiado cartel con caracteres chinos. No fue mayor la alegría de la tripulación de la Pinta, cuando Rodrigo de Triana gritó “¡Tierra a la vista!” un día de 1492, que la que yo sentí al atisbar aquel maldito cartel. ¡CARTEL A LA VISTA!

Ahora que lo tenía localizado, faltaba lo más difícil: preguntar a la gente qué opinaba de él. Pero antes, dado que iba a pasarme como mínimo un par de horas a la intemperie, pensé que sería oportuno tomar algo, así que me puse a buscar un bar por los alrededores. Para mi desdicha, pronto me di cuenta de que era más difícil encontrar un bar en Usera que un cartel en chino.

Tras mucho callejear, ya estaba a punto de desistir cuando, entre la grisura de Usera, divisé unos colores vivos que refulgían en la lejanía. Me aproximé para ver qué demonios era aquello y me topé con unos banderones de España y un sinfín de imágenes de Franco. Era un bar, o eso parecía, llamado Una, grande y libre. Más abajo, en letras más pequeñas, aparecía escrito: Casa Chen.

"No había un solo centímetro cuadrado de las paredes que no se hubiese cubierto con imágenes de Franco, emblemas de Falange y banderas con el águila"

Tras un instante de estupor, me emocioné porque recordé que de aquel bar había hablado Alberto Olmos en una de sus columnas más celebradas. El local lo regentaba un chino facha y era conocido como “el bar más franquista de España”. En su columna, Alberto Olmos explicaba que él, como muchos vecinos de Usera, había estado en ese bar varias veces, no por afinidad ideológica (como es evidente), sino tan solo porque era el único que estaba abierto. Este simple hecho elevaba Una, grande y libre de “el bar más franquista de España” a “el bar en el que estuvo Alberto Olmos”, y lo situaba en la élite de los cafés literarios, al nivel del Café de Flore y Les Deux Magots, en el barrio parisino de Saint-Germain-des-Prés.

Ya me disponía a entrar en el bar cuando me entró una duda. Era tal la cantidad de figuras y de banderas que se veía en el interior que me pregunté si aquello no sería más bien una tienda de parafernalia militar. Pero no, entre tanto chisme se distinguían una barra y varias mesas. Tenía que ser un bar, y ahí me metí. Al ingresar en aquel templo de la literatura, me sentí como Francisco Umbral la noche que entró por primera vez al Café Gijón.

En Una, grande y libre, la saturación visual provocaba mareo. No había un solo centímetro cuadrado de las paredes que no se hubiese cubierto con imágenes de Franco, emblemas de Falange y banderas con el águila. Todas las mesas tenían un rostro gigante de Franco a todo color. Las botellas de vino también llevaban a Franco en la etiqueta. Era imposible pensar en nada que no fuese Franco porque toda la decoración del local te gritaba sin cesar: “¡Franco, Franco, Franco!”. Solo faltaba una figura de Franco alzando y bajando el brazo como un gato chino.

Estaba yo pasmado ante aquel despropósito cuando salió el camarero de la cocina y me saludó. Era sudamericano. Un sudamericano trabajando para un chino en el bar más franquista de España. Era todo tan absurdo que me dio un ataque de risa. Me entró tal flojera que a punto estuve de caerme de culo, pero me senté a tiempo en un sillón situado junto a la barra. Era un sillón forrado con la bandera de España.

El camarero esperó a que se me pasara la risa con un gesto resignado que parecía decir: “Ya sé lo que estás pensando, cabronazo, pero no me juzgues con severidad. Solo soy un tipo que intenta sobrevivir”. Cuando recuperé la compostura, le eché un vistazo a la carta y vi que tenían lo mismo que en cualquier otro bar. Me pareció un error de márketing que las patatas bravas no se llamasen patatas rojigualdas, que la ensaladilla rusa no se llamase ensaladilla División Azul y que los huevos estrellados con jamón no fuesen acompañados de la rima “¡Rojos al paredón!”.

"No creo que sea buena idea que te pillen robando nada en el bar más franquista de España"

Al final, para no variar, me pedí un café con leche y un pincho de tortilla. El café me lo sirvieron en vaso porque, a las gentes de Usera, la vida menestral y menesterosa les ha encallecido las manos y les ha mermado la sensibilidad en las yemas de los dedos. La tortilla estaba horrible, con sabor a posguerra y autarquía.

Al darle un sorbo al café, pensé que tal vez en ese mismo vaso había posado sus labios Alberto Olmos. Tal vez incluso, al hacerlo, se le había ocurrido el tema para una de sus columnas. De pronto contemplé aquel vaso como si fuese el Santo Grial y sentí la tentación de robarlo para levantarle un altar junto al retrato de García Márquez que reposa desde hace veinticinco años en mi mesita de noche. Pero, tras pensarlo un poco, desistí de mi propósito. No creo que sea buena idea que te pillen robando nada en el bar más franquista de España. Pagué, pues, la cuenta y abandoné el local para comenzar mi investigación.

Me aposté junto al cartel en chino y aguardé a que pasara la gente para pedirle su parecer. Pensé entonces en mis padres el día en que enviaron a su hijo a la universidad con la esperanza de que se labrase un porvenir. Ahí estaba el resultado: tanto estudiar para acabar tirado entre unos contenedores.

Pronto descubrí que recabar opiniones iba a ser mucho más complicado de lo que esperaba porque a mi natural timidez se sumaba el carácter desabrido de los transeúntes. En Usera no existe la figura del flâneur. No hay gente que deambula, como Rousseau, en estado contemplativo y que al llegar a casa escribe Las ensoñaciones del paseante solitario. La gente en Usera no camina por gusto, sino por cumplir un afán: recoger a los niños del colegio, comprar tornillos o tirar la basura. Y lo último que quiere esa gente es que venga nadie a molestarle para preguntarle lo que sea. De hecho, muy pocos llegaron a saber cuál era mi intención porque casi todos, nada más abrir la boca, me ahuyentaban con malos modos, no fuera a intentar venderles algo o afiliarlos a una ONG. Me dolió aquel desdén a mi persona, y a más de uno estuve a punto de soltarle:

— Disculpe, caballero, ¿no sabe usted que estoy invitado a la gala de los premios Zenda?

De los pocos que accedieron a colaborar, casi nadie se había dado cuenta de que había un cartel en chino en el sitio en el que tiraban cada día la basura. Hubo un chino al que le pregunté qué pensaba del cartel y me respondió en perfecto castellano:

—No sé qué es lo pone. No sé leer en chino.

Traté de no desalentarme por los escasos resultados y seguí preguntando a la gente, pero la gran mayoría, como digo, me repudiaba con grosería. Ya estaba a punto de ciscarme en todo cuando pasó una colombiana bella y risueña (a lo mejor era de otro país, pero decidí que era colombiana) que me esquivó diciendo: “Voy apuradita”. Era una excusa como cualquier otra, pero me la ofreció con una sonrisa hospitalaria que me reconcilió con la vida. “Si encontrase diez justos, salvaría Sodoma”, dijo Jehová a Abraham. Yo salvaría Usera de la destrucción solo por la colombiana que me dijo: “Voy apuradita”.

"Antes de entrar en el metro, contemplé una última vez aquel territorio hostil que se había negado a someterse a mi voluntad (Usera indómita, Usera levantisca, Usera descarriada)"

Continué una hora más en mi puesto con esperanzas renovadas, no solo por la colombiana, sino porque de repente se me ocurrió que tal vez pasara por allí Alberto Olmos. Sería fantástico preguntarle qué opinaba del cartel y registrar para la posteridad su respuesta junto a unos contenedores, al igual que Boswell consignaba las reflexiones del doctor Samuel Johnson en la campiña escocesa. Pero, finalizada la hora, decidí marcharme del lugar. Se me estaban empezando a cortar las manos por el frío, Alberto Olmos no pasaba por allí y de todas formas lo iba a ver en la gala de Zenda. Una gala para la que, por cierto, ya iba siendo hora de prepararse.

Antes de entrar en el metro, contemplé una última vez aquel territorio hostil que se había negado a someterse a mi voluntad (Usera indómita, Usera levantisca, Usera descarriada) y dije, como MacArthur: “Volveré”. 

Al llegar al hotel, me di una ducha y después me entregué a la labor que en el dandy, como en el torero, adquiere un tinte religioso: vestirse para la faena.

Tras la ropa interior, me puse unos calcetines azules acanalados de hilo de Escocia. Tenía otros exactamente iguales en la maleta por si estos tuviesen algún agujero, que un dandy prevenido vale por dos. No tenían agujero. Empezábamos bien.

Me puse después los pantalones del traje, con vuelta de 5 centímetros. La vuelta del pantalón debe tener entidad. No puede ser una vuelta acomplejada, insegura de sí misma, que pide permiso para existir. Ya está bien de vueltas raquíticas de 2 o 3 centímetros. Las vueltas, como su dueño, tienen que pisar fuerte y afirmarse. Haceos las vueltas de 5 centímetros, maldita sea.

El traje estaba confeccionado en lana de Vitale Barberis. Parecía un simple traje azul como tantos otros, pero tenía un levísimo patrón de Príncipe de Gales que solo se percibía de cerca. Parafraseando el anuncio de una colonia con nombre de dandy, en las distancias cortas es donde un traje de hombre se la juega.

"Llegados a este punto, tocaba esmerarse en el elemento más infravalorado del atuendo de un caballero: el nudo de los cordones"

A continuación, me calcé unos oxford wingtip del color apropiado para ese traje: de nuevo el azul. No entiendo por qué siguen siendo tan predominantes los zapatos negros y por qué hay otros colores (más allá del marrón) que resultan tan difíciles de encontrar. Yo no tengo ningunos zapatos negros y, salvo que algún día me toque vestirme de smoking, no me los pienso comprar. A mí dadme azul, siempre azul.

Llegados a este punto, tocaba esmerarse en el elemento más infravalorado del atuendo de un caballero: el nudo de los cordones. Se habla mucho del nudo de la corbata, y es justo que así sea, pero no deberíamos restar importancia a los cordones. Un mal nudo arruina el mejor de los zapatos, por lo que hay que evitar a toda costa la desgarbada lazada en diagonal y tratar de enderezarla en una primorosa línea horizontal. Para ello basta aplicar un simple truco. No es nada complicado.

—¿Y cuál es ese truco?

—Cuando tengas medio lazo en una mano y vayas a hacer el giro con la otra, en vez de girar en el sentido que te resulta natural, hazlo en la dirección contraria. Cuesta un poco más y tienes que asegurarte de que el nudo no quede flojo, pero verás que el resultado cambia por completo.

—Muchas gracias.

—De nada. Sigo. 

Llegó el turno de la camisa, que siempre me pongo después de los zapatos para que no se me arrugue al atarme los cordones. En esta ocasión, era una camisa blanca de twill con cuello redondo (también llamado “cuello club”, porque se originó en los clubes de estudiantes de Eton College). Siento un gran aprecio por este cuello porque es a la par discreto y atrevido, clásico y vanguardista. 

Me coloqué la corbata y me dispuse a hacer el nudo con el cuello de la camisa ya bajado. No me gusta que el espejo me devuelva la imagen ridícula del hombre que pugna por bajarse el cuello tras anudarse la corbata. Lo único que se consigue de esta forma es estropear el cuello y descolocar el nudo.

La corbata era azul, con un coqueto diseño de flores de hojas blancas y pétalos magentas y rosas, y la había adquirido al estilo Pretty Woman, emulando la escena en la que Julia Roberts le compra al vendedor la corbata que lleva puesta. Concretamente, el vendedor que la llevaba puesta era Carlos Pitti Uomo.

—¿Tienes más corbatas como esa que llevas?

—No, esta era la última.

—Pues me la vas a tener que vender.

—¡Ja ja!

Sí, mucho ja ja, pero insistí e insistí y hoy la corbata está en mi poder, Carlos Pitti Uomo.

"Era un chaleco rojo cruzado, con botones forrados, por el que había pagado una cantidad inmoral de dinero"

Al hacerme el nudo, recordé que esa era la corbata favorita de mi exnovia, que me había dejado unos meses antes, y la eché de menos. También pensé que su padre era precisamente basurero y que me habría encantado compartir esta historia con ella al volver a Lisboa. Yo creo que ahora escribo con más frecuencia en Zenda porque al llegar a casa no tengo a nadie con quien hablar.

Me sujeté una cadenita a los dos botones entre los que estaba situado el pasantino de la corbata, para evitar que se desplazara a un lado. Siempre es útil este accesorio, pero más aún si se usa chaleco, como pensaba hacer yo. Y no se trataba de un chaleco cualquiera.

Era un chaleco rojo cruzado, con botones forrados, por el que había pagado una cantidad inmoral de dinero. Me lo había hecho a medida en la tienda de Carlos Pitti Uomo, y el día en que fui a probármelo me vi tan majestuoso con él que me sentí intimidado por mi imagen en el espejo.

—Yo no puedo presentarme en clase con este chaleco, Carlos. Incluso para mí lo veo excesivo.

—Pero supongo que en la universidad todos los profesores irán elegantes, ¿no?

Su inocencia me hizo sonreír.

—Es una facultad de Letras, no de Derecho. Ahí el único que lleva corbata soy yo.

—Pues yo creo que sí deberías ponértelo. Te queda muy bien.

Fue entonces cuando oímos, junto al expositor de corbatas, una tos persistente. Era un cliente de rasgos asiáticos.

—¿Te imaginas —bromeó Carlos— que tiene el virus ese?

Y nos reímos, ignorantes de la que se nos venía encima.

Aquel día salí de la tienda con la firme resolución de usar el chaleco en clase. Carlos había pronunciado la frase clave del pensamiento dandy: “Te queda muy bien”. El pensamiento dandy, a diferencia del pensamiento ordinario, evalúa un único parámetro para determinar un modo de obrar. O algo te queda bien o algo te queda mal. Y si te queda bien, te lo pones y punto. Y al que no le guste, que se joda.

Quise evitar, no obstante, que mis alumnos y compañeros sintieran el mismo impacto que había experimentado yo ante el espejo, y proyecté para ello una curva de elegancia creciente, a lo largo de varios días, que preparase el terreno para el advenimiento del chaleco. Fui ascendiendo puntualmente esa curva hasta que llegó el momento decisivo: al día siguiente daría el último paso.

"Fue aquel periodo nefando el que le confirió al chaleco un carácter legendario, y por ello, cuando recuperamos la normalidad, nunca me lo puse para ir a clase"

Esa noche dejé todo el atuendo preparado y, antes de irme a la cama, consulté mi teléfono. Vi que me había llegado un email del rector de la universidad y, al abrirlo, me sumí en el desconcierto. El rector anunciaba que, debido a la situación provocada por el covid-19, se suspendían las clases presenciales. Esa decisión fue secundada poco después por el Gobierno de la nación y Portugal entró en su primer confinamiento. Quise creer al principio que sería algo pasajero, que la solución llegaría en poco tiempo, pero iba a pasarme un año y cinco meses sin ver a mi familia.

Hoy miro aquella época y me resulta irreal, como si nunca hubiese existido. Pero existió, y estuvo repleta de angustia, de confusión y de dolor. Y en medio de aquel desastre, en los momentos de mayor pesadumbre, mi único consuelo era contemplar el chaleco que se había quedado colgado en el armario y que algún día habría de estrenar. Sería necesario recuperar mi peso habitual (el estrés nervioso me había dejado en 56 kilos), pero tarde o temprano la pesadilla acabaría y los dandys consumidos por la ansiedad tendríamos una segunda oportunidad sobre la tierra.

Fue aquel periodo nefando el que le confirió al chaleco un carácter legendario, y por ello, cuando recuperamos la normalidad, nunca me lo puse para ir a clase, sino que lo reservé para ocasiones muy especiales. Hasta entonces solo me lo había puesto para la boda de mi amigo Enrique (en la que tuve que pronunciar un discurso). Y ahora me lo ponía por segunda vez para asistir a los premios Zenda.

Tras el chaleco, me coloqué el reloj de pulsera. Era sencillo, barato y supuestamente de mujer (aunque no veo por qué). Nunca he cultivado la afición por los relojes, y de hecho considero que la opción más elegante de todas sería no llevar ninguno, pero me gusta saber en todo momento la hora que es. Me compré, por tanto, un reloj que fuese lo más fino posible para que no obstaculizase el paso de la manga de la camisa. Es antiestético que solo se te vea una manga porque la otra muñeca está cubierta por un relojón con el que te puedes sumergir a 200 metros. ¿Cuándo te vas tú a sumergir a 200 metros, desgraciado? Y si lo haces, ¿te vas a sumergir con traje? 

A pesar de que elegí aquel reloj para que no resultase visible, para mi sorpresa llama bastante la atención y suelo recibir cumplidos por él. Me encanta estar en una mesa en la que todos los hombres exhiben sus relojazos, para ver quién lo tiene más grande, y que el único que alaben las mujeres sea el mío.

"El pañuelo de seda es demasiado brillante y liviano. El de algodón, rígido y apagado. La mezcla de ambos materiales constituye el pañuelo perfecto"

Llevaba las manos desnudas, sin anillos ni pulseras porque, al igual que me sucede con los relojes, no siento el menor interés por las joyas. El oro, la plata, los diamantes… todo eso no vale para nada. El gusto por los metales y las piedras preciosas es propio de sociedades primitivas, de un mundo sin color en el que al ser humano le fascinaba el brillo que emitían ciertos elementos. Tampoco he comprendido nunca a esas señoronas que se ensortijan sin freno. Lo único que consigues con tantos anillos es dirigir la atención a tus manos y poner de relieve cómo se ha ensañado con ellas el paso del tiempo frente al inmarcesible metal.

Una vez colocado el reloj, me puse la chaqueta y procedí a engalanarla con el pañuelo de bolsillo. Era blanco, con los bordes cosidos en cruz en azul marino, y confeccionado en una mezcla de seda y algodón. El pañuelo de seda es demasiado brillante y liviano. El de algodón, rígido y apagado. La mezcla de ambos materiales constituye el pañuelo perfecto.

En todo el atuendo del dandy, nada entraña más dificultad que la colocación del pañuelo de bolsillo, pues no debe parecer un ejercicio de papiroflexia, sino mostrar una actitud despreocupada. Ahora bien, para que esa despreocupación funcione y no desbarate el conjunto, hay que preocuparse mucho. El arte del pañuelo de bolsillo es pura sprezzatura.

A esto se añade que la forma que le demos al pañuelo ha de tener en cuenta un factor esencial: la porción de bolsillo que queda cubierta por la solapa. El pañuelo se exhibe, pues, ocultándose en parte. Por ello aborrezco esos bolsillos que están aislados de la solapa y que, al colocarles un pañuelo, parecen un iceberg que se ha desprendido del casquete polar y que vaga a la deriva. Un iceberg de este tipo solo aboca al naufragio. Para evitarlo, siempre hay que asegurarse de que la solapa tenga una anchura generosa, porque el pañuelo es como vuestros rostros en la pandemia, que requieren que la mascarilla les cubra una parte para parecer hermosos.

—¿Nuestros rostros, cabrón? ¿Y por qué no el tuyo?

—Ahora estamos hablando de vosotros, no de mí.

Me coloqué el pañuelo con un doble pliegue sumamente sencillo pero muy resultón, me miré al espejo y me di el visto bueno.

—¿Y cómo es ese doble pliegue?

—Esto ya no os lo cuento, que se me hace tarde. Con lo del nudo de los cordones, ya tenéis para ir practicando. No queráis abarcar tanto de golpe.

Por último, me perfumé con Bleu de Chanel (azul, siempre azul), me puse una bufanda y un abrigo cruzado, y salí a la calle dispuesto a enamorar a todas las damas casaderas de la corte como si fuese don Juan de Marco. Don Juan de Usera.

Llegué a la Real Fábrica de Tapices poco antes del inicio de la entrega de premios. Ocupé un asiento detrás de Arístides Mínguez, entre Leandro Pérez y mi amiga Ana Velasco Molpeceres (con quien había coincidido en el photocall), y durante un par de horas me recreé en la ceremonia, que fue amenizada con canciones de Loquillo y un monólogo de Leo Harlem. Cuando acabó, se dio paso al cóctel y la gente de la cultura se entregó a lo que mejor se le da: devorar canapés.

Yo no estaba para canapés ni para nada que me apartase de mi principal propósito: conseguir hablar con Alberto Olmos. Era tal la admiración que sentía por él que en la anterior fiesta de Zenda, cuando Miguel Santamarina me lo presentó, me había sonrojado como una doncella recién salida del convento y no había sido capaz de articular una sola palabra. Pero las cosas habían cambiado. Ahora éramos hermanos de armas y nos podíamos tratar de igual a igual. Los dos nos habíamos batido el cobre en las calles de Usera, y de aquella lucha diaria había surgido nuestra mejor literatura. El mundo literario nos despreciaba (“Esos escritores de barrio”, decían), pero ahí estábamos en la gala de los premios Zenda como dos triunfadores: él nada menos que de jurado de los premios, y yo de… de… de lo que fuera.

"Me detuve un instante para recuperar el aliento cuando me dieron dos toquecitos en el hombro. Me giré y me encontré a una dama de una belleza sobrenatural envuelta en un vestido vaporoso"

O en todo caso ahí estaba yo, porque por mucho que lo buscaba, no lograba encontrar a Olmos. Fui abriéndome paso a empujones entre la gente e irrumpiendo en cada corrillo, como cuando Indiana Jones va tras la cesta en la que raptan a Marion en En busca del arca perdida. Pero no había manera de dar con él.

Me detuve un instante para recuperar el aliento cuando me dieron dos toquecitos en el hombro. Me giré y me encontré a una dama de una belleza sobrenatural envuelta en un vestido vaporoso. Me sorprendió que los hombres pasasen por su lado sin pararse a contemplarla, como si nadie más que yo advirtiera su presencia.

—Disculpa —me dijo—, ¿tú eres el caballero de la Orden de Zenda?

—El mismo que viste y calza.

—¿Y has venido a velar por el rey Arturo?

—Así es. En toda fiesta de Zenda cuenta Su Majestad con el valor de mi brazo para que ningún escribidor de aviesa intención lo importune y para que el hábito que porta regrese a su morada tal como de ella salió: sin tacha alguna.

—¡Qué buen vasallo tiene en ti tu señor!

—El mejor de todos, que gustoso por él la vida diera, pues de nada me honro más que de ser su servidor.

—Toma esta bolsa de escudos de plata, que tanta devoción ha de hallar su recompensa.

—¡Me ofendéis, señora!

—Tómala, que bien la necesitas, que el lujo de tus ropajes no me engaña sobre el estado de tu hacienda.

—Bien me conocéis. Acepto, pues, la bolsa, pero sabed que consiente mi pobreza, no mi voluntad.

—Que san Jorge guíe tus pasos, caballero, y ojalá alcances algún día aquel puesto en el Parnaso con el que tanto sueñas.

—Adiós, mi señora. Dios os guarde.

Seguí registrando el local de arriba abajo en pos de Alberto Olmos y, entre tanto ir y venir, saludé a mi queridísimo Jeosm (¡qué alegría me da verlo siempre!), le di un abrazo al prodigioso David Uclés (futuro premio Nobel) y conocí a Juan Carlos Galindo, con quien estuve hablando un rato de pajaritas. Pero Olmos no aparecía. ¿Dónde demonios estaba?

Tomé una copa que me ofreció un camarero que pasaba con una bandeja y comencé una nueva ronda por el recinto. Fue entonces cuando una chica preciosa con flequillo (¡ay, cómo me gustan las chicas con flequillo!) me paró para decirme:

—Te pareces un montón a Lorca. Supongo que te lo habrán dicho muchas veces.

—Sí, bueno, alguna vez me lo han dicho.

No me lo habían dicho en mi vida.

Brindé con la chica y proseguí mi búsqueda entre la multitud. Divisé a Álvaro Colomer y me dirigí hacia él, sabedor de su amistad con Alberto.

—No encuentro a Olmos por ningún lado.

—Ni lo vas a encontrar. No ha podido venir.

“Menudo fiasco —pensé—. Tantos esfuerzos y tanta basura para nada. Malditos premios Zenda”.

—Por cierto —dijo Álvaro—, mañana voy a comer con él.

Esto me hizo recobrar en parte la esperanza.

—¿En serio? ¿Puedes transmitirle un mensaje de mi parte?

—Sí, claro.

—Vale, pues entonces dile cuando lo veas: “Me ha dicho Celso Varela que ayer estuvo toda la mañana en Usera”.

—¿Pero eso para qué es?

—Tú solo díselo. Es muy importante.

—Sí, yo se lo digo, pero…

—¿Ves esa chica tan guapa con flequillo? Me ha dicho que me parezco a Lorca. Me voy a recitarle el romance de la casada infiel.

—Vale, ¿pero por qué…?

—Celso Varela. Usera —le dije mientras me alejaba—. ¡No te olvides!

—Pero…

Y yo que me la llevé al río creyendo que era mozuela, pero tenía marido… 

Le recité a la chica del flequillo el poema hasta el final. Al acabar, brindé de nuevo con ella y seguí diciéndole mucho más. Y no quiero decir, por hombre, las cosas que ella me dijo.

Benditos premios Zenda.

Al día siguiente, por la tarde, cuando esperaba en el aeropuerto de Barajas a que abrieran la puerta de embarque para regresar a Lisboa, me llegó un mensaje. Era de Álvaro Colomer y solo tenía una frase:

—Dice Alberto que ya no vive en Usera.

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