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El diablo te lleva a casa, de Gabino Iglesias

El diablo te lleva a casa, de Gabino Iglesias

Después de que diagnostiquen de leucemia a su hija pequeña, y ahogado por las facturas médicas, Mario acepta un trabajo como sicario y descubre que posee un gusto oculto por la violencia. Con este argumento, Gabino Iglesias mereció el Premio Bram Stoker en 2022.

En Zenda ofrecemos las primeras páginas de El diablo te lleva a casa (La Biblioteca de Carfax), de Gabino Iglesias.

***

Capítulo uno

Leucemia. Es lo que dijo la doctora. Era joven, blanca y guapa. El pelo castaño le caía por encima del ojo izquierdo, como una cortina. Nos hablaba con suavidad, empleaba el mismo tono que la mayoría de la gente usa para explicarle las cosas a un niño, sobre todo cuando piensa que el crío es idiota. Abría la boca lo justo para que las palabras fluyeran. Dijo que nuestra hija de cuatro años tenía cáncer en las células de la sangre. Nuestra Anita, que esperaba en la otra sala, jugando con unas piezas de Lego y aún la arropaba la inocencia. Leucemia linfoide aguda. Dijo aquellas extrañas palabras con una voz que era, a la vez, imposiblemente cortante y aterciopelada. Su suave forma de hablar tampoco ayudaba. Puedes envolver con flores una escopeta, pero el disparo no se vuelve menos mortífero por ello.

La doctora joven, blanca y guapa nos dijo que era demasiado pronto para saberlo con seguridad, pero había muchas probabilidades de que Anita se pusiese bien. «Bien», esa fue la palabra que usó. A veces, cuatro letras son un mundo. De inmediato, añadió que no podía prometernos nada. A la gente le da miedo ser la esperanza de los demás. La entendía, pero yo deseaba que fuese nuestra esperanza.

Ella nos dio un momento para procesar lo que había dicho. El silencio nunca es más frío y estéril que en los hospitales. Mi mujer, Melisa, y yo respiramos en ese silencio y esperamos. No nos miramos, pero sentí cómo nos invadía el pánico que emanaba de mi mujer como si fuera radiactiva. Quería abrazar a Melisa, reconfortarla y decirle que todo iba a salir bien, pero me daba miedo hacer un movimiento brusco. Con delicadeza, puse una mano encima de las suyas, aunque se apartó, con rapidez y con violencia, como una puñalada invisible; así que me limité a clavar la mirada en la bata blanca de la doctora. Bordado en azul, justo encima del bolsillo, se leía «Dra. Flynn».

La médica inspiró. Desde la otra habitación, el sonido de las risitas de Anita nos llegó a los oídos. Me sentó como si Dios me hubiera dado un puñetazo en el corazón, y a Melisa se le atragantaron las palabras. Una mujer triste es una espada que pende sobre el mundo y amenaza con caer en cualquier momento.

La doctora Flynn volvió a inspirar y luego nos explicó que la leucemia linfoide aguda es un tipo de cáncer que afecta a la médula ósea y a los glóbulos blancos. Es un error del cuerpo relativamente típico, el cáncer infantil más común. «Un fallo técnico de la médula ósea», dijo. Luego nos miró y añadió que la médula ósea es el tejido esponjoso que hay dentro de los huesos, donde se fabrican los glóbulos sanguíneos. Ya sabes, porque es probable que creyese que éramos tontos. Cuando tienes acento, la gente suele pensar que posees el intelecto del poste de una valla.

La doctora Flynn quería que supiéramos que muchos niños se recuperan con relativa rapidez de la leucemia, si se les diagnostica pronto y se comienza con el tratamiento de inmediato. Pero reiteró que no podía prometer nada porque el cáncer siempre es complicado, «un adversario escurridizo», dijo en un intento de quitarle hierro al asunto. Érase una vez ese comentario le habría sacado una sonrisa forzada a un padre perplejo y, desde entonces, la buena doctora lo había guardado en su repertorio.

Cuando tu hija está sana, piensas en los niños enfermos y te dan ganas de llorar, de ayudar. Cuando tu hija está enferma, los demás niños te importan una mierda.

La doctora Flynn inclinó la cabeza, se apartó con los dedos la cortina del ojo unos centímetros a un lado y le puso una mano manicurada en el hombro tembloroso a Melisa. La empatía ensayada de la doctora Flynn parecía igual de genuina que sus uñas perfectas. Yo sabía que no éramos más que otro caso en su pila de trabajo y que nos estaba dando un rayo de esperanza para tener algo a lo que aferrarnos. Aun así, la creímos. Necesitábamos creerla. Le miré la bata blanca como la nieve y pensé en un ángel. Iba a obrar un milagro. No había otra opción. No creerla significaba una cosa tan horrible que mi cerebro se negó a aceptarla.

Cuando la doctora se marchó, mi mujer empezó a decir «Mi hija». Se sentó. Lloró. Repitió «Mi hija» una y otra vez. Lo dijo hasta que se convirtió en el latido de nuestra pesadilla.

Mi hija. Mi hija.

No dije nada, por temor a algo de lo que no podía ni quería hablar. Solo pensaba en entrar en la otra habitación, coger a Anita en brazos y acunarla para siempre. Los grandes ojos marrones de Melisa se veían salvajes. Tomó una bocanada de aire y miró alrededor, seguro que intentaba calmarse para que pudiéramos ir a ver a nuestra niña sin alarmarla. Es curioso cómo los padres se pueden llevar un balazo y sonreír si creen que así evitarán que sus hijos se preocupen o lloren.

Anita solo tenía cuatro años y, hasta entonces, siempre había estado sana. Nunca había tenido nada peor que un resfriado, unas pocas infecciones de oído y las ocasionales décimas al salirle los dientes o un virus estomacal. La quimioterapia funcionaría de maravilla en ella. Tenía que ser así. Las investigaciones médicas habían producido unos avances tremendos en ese campo. Vivíamos en el futuro. Todo iba a salir bien. Lo único que teníamos que hacer era ser fuertes. Nuestro angelito entraría en remisión en un pispás. Dios era bueno. No iba a permitir que un bebé sufriese. Nadie se merece un milagro más que un ángel desafortunado. Todo iba a salir bien. Dios y la quimioterapia eran una pareja ganadora, ¿verdad? Nos autoconvencimos de ello. Nuestra hija rebosaba demasiada vida y tenía demasiada fuerza de voluntad como para perder esa batalla. La queríamos demasiado como para que muriera.

Al final, Melisa soltó un suspiro trémulo y me miró. Algo frío le había trepado hasta los ojos. Torció la boca para formar algo parecido a una sonrisa, mientras el ceño se esforzaba en que todo su rostro no se viniese abajo.

—Vamos a por nuestra hija —dijo.

Melisa entró en la habitación y recogió a nuestra niña. Le enterró la cara en el cuello y le hizo cosquillas con besos para esconder los ojos y la nariz enrojecidos. Las abracé a las dos y noté cómo el miedo me apuñalaba el corazón.

Pasé dos días sin poder respirar bien. Me sentía como un alpinista que se queda sin oxígeno embotellado cerca de la cima del Everest. Pero entonces veía la sonrisa de Anita y la esperanza me florecía en el pecho. Era una sensación cálida y reconfortante que me permitía volver a empezar a respirar con normalidad.

Entonces llegaron las sorpresas desagradables.

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Autor: Gabino Iglesias. Título: El diablo te lleva a casa. Traducción: Miguel Sanz Jiménez. Editorial: La Biblioteca de Carfax. Venta: Todos tus libros.

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