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La zona gris en la que respiramos

La zona gris en la que respiramos

No hace falta que el mal se presente con colmillos afilados ni uniformes siniestros para imponerse: le basta con instalarse, sin aspavientos, en la respiración diaria de las instituciones, en la cadena de rutinas que nadie cuestiona y en el repertorio de frases hechas con las que salvamos el pellejo y dormimos tranquilos.

De eso quiso advertir Hannah Arendt cuando, al mirar de cerca al funcionario Eichmann, concluyó que no estaba ante un demonio metafísico, sino ante un burócrata mediocre que hablaba por eslóganes, obedecía por reflejo y delegaba su conciencia en un reglamento. De eso se ocupó también Primo Levi cuando, con más pudor aún, nombró la “zona gris” para señalar el territorio incómodo donde la culpa y la coacción, el miedo y la conveniencia, la supervivencia y la colaboración se enredan hasta volver inservible la coartada fácil de los bandos puros.

Conviene recordarlo siempre: en Auschwitz y en los campos de concentración y exterminio el mal no tuvo nada de gris, fue negro absoluto, sistemático, incomparable. La categoría de Levi no minimiza el nazismo, sino que ilumina las grietas humanas que este explotó con eficacia brutal.

Ni Arendt ni Levi retrataron a demonios: lo perturbador fue, precisamente, descubrir que el mal podía administrarse desde la mediocridad, con obediencia diligente y frases hechas, por hombres corrientes que compartían nuestro mismo rostro.

"El mal que prospera hoy no se anuncia con símbolos espectaculares ni grita en plazas públicas, prefiere la discreción del protocolo"

Acabo de leer Si esto es un hombre, de Primo Levi. Me ha dejado una huella difícil de borrar: la sensación de un horror difuso, no estridente, sino cotidiano, normalizado. Esa atmósfera —la violencia que no se exhibe, sino que se instala como paisaje— me resulta familiar. Está en tantas experiencias de nuestra historia reciente y, sin duda, en la literatura que he intentado escribir: escenarios donde nadie se reconoce dueño del daño, pero todos conviven con él.

Si uno deja de leer a Arendt y a Levi como si fuesen materias de examen, la incomodidad se vuelve actual enseguida: el mal que prospera hoy no se anuncia con símbolos espectaculares ni grita en plazas públicas, prefiere la discreción del protocolo, la asepsia del comité y la pantalla que nos permite ejecutar sin tocar. Un despido que todos sabemos injusto se tramita con un formulario impecable y un correo amable enviado “desde Recursos Humanos”; una norma absurda que perjudica a los débiles se aplica “porque lo marca el procedimiento” y porque “no podemos sentar precedentes”; un linchamiento reputacional se multiplica a golpe de reenvíos automáticos mientras nos repetimos que “solo compartimos”; un informe se firma con reservas íntimas porque “no merece la pena complicarse la vida”. Y así, paso a paso, el daño se institucionaliza sin violencia explícita, sostenido por gentes decentes que no desean el mal de nadie, pero consienten lo que les toca, a cambio de paz, de eficacia o de pertenencia.

Me recordaba hace poco, en una larga conversación, el psicólogo Iñaki Errazkin una obviedad que preferimos esquivar: el mal no es un meteorito que nos cae encima, habita en nosotros, en nuestras pulsiones primarias. Lo que llamamos civilización —con su código penal y su red de prohibiciones— funciona en buena medida como freno a esa parte oscura que siempre busca atajos. Esa observación me interesa porque corrige dos ingenuidades a la vez: la del angelismo —nadie es inmune— y la del determinismo burocrático —nadie está condenado a obedecer siempre—. Primo Levi lo explicó con crudeza al hablar de la “zona gris”: incluso en los campos de concentración hubo espacios de ambigüedad, donde la libertad no desaparecía del todo, pero se reducía hasta casi asfixiarse. Nada de esto, sin embargo, puede compararse en escala ni en horror con el exterminio: la cotidianidad gris de nuestras instituciones es sombra, pero el nazismo fue incendio.

No eran verdugos ni inocentes absolutos; eran hombres y mujeres atrapados en engranajes que castigaban la disidencia y premiaban la docilidad.

"No basta con denunciar la docilidad si no señalamos qué poderes convierten esa docilidad en provecho propio"

También me interesa otra advertencia —muy presente en la filosofía crítica contemporánea, y con especial eco en España— que conviene no olvidar: si llamamos “banalidad del mal” a todo, corremos el riesgo de vaciar el concepto y de olvidar que hay doctrinas, intereses y estructuras materiales que se benefician de esa obediencia. No basta con denunciar la docilidad si no señalamos qué poderes convierten esa docilidad en provecho propio, qué ideologías la legitiman y qué instituciones la consolidan como “normalidad”. Arendt lo sabía cuando mostró cómo el lenguaje vacío y las consignas morales funcionan como herramientas de dominación; Levi lo sabía cuando advirtió que la “zona gris” no pretendía absolver a nadie, sino obligarnos a elevar el listón de la honestidad con que juzgamos y, sobre todo, con que nos juzgamos.

Si uno baja todo esto a lo doméstico, el mapa aparece con nitidez triste: hay zona gris en la empresa que maquilla con “bienestar” la explotación, en el partido que llama “disciplina” al silencio, en la mesa familiar donde se tolera el abuso del fuerte porque “es mejor no liarla”, en la pandilla virtual que disfruta del escarnio semanal del señalado mientras repite que “es solo humor”, en el vecino que no denuncia lo que ve por miedo a convertirse en problema. Y luego están nuestras pequeñas capitulaciones particulares —esa firma que no queríamos estampar, ese expediente que cerramos sin mirar, esa palabra que callamos cuando tocaba hablar—, que sumadas unas a otras, con paciencia de hormiga, van poniendo ladrillos a la arquitectura del daño hasta dejarla tan sólida y confortable que casi cuesta verla.

"No creo que la salida consista en teatralizar heroicidades ni en exigir radicalidades de salón, sino en recuperar una valentía modesta, poco vistosa"

No se trata de identificar monstruos —nos encantan—, sino de mirar de frente las pequeñas contabilidades del consentimiento: dónde colocamos cada día nuestra comodidad, a quién le delegamos la conciencia, cuánto estamos dispuestos a perder por mantener una isla de dignidad. No lo digo desde una tarima: yo también cedo, yo también firmo a veces lo que preferiría tachar. La verdadera novedad de nuestra época no es la crueldad —eso viene de antiguo—, sino la velocidad con la que conseguimos expulsarla de nosotros: la responsabilidad se disuelve en equipos, algoritmos, auditorías y “protocolos de calidad”, hasta que ya casi nadie “hace” nada: todo “se hace”, todo “viene dado”, todo “está decidido”. Y en esa voz pasiva reside el oxígeno de la zona gris.

No creo que la salida consista en teatralizar heroicidades ni en exigir radicalidades de salón, sino en recuperar una valentía modesta, poco vistosa, que empieza por negarse a hablar con consignas, esas fórmulas prefabricadas que circulan como frases motivacionales de usar y tirar, y por no esconderse detrás del “siempre se ha hecho así”. Quizá baste con un puñado de actos concretos —no firmar lo que falsea, no reenviar la calumnia, no “entender” lo que no tiene justificación— para que una parte del engranaje chirríe y aparezca, con su ruido, esa responsabilidad que el lenguaje administrativo intenta sofocar. No es épica, es higiene moral, y suele tener un coste: perder un privilegio, una simpatía, una comodidad. Arendt nos enseñó que el mal puede ser administrado por gentes corrientes que hablan con consignas y cumplen órdenes con escrúpulo de funcionario; Levi nos obligó a reconocer que entre la inocencia y el crimen hay franjas de penumbra donde la libertad no desaparece, pero se encoge. Si hoy esos avisos se vuelven urgentes no es porque vivamos rodeados de monstruos, sino porque hemos aprendido a convivir cómodamente en la zona gris, a respirar su aire sin toser, a aceptar su normalidad como si fuera inocua, cuando en realidad es la forma más persistente de complicidad.

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Carlos Anastasio Santovenia Pérez
Carlos Anastasio Santovenia Pérez
2 meses hace

Excelente. Deberíamos leerlo todos

Blas Valentín
1 mes hace

Muchas gracias, Carlos. Me honra su comentario.