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La (re)invención del mundo

La (re)invención del mundo

Aunque Fernando León de Aranoa (Madrid, 1968) acabó matriculado en una carrera universitaria que tenía cierta relación con el cine por culpa de una funcionaria que equivocó su expediente, lo que en verdad quería estudiar era Bellas Artes. Visto lo visto, nadie diría que el destino no acabó haciendo de las suyas hasta conseguir encauzarle por el camino que sólo los hados habían dispuesto para él. Y quien dice el destino dice las leyes de la serendipia, esa suerte de mapa plagado de marcas de agua en el que uno acaba conduciéndose entablando conexiones que se acercan demasiado a la magia para todos aquellos que no cuentan con ella en la quiniela de la fortuna. Al final, no obstante, se impone lo que estaba dispuesto desde un inicio. Y es así como, entre tanto, él sigue dibujando.

La senda que va de plegarse a los designios ajenos a aceptar los posibles desaires que surjan en el tránsito por el boulevard de la invención es la misma que hizo que el director de Familia (1996), Barrio (1998) o El buen patrón (2021) escuchara las voces que fueron conformando las ciento y pico piezas narrativas que acabaron dando forma a su primera incursión en la ficción encuadernada —él suele escribir sus propios guiones cuando dirige—, titulada acertadamente Aquí yacen dragones (2013). La expresión escogida por Aranoa para aquella primera colección de brevedades escondía una doble lectura, dado que la expresión latina que aparecía en los mapas incompletos de la antigüedad para disuadir a navegantes y exploradores con la sentencia Hic sunt dracones encerraba con su advertencia la bella metáfora que emparenta el fin del saber con el principio de la imaginación. Donde termina lo conocido empieza lo imaginado; y quien dice imaginado, dice inventado.

"El lector curioso encontrará en Leonera un cajón de sastre bien dispuesto y ordenado: el epígrafe inicial de Ray Bradbury que abre el conjunto acabará glosado en las últimas líneas del último párrafo del último texto"

No es ocioso referirnos a estas piezas con el nombre de brevedades, aquí un centenar justo, puesto que no todas ellas cumplen los requisitos que las convertirían en cuentos brevísimos o microrrelatos. Ni tampoco estamos delante de lo que hace un tiempo correspondía llamar ficción súbita. Hay aquí plena conciencia y artimaña retórica, nada a vuelapluma, disposición, invención y no pocas artes expresivas ampliadas en la elocutio. Digámoslo ya: Fernando León de Aranoa es un aristotélico en toda regla. Y cuando no sigue la poética del clásico es muy consciente de ello. Entiende que no puede existir relato sin progresión, que no es posible considerar cuento aquello que no contiene nudo que desenlazar, ni historia que no lleve en sus entrañas el germen de la disputa. Valga como botón de muestra la pieza “Coherencia”: “La novia del guionista era puro conflicto.” Punto final. Un título y esa única frase demoledora que contiene la palabra mágica: “conflicto”. Al contrario de lo que ocurre con el cóctel Dry Martini, aquí la exigencia es que el brebaje narrativo esté agitado, no simplemente mezclado. Dicho de otro modo: todo cuento requiere para su expresión última que se le agite, no que sólo se le mezcle. Así, cabría decir que el cuento es un Dry Martini que Bond, James Bond, dejaría en la barra, ofendidísimo, sin tocarlo.

El lector curioso encontrará en Leonera un cajón de sastre bien dispuesto y ordenado (el epígrafe inicial de Ray Bradbury que abre el conjunto acabará glosado en las últimas líneas del último párrafo del último texto). Por tanto, la “leonera” no es tal, o no al menos en la acepción que utilizan los padres cuando ponen el grito en el cielo al abrir las habitaciones de sus retoños preadolescentes (la de los adolescentes ya entran en otra liga). “Leonera” también en honor a los asuntos que atañen al escritor, que son multitud, dada su persistente curiosidad y su afán desmedido —y obligado desde su poética personal— por cuestionar certezas (“Precisión: el amor nunca es propio, la vergüenza nunca es ajena.”), haciendo gala de un oficio, el de escritor, que consiste a juicio de Aranoa en buscar una relación distinta con la realidad.

"El narrador de Leonera, muy cercano al propio Fernando León de Aranoa, hace uso de una primera persona biográfica que convierte en universal"

Realidad y ficción, juego y ensueño; en medio, la imaginación persistiendo en su empeño de dar respuesta a lo desconocido. Al fin, el escritor como inventor decididamente ocioso que vive en un lunes al sol perpetuo, amo y señor de un territorio fronterizo donde se escribe por placer sin asomo de moraleja, cuya aparición rozaría la insolencia, como diría el maestro Monterroso.

Con estructuras elípticas, a menudo cercanas a la disposición del verso, diarísticas, rebosantes de aforismos despiadados, las piezas oscilan entre la greguería ramoniana (“los paraguas son murciélagos ensartados”), el conceptismo de raíz clásica, la prosa paradójica de Chesterton via Millás, el laboratorio lúdico de Aub, Queneau y Perec, la sorpresa de Cortázar... Y todo ello bajo la inspiración eterna de Julio Ramón Ribeyro. El narrador de Leonera, muy cercano al propio Fernando León de Aranoa, hace uso de una primera persona biográfica (realidad) que convierte en universal (ficción), desde el momento en que su hija es la de todos, sus miedos los de todos, sus amores los nuestros. El mundo en el que andamos inmersos. El mismo que compartimos —no queda otra—, pero reinventado por la prosa ingeniosa de un hacedor galáctico que no pudo estudiar Bellas Artes pero que ha acabado haciendo arte bello.

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Autor: Fernando León de Aranoa. Título: Leonera. Editorial: Seix Barral. Venta: Todos tus libros.

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