Aunque publicada en Armenia en el año 2014, sumergirse en La aldea escondida supone convertirse de repente en un explorador decimonónico merodeando las faldas del monte Ararat. Y entonces, mientras revuelves las piedras en busca de los restos del Arca de Noé, descubres un viejo tomo pesado y cubierto de polvo. Soplas con gestos de Indiana Jones, abres muy despacio el libro y te pones a leer. Así describiría mis primeras sensaciones cuando empecé esta novela que exuda leyenda en cada renglón. La lectura avanza con la extrañeza de quien se adentra en una cultura desconocida y la gravedad de quien se acaba de topar con un texto sagrado.
El sustrato de la poesía y la tradición literaria armenias sirve a Harutyunyán de lecho áspero para glosar la vergüenza, la deshonra y el exilio de un pueblo tantas veces masacrado. Los usos de un catolicismo ancestral y el folclore nacional acompañan esta narración de trama escueta y sucesos siempre iniciáticos, a caballo entre la parábola y el cuento popular, el versículo y la sentencia. Marcada por un realismo que no por mitológico sucumbe a lo mágico, La aldea escondida se emparenta con la Antaño de Olga Tokarczuk y con el limbo alegórico de Jon Fosse. Las novedades llegan a este lugar recóndito —imposible no acordarse también de El bosque, de Shyamalan— «cuando había un nacimiento en la aldea; cuando Harut bajaba al mundo exterior y venía a contarlo, y cuando Varsó relataba su cuento». La vieja Varsó, que durante décadas desgrana la crónica de la aldea a través de un cuento interminable que a su muerte no atisba su fin, desvela la gran enseñanza de esta obra. La oralidad inherente a la comunicación humana y la capacidad de contarnos y de tejer una memoria colectiva son el patrimonio último de un pueblo que se resiste a desaparecer. Y ahí entra en juego la literatura, la resina que con sus cuentos y mitos protege la cultura y el relato histórico de los que no tienen más que la dignidad de la palabra.
Antes del Holocausto, los armenios habían sufrido ya su propio genocidio. Cuando al final de la novela aterrizan los soviéticos amenazando con conectar su burbuja de ámbar con el resto del mundo construyendo un puente sobre el lago Ereván, la aldea escondida, el refugio para las víctimas de la infinita violencia humana, parece abocarse a nuevas y cruentas agresiones externas. Harut no siempre estará ahí para defenderlos —«cada Harut tiene su turco»—, extendiendo una sombra de desamparo. ¿Qué pasará cuando cualquiera que lo desee desfile por las calles de la aldea para volver a avasallarlos sin piedad?
Vivimos tiempos —siempre lo han sido— de odio, matanzas y limpiezas étnicas. Estos días asistimos a un genocidio retransmitido que lentamente, muerto a muerto, se acerca en dimensión al armenio. A los que este horror nos remueve el estómago, en contra del idealismo de la convivencia y el intercambio provechoso entre naciones, apenas se nos ocurre algo mejor que desearles a los oprimidos un pueblecito perdido como el de esta novela. Aislado del mundo, sí, azotado por el viento y el hielo, sí, pero a salvo de sus mayores crueldades. Una franja tranquila con un Harut que los cuide y medie con el salvaje exterior. Al fin y al cabo, en las aldeas escondidas del mundo no presumen desgracia alguna, convencidas de que «vivían de alguna manera fuera del tiempo». Los supervivientes eluden el tiempo porque su vida quedó atrás, atada a la tragedia y a sus muertos. Dejémosles en paz con sus historias, sus leyendas y su duelo. Sobre todo en paz.
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Autora: Susanna Harutyunyán. Título: La aldea escondida. Traducción: Vartán Matiossián. Editorial: Armaenia. Venta: Todos tus libros.


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